Había regresado a mi piso de mi
retiro temporal tan pronto como le pagué lo que le debía a la
casera. Todo se había precipitado en los últimos días: la llegada
de la transferencia, el pago de todas las trampas, recuperar mi
habitación, la compra del billete para volar de vuelta a España.
Para mi sorpresa, Suzanne estaba contenta de verme, se la veía más
animada que hacía unos meses, cuando aquellos encuentros nocturnos
furtivos de ese tipo del que se supone que
no-se-debe-hacer-con-compañera-de-piso ocuparon varias semanas con
algún que otro trastorno sentimental de por medio. O trastorno a
secas, directamente. Estaba más alegre, más viva, con esa mirada
gris que al sol de verano que entraba de costado por la ventana se le
llenaba de luz. Aquella delicadeza de elegancia innata se le seguía
notando en la manera en que sujetaba con los brazos su pierna,
flexionada y apoyada en el asiento de la silla en que estaba sentada,
con la rodilla abrazada contra su pecho y la barbilla y su sonrisa
sobre ella, mirándome. Y yo sabía perfectamente que no eran rasgos
fingidos. Esa sensualidad delicada y a la vez ardiente, esa entrega
desde sus ojos entrecerrados por el sol tan sincera, era real. La
conocía, la había probado. Y estaba enganchado a eso.
Tenía que ir a casa de
Katrina y Stefan, donde había alquilado una habitación meses antes.
Necesitaba escanear unos documentos que debía llevar conmigo a
España y Katrina me dijo que podía usar su scanner. Eso había sido
un par de días antes en el flower power, donde me la había
encontrado borracha perdida. “Nos portamos muy mal contigo”
decía, “se suponía que éramos tus amigos”.
(...)
Bueno, todo había sido
extraño desde el principio, cuando nos presentó un amigo común
allí en su casa, con motivo de una invitación a cenar. La cena
estuvo bien, la cocina de Katrina era estupenda, y luego me obligaron
a jugar al magic con las cartas de marras. Al parecer les caí bien,
como luego me contara este chico. “Son de muy pocos amigos, es raro
que alguien les caiga bien y se abran con él”. Yo, sin embargo,
nunca me doy cuenta de nada, ni siquiera de lo extraordinario.
Katrina era bastante guapa, despierta, inteligente y aguda. Más
tarde descubriría el otro lado de estas virtudes: si tenía una papa
chunga, toda esa agudeza se convertía en una afilada y fina hoja de
afeitar con la que hacer daño en los lugares más indicados con una
total y refinada puntería. Su padre era pastor protestante, ella se
sentía freudianamente abandonada por él y por ello tenía pulsiones
simultáneas de adoración y rechazo paternal, y una necesidad de
aprobación permanente de los hombres, y de dominarlos, a la vez. Por
eso estudiaba sociología, ciencias políticas y teología. La gente
se reía cuando lo contaba y ello la complacía. Stefan era un
metal-kid que no tenía estudios pero sí una dilatada experiencia en
fiestas, festivales y acciones degeneratrices en general. Muy guapo,
apuesto y con un cierto deje de pasotismo que hacía las delicias de
Katrina.
- La primera vez que lo
vi- contaba Katrina en aquella primera cena- yo bajaba las escaleras
de la entrada de una discoteca y él las subía hacia la calle, y al
volverme para mirarle el culo me caí escaleras abajo, jajajajaja
Ambos eran de Lübeck
pero estaban en Leipzig por los estudios de ella. Stefan no trabajaba
ni estudiaba. Ambos vivían de las becas y ayudas sociales. Stefan se
quejaba de la situación en la antigua RDA. “En Lübeck estaría
trabajando sin problemas” decía.
Al día siguiente me
llamaron de nuevo para volver a quedar. Me invitaron de nuevo a cenar
a su apartamento. Esta vez fue la misma Katrina la que resaltó por
teléfono que, desde que llegaron a Leipzig, no eran gente de muchos
amigos y que lo mío era una rara excepción. El caso es que fui,
cenamos de nuevo, bebimos grandes cantidades de cerveza, pusimos
música, etc. Era una noche invernal de nieve y me invitaron a dormir
en su casa. Me instalaron en el salón, trajeron más colchones y
todos pasamos la noche allí incluido su perro Jackie, quien por
supuesto se pasó la noche pegado a mi cabeza. Todo habría sido
normal de no ser porque al final no salí de allí en cinco días.
La cosa fue sucediendo
así: cada vez que quedábamos o nos veíamos era para varios días,
no me dejaban irme antes. Me llevaba bien con ellos, aunque a ratos
me extrañaba que una pareja como esta pusieran tanto empeño en
tener a un tercero allí metido. Tal vez jugaban a cuidarme como si
fuera su criatura, o hubiera problemas para los que mi presencia
actuaba como un catalizador de malas reacciones sentimentales
latentes entre ellos. Tras navidad tuve que mudarme de mi piso y
ellos me ofrecieron la habitación libre a muy buen precio, así que
acabé viviendo allí.
La convivencia resultó
extraña, todas las noches dormíamos el clan humano más el perro en
el salón en plan comuna, y yo, que veía pasar los días, semanas y
meses, me preguntaba cuándo cojones echarían un polvo estos dos.
