No
es que Silvia no le hubiera llamado la atención, no, no era eso;
pero no se había parado seriamente a considerarla como algo más que
unos pixels. Las cosas habían cambiado, sin embargo, desde entonces,
cuando surgieron estas charlas a través de los comentarios de las
publicaciones. Por aquella época cierto día, tras una mañana
especialmente intensa de comentarios cruzados en los que él
intentaba siempre alcanzar ese equilibrio en las relaciones donde no
se entra en el juego, pero tampoco se cae en la impertinencia de
mencionarlo, se la cruzó fugazmente por una acera casi llegando a su
casa. Pasó ante él como un rayo, esbelta y sonriente; sus ojos se
interfirieron mutuamente lo justo para no recordarlo, y él sonrió
como respuesta, pero lo mínimo para poder dudar de su propio gesto,
y apartó la mirada como si no hubiera pasado nada. Aquello, sucedido
sólo unos meses atrás, resultaba ahora casi irreal, perteneciente a
una especie de mal sueño.
Porque
ahora las cosas habían cambiado, todo estaba patas arriba y la vida
precisaba rehacerse; estaba conectado y ella estaba ahí, y punto, y
podía actuar sin miramientos hacia nadie. Desde que los dedos eran
sus dedos y de nadie más, se comportaban como pinceles empapados en
un viscoso oleo que fluía con abundancia en cada uno de los trazos:
eran generosamente libres y caprichosos. El Siglo XXI es el siglo de
los dedos, de las yemas sensitivas y sensibles, del tacto: tener los
dedos inspirados hace que teclear sea una divagación percutiva,
tocar trazar horizontes azules con temperaturas variables, pintar
adquirir un nuevo dedo más sutil y sensible, y amar, nada menos que
regalar el nexo de todo esto en una sola caricia; pero tener los
dedos inspirados también es dirigir, alterar, interaccionar,
existir, desde la casi imperceptible elocuencia de un clic de yema de
dedo índice...
¿Pero,
qué hay de la fisonomía del dolor? las pestañas se habían
afilado, alargado y curvado, la tensión fría de las ojeras
retornaba refrescante la luz blanca del frío, el pelo se rizaba con
la lluvia y caía sobre los hombros con la distracción de una prenda
distinguida y, sobre todo, portaba en sus ojos una nada de cinismo de
tan impecable estilo que le hacía caminar como un equilibrista, ser
franco como si el mundo fuera su deudor y volver a sentir el abrazo
del viento como una corriente interna, cuando las tormentas liberaban
de personas las calles. Y es que precisamente la fisonomía del dolor
es la ironía con que te castiga tu propia imagen para que no puedas
dibujarte una tragedia perfecta. Es la falsedad, en toda su
manifestación, porque envuelve un interior que es turbio y doloroso,
que se tiene que resignar desde sus altivas aspiraciones a ser una
mera tragicomedia. Y es que en el momento en que tu mirada parece
ocultar un secreto es cuando actúa como un imán para la curiosidad
humada, porque es una mirada que atraviesa los cuerpos y se hace
inmune a las palabras, cuando en realidad sólo refleja estar enfermo
de no encontrar un secreto válido, enfermo de no ver nada por ningún
sitio, en general...
Así
que se la encontró conectada y se pusieron a hablar por un privado.
Al final se lo contó todo. Horas y horas de soledad compartida
frente a las pantallas eran de agradecer en aquellos primeros días
instalado provisionalmente en casa de su hermano, cuando todo era
dolor, y dormir, la escapada de la que regresar llorando. La pudo
conocer un poco más. Al principio se le antojaba como una especie de
criatura a quien también habían hecho honores de maraca con su
serenidad, la imagen de si misma y, por supuesto, su corazón. Y los
corazones de porcelana ya se sabe lo que les pasa cuando llega la
hora de la samba. Se deconstruyen, pero sin éxito artístico alguno.
Lejos de desanimarle este descubrimiento, dispuesto como estaba a
seguir el capricho de sus dedos, siguió la dirección que le
indicaba ese trazo azul turquesa. Hay que ser demasiado majadero para
no apreciar la locura en medio de un mundo de bizcochos con
ametralladoras, y alguien tan arrasado como él tendría exactamente
la misma falta de fe en cuento romántico alguno, cosa a agradecer en
esas circunstancias. Trazando y que salpique y que chorree.
