Estimado señor ministro,
Desde que se me encomendó la difícil (y pionera) tarea de dirigir y gestionar la nueva Prisión para Convictos de las Artes Escénicas (PCAE) me he entregado con plena dedicación a la consecución de los objetivos con que nació esta honorable institución, o sea, la represión de los instintos antisociales propios (y en muchos casos, endógenos) de los que se dedican al mundo del espectáculo (música, danza, arte dramático y otros subgéneros, por lo general producto de un hibridismo entre algunos de los anteriores o todos), y la reinserción de estos individuos en la sociedad si las circunstancias y la evolución de su sintomatología lo permiten. Si bien he de admitir que llegué pecando de exceso de optimismo, aún así he de resaltar que una de las conclusiones a las que he llegado tras estos meses de experiencia es que la tarea, que sobre el papel parece razonable y viable, es en la práctica una labor titánica y tediosa en la que en varias ocasiones me he visto al límite del desbordamiento.
Cuando llegué al PCAE fui recibido por todo el personal de la prisión, y el subdirector se encargó de mostrarme todas las instalaciones. Al llegar al fin al ala de las jaulas de los prisioneros (con dispositivo eléctrico en el suelo para cualquier ocasión en la que un tratamiento de electro-shock quiebre una incipiente rebelión artística), la situación superó con creces todo lo que pude haber imaginado y, de hecho, se hubo que tomar ya sobre el terreno algunas medidas marciales. Los prisioneros, lejos de aceptar su condición y de reprimir sus impulsos, se comportaban de tal manera que pasear entre todas esas jaulas daba la oportunidad de contemplar a la perfección todos los problemas que socavan el futuro de la escena española como si de una exposición se tratase.
Así, en la primera jaula que me mostraron, mientras uno de los pacientes se emocionaba contemplando el vuelo de una mosca hasta llorar de solidaridad (el llamado delito de hipertrofia sensitiva), el otro empezó a improvisar a partir de su desesperación por la cautividad un monólogo pretenciosamente Shakesperiano, burdamente sobreinterpretado, mediante el cual reincidía en el delito de destrozo interpretativo-masturbatorio de una obra literaria: “¡Mi talento por un minuto de libertad!”, con lágrimas y gimoteos y gritos con gallos... ¡intolerable, vamos!. Ordené, y estoy seguro de que están de acuerdo con la medida, que se les diera diez descargas inmediatamente a los dos, tras las cuales durmieron un rato, más tranquilos.
En la siguiente jaula tres prisioneros discutían abiertamente sobre la conveniencia (o no) del famoso método de Stanislavsky (delito de reiteración hortera-exhibicionista de un debate-tipo). Precisaron veinte descargas para hacerlos callar. La siguiente jaula y lo sucedido en ella, en fin, creo honesto admitir que el error fue nuestro. Metimos a demasiados actores juntos y acabaron copulando unos con otros de manera desenfrenada; lo obsceno del asunto no era eso, no... lo obsceno estaba en que no se fijaban los unos en los otros, sino que, mientras uno (o una) le daba por detrás, otro (u otra) por delante, y el individuo a su vez devolvía con la misma moneda a otro (u otra) prisionero (o prisionera...), ellos, en lugar de recrearse en el deseo de la otredad (característica del sexo sano), se dedicaban a la atenta e intensa contemplación de su propio cuerpo, adoptando posturas y gestos del ballet (delito de auto-sublimación mediante la masturbación-semi-copúlica-híbrido-artística en persona-muñecahinchableizada). Como sumaban quince personas en total, sus gritos y protestas no cesaron hasta la descarga número 50, pues algunos evitaban el contacto directo con el suelo saltando sobre sus compañeros, y hubo que utilizar porras electrificadas por entre los barrotes para que bajaran de nuevo al amable piso.