Ese ritmo casi inexistente resultaría intolerable para mí si
viviera con mi pareja. Esa falta de intimidad. No comprendía el
miedo que tenían a quedarse solos cara a cara; o lo comprendía tan
bien que prefería hacer como que no lo sabía. Se había formado una
extraña familia que de algún modo servía para tapar algo que
subyacía.
El caso es que cada vez
me sentía más controlado por estos dos y procuraba desaparecer cada
vez que se terciaba, lo que era bastante fácil, brindándoles de
paso la oportunidad de estar solos. La convivencia estaba relajando
demasiadas cosas: Katrina se paseaba desnuda camino del baño sin
ningún problema y a mí, la verdad, era algo que no me importaba, no
me provocaba turbación alguna, pero notaba que a Stefan sí. En
nuestras charlas de horas con cervezas había visto que sus valores
en cuanto a las mujeres eran en el fondo bastante tradicionales. Y en
cierta ocasión en que Katrina se la pilló gorda en un pub, tuve que
llevarla a casa, tras enfadarse con Stefan (la acusaba de tontear con
unos tíos en la barra), aguantarle la llorona y un abrazo largo que
yo, desde luego, tomé como un mero gesto de amistad. Luego llegó
Stefan, borracho también, y me preguntó directamente si yo me
tiraría a Katrina. “Para mí es como una hermana”, le dije. Pero
todo estaba muy viciado y me di cuenta de que me había metido en un
extraño juego del que sólo me había percatado cuando ya era tarde.
“Katrina se estresa mucho contigo”, continuaba Stefan, “cuando
te ve sentado mirando a la pared durante horas no sabe qué te pasa,
si estás bien o te sucede algo malo”. La vieja historia de
siempre.
La transferencia de
febrero se atrasaba, y se atrasaba por tanto el pago de mi alquiler.
Desde aquel suceso había procurado ausentarme más, buscar aire
fresco, salir de allí. Eso exasperaba a Katrina. “Me siento como
una imbécil”, decía, “viéndote siempre de fiesta y sin dinero
mientras nosotros pagamos lo nuestro y casi nunca salimos”. Otras
veces, si llevaba a alguna chica, la examinaba con rigor de madre y
ninguna le parecía bien. “Dos semanas” sentenciaba Katrina al
salir ella por la puerta, “os doy como mucho dos semanas”. Llegó
un momento en que la situación se hizo insoportable, la
transferencia seguía sin llegar, y mis colegas me sacaron de allí
tras recibir en casa de un amigo, que celebraba una fiesta, el
siguiente mensaje telefónico de Katrina: “no vengas a dormir”.
La transferencia llegó finalmente una semana más tarde, fui a su
casa, pagué lo que les debía, y nos despedimos de manera fría.
Katrina estaba muy cabreada. Stefan estaba más bien confuso. Jakie,
el perro, se alegró de verme.
(...)
Así que me la había encontrado en
el flower power dos días antes. Habían sucedido cosas desde
entonces: ella se quedó embarazada para recibir la ayuda estatal
para maternidad. Tras la noticia, Stefan regresó Lübeck para
trabajar y ganar pasta con el mismo fin. Katrina había sufrido un
aborto natural mientras tanto, Stefan le dijo que era culpa suya por
estar todo el día de juerga y la abandonó. Así que estaba sola,
sin niño, completamente tirada. Y esta vez sí que estaba borracha
perdida y buscando la aprobación masculina, como siempre que le daba
la papa chunga, y se dedicaba a cabrear y provocar a todos los tíos
que estaban en la barra. Demasiados palos juntos para una sola
persona, pensé, a pesar de toda esa extraña relación en que me
había metido casi sin darme cuenta.
Tenía delante a Suzanne. Qué
distinta había sido nuestra convivencia, haciendo lo que no se debe
hacer, sí, pero desde luego lo mío con ella era sano sin duda.
Sexualmente maravilloso. Sin oscuridades. Así que le dije que tenía
que ir a escanear esos papeles en casa de Katrina, que tardaría un
poco, y ella me prestó su bici para que regresara antes.
Llegué, me recibió fríamente,
escaneó los papeles rápido y me dio el diskette (era 1999). Tenía
prisa, ya que tenía que ir a trabajar. La acompañé hasta la parada
de tranvía y, una vez allí, me miró con ojos llorosos. Esperaba un
beso, un beso de verdad. Eso se lee muy bien en los ojos, eso que
nunca había querido ver en los de ella. Lo que no quería que
hubiera sucedido jamás por mi amistad con ellos.
Le besé la frente en cambio, y le
deseé buena suerte tras un abrazo, y me fui de allí pedaleando con
la sensación de que, a pesar de todo lo que había pasado, en cierto
modo era yo, al final, quien más daño había hecho de los tres por
una suerte de viscosidad en mi comportamiento. Porque esa noche la
pasaría con Suzanne, quien me pediría entre gemidos que me quedara
en Leipzig con ella, mientras yo me escabullía como una anguila de
toda suerte de vínculos y ataduras, en medio de una deriva de muerte
de la que sólo yo era inconscientemente responsable, empeñado en
creer que se puede pasar por la vida sin afectar gravemente la vida
de los demás, como si un veneno sonriente y bienintencionado pudiera
dejar de ser tóxico al capricho errático de su voluntad ciega y
enferma...
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