Pasaban
los días bajo esa extraña rutina de derrumbe. Él se despertaba y
se mensajeaba con ella. Iba al taller y se mensajeaba con ella. Se
dormía con ella contenida en el teléfono junto a la almohada. Y
aunque se despertara con ideas optimistas sobre el futuro por
descubrir que se le presentaba, descubría cada mañana, mientras
miraba la luz blanca de aquellos días nubosos desde la cama, que los
ojos le lloraban por su cuenta, sin cambios en la respiración, sin
ideas tristes, sin hipos, convulsiones ni mucosidades, con una
extraña indiferencia, pasmados ante un frío tan solitario, cuya
extraña belleza de invierno era vivida en una abrumante singularidad
que a nadie importaba. Se despertaba, le daba los buenos días y un
emoticono a Silvia y le contaba cómo iba la cosa, tomaba café y
volvía al taller, a seguir pintando, completamente solo, con las
luces del móvil como único recuerdo de que hay un mundo con
personas fuera entre las que hay una a quien interesan tus dígitos
de dolor. Trazando y que salpique y que chorree. Y evitar que se te
salten las lágrimas al caminar, conducir o ir en bici.
Se
acabó la navidad y volvió al trabajo rutinario de cada mañana, el
que le daba de comer, metido en su coche. Sólo al conducir se sentía
algo mejor, fantaseaba con largarse en un viaje infinito de
improvisación permanente: tal vez se tratara de eso, pero esas
mañanas heladas en las que la soledad se manifestaba de manera aún
más elocuente quedaron para él para siempre. Al cabo de unas
semanas el tema sexual acabó surgiendo entre ellos dos, en parte por
la necesidad que él tenía de sentir algo cálido, bueno y
bienintencionado, y en parte porque el tiempo de abstinencia empezaba
a enviar mensajes de alarma, como si el cuerpo no entendiera de
circunstancias: la madre naturaleza dictaba de todas maneras su único
imperativo, vivir. Ni él ni Silvia estaban dispuestos en absoluto a
embarcarse en una nueva aventura de frustraciones y episodios ya
vistos; era más bien el placer de compartir canutos con música,
sexo y confidencias exclusivas, manteniendo en blanco la página del
futuro, para seguir siendo uno mismo, ante todo. Ella también
pintaba, tocaba instrumentos, y le gustaba follar, mucho y
largamente- en ese sentido, era perfecta. En general tantas horas de
conversación le habían servido para hacerse un cuadro bastante
completo de ella.
Mientras
tanto, otras chicas fueron apareciendo en forma de pixels y
caracteres. Prometían mucho, pero al final siempre aparecía la
factura a la hora de la verdad. Te lanzan anzuelos para que piques y
entres en su juego, un juego siempre de cortejo, de demostraciones,
de sacrificios: ante todo, no ser meramente un polvo. Y lo que él
necesitaba era meramente eso, y todo lo que fuera más, sobraba.
Exigían mucha comprensión exhibiendo una total indiferencia frente
a sus circunstancias, su estado anímico y emocional: todas venían
con su desgracia preparada como historia para preparar el terreno de
una alcoba cómoda, y algunas incluso intentaban conseguir garantías
de romance como condición para un primer encuentro, por lo que
dichos encuentros simplemente no sucedían. No, el tiempo de
comprender generosa y gratuitamente había pasado. La ironía de la
fisonomía del dolor: que te valoren más de la cuenta cuando sólo
quieres ser un cero para los corazones que restan, y que sin embargo
estas mismas personas te ignoren en lo meramente humano a pesar de
tus grandes activos, al verte sólo como una pieza de su rompecabezas
sin sentido. Todos los corazones restan algo a la suma de tu alma,
pero él no pensaba hacerlo con el de nadie. No estaba dispuesto a
restar nada a ningún corazón ni a regalar ninguna migaja del suyo.
Silvia
le dio su dirección una tarde y él se duchó y se dirigió a su
casa. Al llegar se encontró la puerta de su piso entornada y entró.