¿Y qué decir de esos que hacen siempre de sí mismos? En la siguiente jaula un “actor” empezó a ensayar la obra que llevaba entre manos y su papel resultó ser idéntico al de la obra que había interpretado anteriormente. El hecho de que en la anterior fuera un candelabro taquígrafo y en esta Dios (ensayaba la introducción de Fausto, de Goethe), ilustra a la perfección el delito al que nos referimos (consideración ególatra sobre la validez relativa de dos caracteres en una coexistencia solidaria). Mientras le dábamos las veinticinco descargas que fueron necesarias no paraba de decir “¡Yo no sobreinterpreto, yo no sobreinterpreto!”... difícil explicarle el verdadero motivo hasta que se calmó.
La otra subespecie degenerada del oficio eran los reformadores de textos y caracteres. Cuando llegué a su jaula, me indicó, muy razonablemente, su portavoz:
- Yo creo que si, en vez de dar los dos toques matutinos de sirena de rigor para despertarnos, diera tres, sería más apropiado y simbólico, como la Santísima Trinidad que...
Hice tan sólo un gesto con el dedo al operario y comenzaron las descargas. Hizo falta quinientas, porque nos interrumpían sugiriéndonos otros tiempos, otros voltajes más adecuados...
Lo dramático de la situación es que no he logrado ningún resultado (he observado, eso sí, que desde hace algunas semanas algunos prisioneros brillan en la oscuridad) y sus patologías y actitudes criminales persisten en el mismo grado en que las hallé cuando llegué a este centro, aunque los prisioneros presentan más quemaduras. Mi sensibilidad no tiene tanto aguante y electrocutar a tanta gente todos los días durante tanto tiempo está haciendo merma en mi energía y, lo que es peor, en mis convicciones.
Seguro de que ya no puedo ejercer mi labor con el rigor necesario, le presento mi dimisión esperando de corazón que la acepte.
Atentamente,
Rulfo Pediastrina
Desde que se me encomendó la difícil (y pionera) tarea de dirigir y gestionar la nueva Prisión para Convictos de las Artes Escénicas (PCAE) me he entregado con plena dedicación a la consecución de los objetivos con que nació esta honorable institución, o sea, la represión de los instintos antisociales propios (y en muchos casos, endógenos) de los que se dedican al mundo del espectáculo (música, danza, arte dramático y otros subgéneros, por lo general producto de un hibridismo entre algunos de los anteriores o todos), y la reinserción de estos individuos en la sociedad si las circunstancias y la evolución de su sintomatología lo permiten. Si bien he de admitir que llegué pecando de exceso de optimismo, aún así he de resaltar que una de las conclusiones a las que he llegado tras estos meses de experiencia es que la tarea, que sobre el papel parece razonable y viable, es en la práctica una labor titánica y tediosa en la que en varias ocasiones me he visto al límite del desbordamiento.
Cuando llegué al PCAE fui recibido por todo el personal de la prisión, y el subdirector se encargó de mostrarme todas las instalaciones. Al llegar al fin al ala de las jaulas de los prisioneros (con dispositivo eléctrico en el suelo para cualquier ocasión en la que un tratamiento de electro-shock quiebre una incipiente rebelión artística), la situación superó con creces todo lo que pude haber imaginado y, de hecho, se hubo que tomar ya sobre el terreno algunas medidas marciales. Los prisioneros, lejos de aceptar su condición y de reprimir sus impulsos, se comportaban de tal manera que pasear entre todas esas jaulas daba la oportunidad de contemplar a la perfección todos los problemas que socavan el futuro de la escena española como si de una exposición se tratase.
Así, en la primera jaula que me mostraron, mientras uno de los pacientes se emocionaba contemplando el vuelo de una mosca hasta llorar de solidaridad (el llamado delito de hipertrofia sensitiva), el otro empezó a improvisar a partir de su desesperación por la cautividad un monólogo pretenciosamente Shakesperiano, burdamente sobreinterpretado, mediante el cual reincidía en el delito de destrozo interpretativo-masturbatorio de una obra literaria: “¡Mi talento por un minuto de libertad!”, con lágrimas y gimoteos y gritos con gallos... ¡intolerable, vamos!. Ordené, y estoy seguro de que están de acuerdo con la medida, que se les diera diez descargas inmediatamente a los dos, tras las cuales durmieron un rato, más tranquilos.
