lunes, 14 de julio de 2014

Con volumen y masa







Descolgado. Que extraño miedo el de lo indeterminado, lo de escribir un porvenir en blanco, lo de reinventarse. Y qué extraño miedo era también el otro camino: el claro, definido, escrito sobre una línea recta limpia y sin brumas. Esa resignación cómica que se esgrimía para ocultar un espasmo de muerte tras la convención de la vida y los sentimientos así aceptados y asumidos. ¿Para qué negarlo? Algunos hemos nacido para ser anómalos. El anómalo es irónico y sarcástico porque el suyo es también un papel social, necesario en cierto sentido, y lo sabe. Y saberlo no sirve para nada porque es un papel inevitable de todas formas, como la personalidad. Un convencionalismo marcado por lo genuino. En cualquier caso, más apropiado para ciertos seres que sienten náuseas ante las acciones guiadas por una mera deriva de turba. Todo es cuestión de vocación. No tener ninguna debe hacer proclive a huir de uno mismo, ese gran desconocido que a otros tipos sociales da pavor. ¿Cómo se vive en las capas más superficiales? De todas formas es imposible abstraerse. Estás en lo más profundo o en lo más celestial, nunca en el suelo. Es una mera cuestión de brazos y piernas largas.

(...)

Había pasado toda la noche bailando y el sol me había impedido dormir lo suficiente. Me dolía todo el cuerpo. Me coloqué bajo la carpa y me dejé llevar. Pillé una silla. Los pies sobre la mesa. Los Djs pinchaban. Actuaron bandas. Estaba rodeado de gente. Bailaba cuando quería. No hablaba porque no tenía nada que decir. Tan sólo disfrutaba de ese silencio interior que acontece cuando el dolor se disipa. No hablar. No hay que hablar cuando no apetece. No hay que hacer nada que no apetezca en lo referente al ocio, a cuando eres tú mismo de verdad. Cuando te prostituyes en cualquier clase de trabajo es distinto, tienes una moto que vender. Para vivir buenos momentos es necesario estar vivo, ya sabes, que el corazón lata para poder ver, mirar, oír, escuchar. Diñarla es un trauma incómodo y molesto para esos menesteres. Le robaba a Juanlu de su marihuana periódicamente. Luego bailaba un rato, pero como presintiera el más mínimo atisbo de muerte en la música me sentaba sin dudarlo. Era extraño, nunca me robaban la silla. Parecía que me la guardaban.

Una pareja, entre sus amigos, estuvieron todo el rato sentados delante de mí. Ella me recordaba a dos o tres personas. Intentaba averiguar si era alguna de ellas. Luego me pareció confirmado que no. Pero ya se estableció un tímido juego de miradas que procuré no fomentar, aunque no podía evitar tenerla en el campo visual cuando miraba hacia el escenario. Tenía una mirada dulce, era agradable. Me puse a bailar y a dejarme llevar por el poder evocador de la música, para cargarme el encanto.

Mis colegas discutían sobre no sé qué con una pareja que habíamos conocido. Pepe despotricaba de la facultad de económicas a la que pertenecía ella. Juanlu me preguntaba periódicamente si estaba bien. Sí, estoy bien. Es que no abres la boca y no te mueves de esa silla. Estoy bien. En qué piensas. En nada.

Cerrar los ojos. Corre la brisa. La música es buena. La gente parecía estar bien. Bueno, no exactamente, pero... bueno.

(...)

El anómalo suele luchar continuamente por alcanzar ese estado de beatitud de lo convencional. Está seguro de que esconde algún misterio, algo que los demás ven y que se le escapa. Lucha y lo intenta una y otra vez, pero está condenado. Busca un oficio porque tener oficio parece el primer requisito. Lo encuentra y se entrega a él, cándido, cuando hallarlo constituye precisamente el verdadero estigma. Aportar a la sociedad, desmentir el porte de monstruo. Lees, te informas, encuentras personajes que tienen prestigio, que la gente nombra con admiración, modelos en que fijarse que se consideran pilares de nada menos que la cultura. Parece un buen papel. Un buen tipo social al que dedicarse. Y nace el artista, el mayor monstruo de todos. Ignorante de que ni la vocación, ni un contenido inmaterial, ni un mensaje útil sirven para nada, y no hablemos de la belleza en un mundo que sólo busca la glorificación de su propia mueca de catatonia; que en el fondo hasta las convenciones se ruborizan al mirarse al espejo e intentan fingir que no es el dinero el verdadero trasfondo de toda su vitalidad, cuando lo es. Por eso organizan exposiciones y las justifican con dinero, torpes en su maniobra para desmentirse. Por eso ponen dinero para comprar prestigio y de paso ganar más dinero: cine, música, literatura, pintura, escultura, arquitectura, arte digital y luego el resto de cuentistas que aprovechan la quema para participar del asalto a la belleza que acepta tarjeta de crédito. Corazón y sentido común lo llaman. Los artistas lo llaman mierda y acto seguido ponen la mano, porque ellos se pueden drogar con cualquier cosa, mientras que las convenciones sólo pueden hacerlo con esos cupones para conseguir cualquier entidad con volumen y masa. Y el dinero no es más que tiempo condensado de la vida de otro, y la codicia y la ambición pulsiones antropófagas que se engañan a sí mismas y se entregan a un bucle infinito de insatisfacción consistente en morderse la cola a cada instante con buenos modales y trajes exquisitos. O sin ellos.