Vio un letrero de papel con una flecha que señalaba a la derecha y
la siguió. Al final del pasillo había una puerta abierta con luz al
fondo, así que se dirigió hacia ella. Al entrar ahí estaba Silvia,
reclinada en el sofá, desnuda pero con una boina roja en la cabeza.
Era la primera vez que la podía mirar bien en persona: no era sólo
unos pixeles, era carne, sangre, aliento y calor. Ella, ante su
sorprendido estupor de deseo, le hizo un gesto con el dedo- silencio,
calla, no digas una puta palabra, y ven...
Silvia
resultó ser una verdadera artista, con sutilezas de una precisión
de relojería. Fue como un viaje de duración confusa que acabó con
los dos en el suelo en la otra punta de la habitación. Sólo
entonces se acordaron de que tenían voz y podía escucharse.
-
Eres la primera tía que me tiro sin haber intercambiado una sola
palabra articulada con ella- le dijo, a modo de presentación.
-
Has tenido suerte conmigo, colega, por mi te puedes follar a quien te
de la gana; es más, te animo a hacerlo. Tírate a toda la alameda si
quieres, yo estaré siempre aquí, ¿por qué pasaste de esas pavas?
-
Para eso prefiero no follar.
-
Bueno- dijo Silvia- aquí no se llora, pero sí se fuma- y se puso a
liarse un enorme porro de celebración.
Tras
todo un fin de semana con ella regresó finalmente a casa de su
hermano. Ahí se puso de manifiesto el siguiente paso necesario: ya
llevaba un mes allí y de repente necesitaba de nuevo su
independencia, así que empezó a buscar una habitación por el
centro de la ciudad. La reyerta con Silvia le había sentado de
maravilla, podía mirar al futuro con un optimismo más creíble y
todo ello se había proyectado en ese ansia de libertad, que no era
otra cosa que las ganas vivir que regresaban poco a poco. El cuerpo
pide, pero cuando le das, te lo agradece con una química cerebral
estable.
La
vida seguía empeñada en regalarle más ironías, sin embargo.
Varias exposiciones que organizó en dos bares salieron bastante bien
y ganó algo más de pasta; el mundo se derrumbaba mientras tanto con
la ascensión de la corrupción financiera internacional, no paraba
de llover y él sólo se limitaba a contener lágrimas, dolores y
gritos, entre encuentros sexuales más o menos casuales. El bar en
que solía exponer lo llevaba una chica, Dolores. Se trataba de una
chica muy afectiva, muy abierta y risueña, pero con un cierto brillo
de dolor en los ojos de origen incierto. Dolores lo adoraba como
artista y siempre se preocupaba de que su persona estuviera a gusto y
satisfecha en su bar. Era un verdadero encanto: solían bajar la reja
a última hora y liarse con las botellas, las rallas, la música y
bailar subidos en la barra o en cualquier sitio, como una verdadera
compañera, pero aquel día el bar estaba lleno y ella andaba ocupada
prodigando amor y calor a todos y cada uno de los clientes. Él
andaba pendiente de un imbécil que acercaba su cubata a medio
derramar cada dos por tres a uno de sus cuadros favoritos,
peligrosamente, cuando una buena amiga que también había venido a
la exposición le presentó a una malagueña muy mona, con un culo
bien puesto y unas piernas largas y esbeltas. Sin embargo, él
llevaba varios días sumergido de nuevo en su propia mirada infinita
de escasos metros de alcance, así que se limitó a charlar con ella
más pendiente del cuadro que de otra cosa, intentando ser educado,
con mucha corrección- lo peor que se puede hacer en estos casos en
que no quieres llamar la atención de nadie. Sí, estaba muy buena,
parecía buena chica, era simpática y agradable y a él le apetecía
un revolcón esa noche, pero cierta mirada de carnerito degollado le
anticipaba posibles complicaciones posteriores. Llegado un cierto
punto, ellas se marcharon y quedaron en encontrarse más tarde en
otra zona de bares, aunque él no tenía claro del todo si acudiría
o no.
