La soberbia es la enfermedad del aspirante. Se sabe más de alguien por lo que calla o niega que por lo que afirma, y la belleza a la que aspira, como si fuera una corona, tiene sin embargo la mala costumbre de presentarse siempre vestida de humildad; de lo contrario, es falsa. El verdadero poder es modesto precisamente porque puede serlo.
No es natural que el cielo chapotee en el barro donde crecen los narcisos para reclamar una naturaleza gaseosa que, de ser cenit auténtico, ya tiene; o que venda sus privilegios aéreos por monedas terrestres cuando ya era de antemano un ser completo- ahí se delatan los farsantes que aspiran a un espejismo de poder que no existe, y creen libertad: prisioneros sin embargo de una vanidad que es impropia a lo que imitan. La arena no es digna de las nubes, por eso regresa siempre a tierra a pesar de las tormentas y huracanes.
Tienes que ser piadoso ante el espectáculo grotesco de los mutilados, que intentan vender una quimera plagada de extremidades que no tienen. No puedes hacerte oportunista del ensañamiento con ellos. No lo necesitas. Lo que no pronuncias, te afirma y te subraya.
Porque tú estás completo, tú estás en tu sitio, tú sabes quién eres. Y esas mendicantes almas limitadas, heridas, sangrantes y prisioneras del suelo, que exclaman alas y reinos y visiones de poderes suntuosos... ¿sería celeste aquel que pusiera sal en las yagas de los delirios de los enfermos? Debes ser benévolo porque tú sí puedes serlo; que griten, escupan, mientan, insulten- tú, sin embargo, sigues siendo libre.
La belleza es necesariamente humilde, y se sabe más de alguien por sus silencios que por sus palabras...
Por ejemplo, tu canto mudo, que a gritos declara que todo tu delirio de lira ha sido entonado sólo para mí, y para ningún otro; y que así lo será siempre, enferma y condenada y sin remedio...
... así en el canto,
como en el silencio...
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