(...)

Cuando ya se ponía el sol, de repente, la chica de en frente se me acerca. No puede ser, pienso. Me hace un gesto para que me acerque a su cara. La música está demasiado alta para hablar a distancia. Me acerco. Huele a ron que te cagas. ¿No se te ha quedado el culo dormido de estar en esa silla a piñón? No. ¿De dónde eres? Vivo en Sevilla. Yo vivo pegadita, en Huelva, ¿cómo te llamas? Kique. Ella... no recuerdo cómo se llamaba. Besos de rigor. No digo nada. Pues eso, tío, que estaba preocupada, creía que no te sentirías ni el culo ni la pierna. Pues sí.

Se me quedó mirando como a un bicho raro. Se suponía que debía seguir hablando, ya sabes, hacerme el simpático, al menos para ella y sus convenciones. Yo sólo veía una pareja ciega que tarde o temprano acabaría estallando en una bronca entre ellos. Se aburrió enseguida. Entonces llegó la chica de la otra pareja, la que discutía con Pepe y Juanlu.

¿Estás bien? Sí. Es que has estado casi toda la tarde ahí sentado. Sí, y he bailado a veces con vosotros. Pero no hablas, ¿estás bien? Sí.

Al rato Juanlu lo intenta de nuevo. ¿Estás bien? Sí ¿Todo viento en popa? Sí...

(...)


Se choca: lo convencional mata por placer, lo anómalo se expresa a sí mismo para no matar a nadie. Porque la superficie es tan absurda que o la reinventas, o te conviertes en un asesino, y eso es demasiado convencional; demasiado para el orgullo del anómalo. El artista es un homicida contenido de puro narcisismo y vanidad, porque aspira con total cinismo a los valores más elevados; el banquero finge serlo porque no le salpican a la cara los regueros de sangre con que atesora vidas enteras en su caja fuerte, pero es el rey de los asesinos, un yonki de robar tiempo; sólo que el banquero, a pesar de su trono con volumen y masa, está incapacitado para aspirar a nada más que no sea el dinero, mientras que el artista elige libremente como sumo corrupto, pues lleva la riqueza consigo mismo y nadie se la puede arrebatar. No tiene ni volumen ni masa. El vacío es su cofre de oro. Y mientras, juega con el otro oro, el que sí la tiene, para drogarse, despilfarrarlo, quemarlo, teñir de dorado el absurdo, como una anómala forma de exhibicionismo. Y sólo por joder. Nada más. Porque todo es susceptible de ser trascendido, aunque sea al nivel de un escupitajo virtual, y la gente comprende mejor que alguien les enseñe la polla a que hagan eso.

(...)

Había volado en los conciertos, bailando a mi puta bola otra noche. La chica de antes estaba ciega perdida y me buscaba con la mirada, coincidíamos en los sitios que elegía para bailar, pero me hacía el idiota y evitaba más historias. Abordó a Juanlu, que expresaba su anomalía con otra generosa borrachera. Que qué me pasaba. Que no me entendía. Déjalo, decía Juanlu, es un poeta, vive en sí mismo. En un momento mi cuerpo dijo que ya no más. Decidí engañarme y fui a sentarme un rato a la grada. Luego directamente me dejé de tonterías y realicé mi plan: me largué hacia la zona de acampada sin avisar a nadie. Lo había planeado con sigilo, incluso para ocultármelo a mí mismo, aquella tarde. Lucía una luna llena inmensa a las cinco de la mañana y quería hacer el camino entre las montañas sin luz y completamente solo.

El paisaje lunar de la sierra y el valle. La cámara sólo captó la luna, algunas estrellas y luces del horizonte, así que abrí los ojos con todas mis fuerzas para no olvidar la estampa, para no perdérmela, para vivirla. Respirar, dar los pasos a tu ritmo y gusto. Saborear la noche mágica de brisas frescas que calman la desazón del verano y de todo en general. A mi antojo y capricho. Fue magnífico.

(...)

Al final, estás solo, elaboras tu propio camino. Te has descolgado de la deriva, careces de recetas. Te has liberado porque eres una bifurcación. Estás de nuevo a merced de tus propias anomalías, justo cuando parecía que te habías integrado y resignado. Y sabes demasiado, demasiado para volver a dejarte engañar a cambio de un ratito de gloria, como diría aquel. Porque la gloria resultó también ser decepcionante. De ahí en adelante la vida no parece ser nada más que una actuación de muecas que acaba con la muerte.

Lo conseguí, en realidad. He estado a la altura de mí mismo. He pasado por vuestros palacios y sin embargo sigo siendo libre.


Que os den.


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