Efectivamente,
había llegado a casa de su hermano y estaba acostándose cuando le
escribieron las chicas de nuevo. Que dónde estaba. Que la de Málaga
preguntaba por él. Y él, que era consciente de su aletargamiento,
de sus reticencias a relacionarse con nadie en persona, ante tanta
insistencia, decidió hacer el esfuerzo y acudir. Una chica guapa,
simpática y atractiva le estaba esperando. Debía al menos ir. Tenía
que encontrar algún tipo de satisfacción, algún argumento para
recuperar la autoestima, un poco de deseo, un poco de calor e incluso
algunas risas terapéuticas. Llevaba una nube negra como turbante en
la cabeza, había que quitársela como fuera. Así que se volvió a
vestir y se fue de nuevo a la calle, por demostrarse a si mismo que
aún tenía vida dentro, que aún era capaz de ser lo suficientemente
malo como para encender una llama.
Al
llegar al garito estaban todas allí, ella lo vio desde lejos y lo
recibió.
-Vaya,
has venido.
-
Sí, al menos lograré acostarme tarde este viernes.
Ahí
estaban, metidos en plena conversación de seducción, cuando
apareció Silvia, de puta casualidad, por el mismo garito. Llegó,
saludó, intercambiaron dos besos y un abrazo, pero fue más que
suficiente: todas sabían ya que habían follado y bien, y Silvia
supo enseguida que él estaba intentando llevarse al huerto a esa
morena tan alta y guapa, así que se largó de nuevo con sus amigos.
De
ahí en adelante, el resto de la conversación fue un patético
intento por recuperar la magia inicial, pero la mirada de ella seguía
reflejando ese algo más que tan molesto resultaba para sus planes de
mero depredador de emociones balsámicas recetadas para el dolor
intenso. Ella buscaba los silencios y las miradas, y una vez
conseguidos, esperaba el beso redentor. Y él estaba cada vez más
apagado ante tantas buenas palabras sobre su persona. Que si era un
encanto. Que qué bien pintaba. Que qué interesante era. Que si
esperaría a que estuviera mejor. Que se fuera a verla a Málaga
cuando quisiera, etc., etc. Todo estupendo para una persona normal, y
horrendo para un monstruo como él. Al final pasó de ella y se fue
solo a casa, con ganas en realidad de volver a tirarse a Silvia, esa
persona generosa que tan bien se lo hacía todo y ante quien no tenía
que fingir en nada.
Sin
embargo, Silvia desapareció tras ese encuentro. En los días
sucesivos dejó de dar señales de vida en las redes sociales, no
respondía a los mensajes de texto del móvil, y no aceptaba
llamadas. Y se largó de Sevilla a un lugar incierto. Una verdadera
putada, su extraña amistad había sido un gran apoyo en los momentos
más duros y ahora se le hacía cuesta arriba tirar de nuevo solo
ante la enorme pendiente del futuro. Era como un mini-eco de la
primera ruptura. Pero también era el momento de seguir enfrentándose
a los hechos, así que encontró por fin una habitación y se
concentró en preparar el traslado definitivo a la nueva vivienda.
Estaba tan entretenido chapoteando en su propia mierda que ni se
acordó de preguntarse por el motivo de su marcha.
Mientras
tanto había conocido a otra chica, Amalia, una estudiante muy joven
que seguía su obra pictórica desde la web, y un sábado logró
convencerlo para que saliera de su casa a tomar algo por ahí de
madrugada con ella. Así que de nuevo tuvo que quitarse el pijama y
volverse a vestir para enfrentarse a la noche. No podía entender
cómo se sentía un desgraciado cuando las tías lo sacaban de la
cama para que se fuera con ellas: el tocamiento cojonal proporcionado
por la tragicomedia de las ironías y las contradicciones consistía
en eso. De nuevo se encontró en la calle para demostrarse un
no-sé-qué de paparruchas vitales. Y era una situación más análoga
con su trasfondo emotivo de lo que parecía, porque de hecho su
principal problema era que su corazón se había visto de golpe en la
puta calle, de una manera tan repentina que se había quedado en
pijama en medio de una acera bulliciosa, rodeado del glamour y
soplapolleo de los corazones de plástico de un sábado noche, sin
escapatoria posible.
Llegó
al bar y se pidió un café. Ella llegó enseguida y fue una sorpresa
grata desde el primer instante: guapa, culta, interesante, elegante.