En la siguiente jaula tres prisioneros discutían abiertamente sobre la conveniencia (o no) del famoso método de Stanislavsky (delito de reiteración hortera-exhibicionista de un debate-tipo). Precisaron veinte descargas para hacerlos callar. La siguiente jaula y lo sucedido en ella, en fin, creo honesto admitir que el error fue nuestro. Metimos a demasiados actores juntos y acabaron copulando unos con otros de manera desenfrenada; lo obsceno del asunto no era eso, no... lo obsceno estaba en que no se fijaban los unos en los otros, sino que, mientras uno (o una) le daba por detrás, otro (u otra) por delante, y el individuo a su vez devolvía con la misma moneda a otro (u otra) prisionero (o prisionera...), ellos, en lugar de recrearse en el deseo de la otredad (característica del sexo sano), se dedicaban a la atenta e intensa contemplación de su propio cuerpo, adoptando posturas y gestos del ballet (delito de auto-sublimación mediante la masturbación-semi-copúlica-híbrido-artística en persona-muñecahinchableizada). Como sumaban quince personas en total, sus gritos y protestas no cesaron hasta la descarga número 50, pues algunos evitaban el contacto directo con el suelo saltando sobre sus compañeros, y hubo que utilizar porras electrificadas por entre los barrotes para que bajaran de nuevo al amable piso.
¿Y qué decir de esos que hacen siempre de sí mismos? En la siguiente jaula un “actor” empezó a ensayar la obra que llevaba entre manos y su papel resultó ser idéntico al de la obra que había interpretado anteriormente. El hecho de que en la anterior fuera un candelabro taquígrafo y en esta Dios (ensayaba la introducción de Fausto, de Goethe), ilustra a la perfección el delito al que nos referimos (consideración ególatra sobre la validez relativa de dos caracteres en una coexistencia solidaria). Mientras le dábamos las veinticinco descargas que fueron necesarias no paraba de decir “¡Yo no sobreinterpreto, yo no sobreinterpreto!”... difícil explicarle el verdadero motivo hasta que se calmó.
La otra subespecie degenerada del oficio eran los reformadores de textos y caracteres. Cuando llegué a su jaula, me indicó, muy razonablemente, su portavoz:
- Yo creo que si, en vez de dar los dos toques matutinos de sirena de rigor para despertarnos, diera tres, sería más apropiado y simbólico, como la Santísima Trinidad que...
Hice tan sólo un gesto con el dedo al operario y comenzaron las descargas. Hizo falta quinientas, porque nos interrumpían sugiriéndonos otros tiempos, otros voltajes más adecuados...
Lo dramático de la situación es que no he logrado ningún resultado (he observado, eso sí, que desde hace algunas semanas algunos prisioneros brillan en la oscuridad) y sus patologías y actitudes criminales persisten en el mismo grado en que las hallé cuando llegué a este centro, aunque los prisioneros presentan más quemaduras. Mi sensibilidad no tiene tanto aguante y electrocutar a tanta gente todos los días durante tanto tiempo está haciendo merma en mi energía y, lo que es peor, en mis convicciones.
Seguro de que ya no puedo ejercer mi labor con el rigor necesario, le presento mi dimisión esperando de corazón que la acepte.
Atentamente,
Rulfo Pediastrina
1 comentario:
Excelentes salidas, con un tema super candente: el artista en la sospecha o contra la sospecha, dependiendo de su lucidez.
Un pequeño detalle: Goethe, sin umlaut.
Kafka causa fuoro. En el Babelia de sábado Enrique Vila-Matas lo mencionaba sin cesar.
Un abrazo.
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