Pero su mejor virtud era su energía, tan positiva, optimista,
alegre, decidida y sana que tuvo que reconocerse a si mismo que había
hecho bien en salir. Los ojos de Amalia estaban realmente vivos y
reflejaban una intensa llama benévola. Sin embargo, esa admiración
que ella, desde la completa honestidad que era el principio de todos
sus actos, le mostraba sin tapujos le preocupaba. A ella no. No debía
hacerle el más mínimo daño, sino cuidar precisamente de que un
alma como esa, sana y sin contaminar, no fuera vapuleada por los
becerros abundantes en cualquier recorrido vital. Al cabo de un rato
consideró que ya había actuado como homínido social lo suficiente,
añoraba su cama y el calor de su pena solitaria y se decidió a
marcharse. Ella no quería, pero no opuso objeción alguna. Estaba
encantada de que se hubieran conocido, y él también. Llegó a casa
y pudo dormir por fin.
Al
día siguiente, tras otra mañana de lagrimeo mecánico, recibió una
llamada sorpresa. Se trataba de Marta, una vieja amiga de hacía
muchos años con quien mantuvo un pequeño romance.
-
¿Qué tal estás? ¿qué es de tu vida?
-
Vamos tirando, que ya es mucho.
-
¿Tienes pareja ahora? Perdona la impertinencia, pero ahora te
cuento.
-
No, no, no tengo nada, estoy solo.
-
No sé, es difícil empezar...
-
Suelta sin miedo.
-
Pues verás, yo también estoy sola, pero quiero tener un hijo.
-
Ya...
-
… y bueno, el caso es que me gustan tus genes. Me da mucha
vergüenza todo esto...
-
Entiendo....
-
Mira, podría recurrir a un banco de esperma, pero todo el proceso es
caro y complicado y eso de no saber de antemano cómo es el padre...
Me gustan tus genes, tío, habría que hacerlo a lo natural, eso es
gratis y al fin y al cabo, nos lo pasamos muy bien en su momento,
¿no?
-
Uffff... es que me dejas un poco helado...
-
Lo tendría yo sola, no te pediría ninguna responsabilidad ni nada,
es decisión mía. Al revés, te lo agradecería toda la vida, de
verdad.
-
Déjame pensarlo.
-
Ok, ¡qué vergüenza me da todo esto!
-
Venga ya, me alegra que te hayas acordado de mi, no te avergüences
de nada, Marta.
En
fin, pensó, la vida es un absurdo total. ¿Sus genes? ¿propagarlos?
A ratos sonaba como una bendición, a ratos como una epidemia mortal.
En realidad no quería hacerlo, aunque por otro lado, dado el
carrerón que llevaba con las mujeres, debía de tomarse más en
serio estas propuestas si realmente deseaba dejar a otro desgraciado
con sus genes y sus daños colaterales dando saltitos por el mundo.
Demasiadas complicaciones. Seguramente.
Se
mudó a su nueva habitación. El cambio le sentó muy bien, compartía
piso con una cantante y un actor, y el ambiente era más acorde con
lo que él buscaba. Se podía dar por satisfecho: había tenido mucha
suerte de dar con ellos y de que la convivencia fuera tan buena. Poco
a poco recuperaba el control sobre su vida.
Así
que siguió conociendo gente. Ahora llegó Julia. Julia era un
contacto que tenía desde hacía años por motivos desconocidos, pero
estaba ahí. Salía siempre vestida de cuero, con generosos escotes,
mostrando su figura imponente en sus fotografías. Nunca la había
contemplado como una posibilidad, pero estaba en pijama en medio de
la quinta avenida cegado por los neones de la majadería y, llegados
a un punto y con el alma vestida así, las cosas empezaban a dar
realmente igual. El caso es que le entró y ella respondió enseguida
y muy bien, para su sorpresa. Este tipo de tías es de las que tienen
a cuarenta salidos dándoles calor las 24 horas del día, por eso fue
agradable que respondiera tan bien.
Sin
embargo, ella no se separaba del teclado ni del móvil en todo el
día. Le escribía a todas horas. Él no podía liarse un porro sin
tener que responder cuatro veces a los mensajes que le llegaban al
móvil. No podía comer sin sentirlo vibrar seis veces. No podía
prácticamente hacer nada que no fuera estar con los ojos pendientes
de una puta pantalla en miniatura desde la mañana hasta la noche. Al
cabo de un tiempo, ella se empezó a quejar de su falta de atención,
de su falta de conexión, de su falta de sentimientos. Él respondía
a todo con la misma solución: funcionar en modo analógico, verse
las caras. Y ella le respondía que ni hablar, que con ese pasotismo
que mostraba no quedaba con él ni de coña. A él ya le sonaba un
poco esta historia de paranoias ocurridas unas semanas atrás, pero
esta insistencia era singular. Y cuando cierto día ella “cortó”
con él porque la abandonó para dormir a las doce de la mañana, la
mandó al carajo.
A
cabo de unos días, ella le volvió a escribir y le pidió disculpas.
Él se las aceptó, y ello significó otra dura jornada de mensajes
que acabó con otra bronca de recriminaciones y otra “ruptura” a
la noche. Así transcurrieron varios días, repitiéndose la misma
rutina: reconciliación matutina y ruptura nocturna. En fin,
no-novias cibernéticas que se comportan como tal entre propuestas de
reproducción y amores imposibles. Era todo tan irónico que sonaba a
broma. Aquel viernes lo llamó de nuevo Amalia y fue como una
salvación.
Quedaron
en un bar que tenía una sala superior donde se podía hacer lo que
apeteciera, con sofás y mesas centrales. Amalia era toda una artista
multidisciplinar, desde arte dramático, escenografía, dibujo,
pintura, literatura, cine o música. Realmente daba gusto charlar con
ella y todo ello unido a su espíritu, hacía que un encuentro
resultara algo relajante y sedante, en un contexto donde el resto de
las relaciones generalmente lo dejaban agotado, vacío y deprimido.
Estaba él completamente metido en la conversación, contándole
algo, cuando por sorpresa ella se lanzó a su boca y comenzó a
besarle. Él se quedó tan sorprendido que al principio no reaccionó.
Pero ese calor le resultó agradable en medio de tanto frío y la
conversación desapareció para quedar resumida en algunas risas en
medio del jaleo. Pasaron las horas y regresaron a la calle. Cada uno
para su casa. Le preocupaba haber cruzado la línea de la seguridad,
pero por otro lado estaba bien, había sido auténtico, bonito,
sedante.
A
la mañana siguiente, mientras se secaba las lágrimas de los
cojones, recibió el obligado mensaje de disculpas de Julia. Empezaba
a sentir los primeros síntomas del agotamiento y, a la vez,
comenzaba a reconocerlos como síntomas de su mal, un mal verdadero y
no una simple suposición discutible. Poco a poco, la fogosidad que
le invadió con Silvia empezó a antojarsele como un estado de locura
transitoria. Se hacía urgente empezar a cuidarse de tanto ataque y
tira y afloja sentimental. Así, la recuperación no avanzaba.
Empezaba a tomar conciencia de que, lejos de estar bien, en un
arcoiris de libertad chorreante, se estaba derrumbando por todos
lados sin que la vida le diera cuartel alguno. Se lo dijo así a
Julia: estoy reventado, tía, no puedo más. De repente, estar
completamente solo era la solución a corto plazo. Estar solo y que
le dejaran en paz. Y, por supuesto, eso no le importó a nadie.
Así
que, para resolver de una vez el asunto, quedó con Julia para
destapar el misterio. Estaba en el bar de Dolores cuando recibió el
mensaje. “Estoy fuera, sal”.
Al
salir se encontró con esa cara familiar, esos ojos que antes eran
pixels, completamente aterrados.
-
Hola- le dijo extendiéndole la mano.
-
¡No me toques!- le dijo ella- no me puedo mover.
La
miró con incomprensión.
-
¿Nos vamos a quedar en esta acera así, toda la noche?
-
Espera. Necesito azúcar.
-
Venga, por favor, entra en el bar, se está bien adentro.
Con
los ojos abiertos como platos e irradiando terror, se animó a
entrar.
-
¿Qué vas a tomar?- le dijo Dolores, siempre tan amable y
encantadora.
-
Azúcar, necesito azúcar- le dijo Julia.
No
tenían sobres, así que le preparó una tapita de azúcar con su
cucharita y todo.
-
¿Está bueno?- preguntó.
-
No- contestó Julia- no me gusta el azúcar.
Dolores,
tras esta confesión, se retiró al fondo de la barra y siguió
charlando con la gente que estaba allí. Julia comía azúcar y él
la observaba. Tenía unos ojos verdes preciosos, una figura
espléndida. Sobre todo miraba su cara. Era la misma, pero a la vez,
no lo era.
-
No me mires- le dijo ella.
Al
cabo de un rato él estaba loco por irse, era demasiado tenso estar
junto a una desconocida que quiere conocerte tras haber empezado y
roto contigo unas quince veces previamente, tras ahogarte a mensajes
de texto, que necesita azúcar para no desmayarse ante la tensión de
verte y que te mira como si fueras la encarnación del diablo.
Él,
por otro lado, echaba de menos esos tiempos en que sólo se dedicaba
a su dolor y hablaba con Silvia. ¿Qué habría sido de ella? Le
había escrito varias veces sin respuesta. Era la única persona en
quien confiaba en medio de toda esta vorágine que se le había
armado a su alrededor por culpa de su propia desidia y desorden.
Julia
le propuso entonces que le enseñara su taller, que quería ver los
cuadros, fotografiarlos. Estuvieron allí un rato, viendo las obras y
ella tomando fotos. Acabaron en su casa, dormidos mientras se reían
de toda la escena del bar, del azúcar, de todo. Parecía que tal vez
pudieran llevarse bien y todo. Sobre todo desde que él pasaba del
sexo. Estaba harto de todo. A la mañana siguiente él se marchó a
trabajar y cuando regresó ella ya no estaba. Bien, se dijo, soledad
por fin.
Por
supuesto, esa misma noche ella se volvió a enfadar y dejaron de ser
amigos. Él ya no sabía cómo explicarle que no había nada en el
mundo que le encendiera una sola célula. Que ella andaba tras una
mera sombra de lo que fue una persona. Que la furia inicial sólo fue
ficticia. Que no sabía qué iba a ser de si mismo. Fue duro y cruel
con ella. Y se dejó ir por unas semanas pasando de todo y de todos.
Y
es la ironía de la maldita vida que siempre te la juega en el peor
momento. Julia envió sus fotos a Alemania a una galería
importantísima de Berlín donde tenía mano, de verdad. Y se
interesaron en organizarle una exposición, instalarlo allí,
promocionarlo. Se lo envió todo por mail. La llamó enseguida.
-
¿Cómo ha surgido todo esto?
-
Lo he hecho porque creo en ti, pero todo el mérito es tuyo. Les has
gustado. Y no sabes lo importante que es eso. Son tus pinceladas, es
tu trabajo. Te felicito.
-
Pero sin ti nada de esto habría sucedido
-
Mira, no quiero tener trato contigo, me quema, me duele, me hace
daño. Ellos quieren que vuelva y te represente, pero te pasaré a un
buen compañero.
-
Pero yo, en realidad, preferiría que lo hicieras tú.
-
Olvídalo. En lo personal eres un desastre, me sacas de quicio, me
enervas como poca gente logra hacerlo, pero como pintor eres genial y
te lo mereces. Pinta, aprovecha esta oportunidad.
Berlín,
la ciudad donde siempre había querido vivir, la oportunidad
definitiva para dedicarse sólo a pintar en el lugar donde más libre
se había sentido nunca, lejos de toda esta muerte, esta ciudad
decadente, estas personas desgastadas, estos lugares tan transitados
por demasiadas historias y demasiado dolor.
Más
vacío que nunca, esta vez sin pararse a perder el tiempo intentando
comprender nada, se dio cuenta de que la transición que sufría era
el paso a la plena libertad, y que el poder de hacerlo siempre había
estado en el ligero pálpito que residía en cada una de las yemas de
sus dedos...
-
Recuerda, Kique- le decía siempre Julia- no todo el mundo es malo y
a veces suceden cosas buenas...
…
…
…
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