Hay ciertos elementos “apriorísticos”, de esas cosas que se dan por sentadas y que a todos se nos olvida cuestionar, que realmente no están motivados por la necesidad (o, mejor dicho, la “nece-sariamente-sidad”; lo necesario, en el sentido empirista o filosófico; lo que no puede ser de otra forma).
El abanico de posibilidades del caos es mucho más amplio de lo que se cree; claro que en un mundo sin imaginación, donde la felicidad consiste en consumir objetos y atribuirse los méritos de su calidad por una suerte de asimilación de sus virtudes connotativas, específicamente sintetizadas por la publicidad y la moda, es lógico que se haya perdido la fe en la espontaneidad humana más allá del sexo y la muerte- curiosamente, en esos dos ámbitos es donde resulta imposible innovar nada, pues en ese sentido están sobre-explotados por las sucesivas generaciones que, en su juventud, han creído que al follar están destruyendo y reconstruyendo el cosmos ante los horrorizados ojos de los escandalizados dioses ancestrales (y/o “valores” de las generaciones maduras), o creen que las salpicaduras de la sangre son algo nuevo en nuestro salvaje espíritu, dependiendo del marco en que se registren (con connotaciones igualmente sintetizadas por sus correspondientes modas y campañas publicitarias). Pero hasta el más palurdo puede correrse o machacar un cráneo. Será por eso que lo publicitan.
Pero los animales follan. Eso debería bastar para ser consciente de que follar es una de las actividades más antiguas y, por tanto, menos innovadoras. No creo que las generaciones anteriores (esas a las que los manifestantes genitales pretenden escandalizar) nos hayan dejado ningún enfoque o fantasía que permanezca “virgen”. A mí me da igual (no hago política con la polla). Para mí es una vivencia subjetiva y, en cierto modo, los escalofríos me recuerdan la eternidad de los sentimientos puros, transmigrados de ser humano a ser humano como la herencia más valiosa. Pero en un mundo donde lo exclusivo es el valor primordial (hasta el alma es un supermercado o una boutique de moda) valorar los sentimientos y las emociones como un testigo que pasa de mano en mano en la cadena del tiempo puede provocar incluso algunas muecas de asco en esas caritas de consumidores. Tras varios miles de años sobre la tierra tampoco creo que nosotros, los seres humanos, hayamos dejado de lado cualquier alternativa posible en lo relativo al asesinato. Pero eso no importa: la moda y sus mecanismos publicitarios se encargarán de sintetizar la mentira mediante connotaciones intelectualoides o mediante la mitificación heroica que, bien encarnada en patriotismo, o bien en revolución, tan eficaz ha sido siempre para la aniquilación mutua de ciudadanos convencidos por millones.
Todo es moda y todo responde a un modelo. La generación de los años sesenta significó la actualización, en la clase media, del Romanticismo inglés y alemán de la primera mitad del Siglo XIX, del que entonces sólo disfrutaron la aristocracia y la alta burguesía. Claro que, como sucede con los fenómenos de masa del siglo XX (bueno, y este), para aglutinar a tanto individuo es necesario facilitar la adscripción de todos mediante la eliminación de matices; o sea, se hace una versión superficial de aquellas doctrinas estéticas y, sobre todo, se sublima lo anecdótico, la biografía-modelo, para resaltar la humanidad de aquellos precursores y, por lo tanto, acercarlos a la media de la masa expectante por identificarse con algo o alguien.
Por lo tanto, analizando los paralelismos de ambos fenómenos sociales, empezaré por recordar que en ambos casos se trata de movimientos juveniles (claro que el Romanticismo fue el primero de todos los movimientos esencialmente juveniles donde se dio por primera vez, además, un choque generacional, además de social, en Occidente). El Romanticismo tuvo en la música su máxima expresión, con Beethoven a la cabeza (también en los sesenta triunfó una forma revolucionaria donde los sentimientos también son paroxísticos: el rock); en ambos casos se sublima el amor visto desde una perspectiva ideal e incluso ingenua (el amor como fenómeno metafísico del Romanticismo), se abrazan las causas en pro de la justicia o las revoluciones sociales (el Romanticismo también fue revolucionario, burgués, liberal o nacionalista), se crea una mística de la violencia- o “lucha” que en los setenta dará lugar a las acciones de ETA, el IRA, el GRAPO, las Brigadas Rojas o la RAF (los románticos se iban a luchar por la libertad de Grecia, participaban en las revoluciones liberales, luchaban por la unificación de Alemania o Italia, o bien se mataban entre ellos en duelos), y se consumen las drogas que se tengan al alcance para estimular la creatividad artística (los Románticos consumían opio, absenta, hachís o alcohol para el mismo fin).
Lo que ocurrió fue que en los sesenta el fenómeno-revolucionario-romántico de masas no tenía un correlato histórico lo suficientemente tiránico como para darle sentido, y entonces simplemente se asimiló el gesto, la pose, y lo demás se inventó, sencillamente, para equilibrar el bonito cuadro. Los sesenta fueron revolucionarios tan sólo como fenómeno de mercado: nació el mercado específicamente juvenil.
La industria discográfica, la cocacola, los cárteles de la droga, la moda, los automóviles, los programas de televisión, el cine, etc. se amoldaron a ese nuevo mercado de esa generación mimada que, por primera vez, disponía de poder adquisitivo como una unidad colectiva social. Mucha gente se forró con aquello. Fue una moda lucrativa que había que fomentar y reproducir: de ahí en adelante lo programático, o sea, TODAS las generaciones posteriores quieren vivir también su revolución sexual, social, tóxica y violenta, sean necesarias o no. La necesidad ya no es necesaria. Es parte del guión; si vas a la universidad, tendrás que manifestarte alguna vez, como lo hicieron tus padres, ¿no? Forma parte del asunto. Y follar en la facultad, por supuesto, cómo no. Y tirar piedras a la policía y huir o, mejor aún, ser detenido y tener la foto.
Claro que, como dijo Marx, los hechos históricos suceden primero como tragedia, y luego como parodia; ahora el fenómeno juvenil por excelencia es el “movimiento cani”. No creo que haya que decir nada más. Los universitarios se manifiestan contra el nuevo filón que les permite hacerse ellos también la foto con la pancarta para presumir ante sus futuros hijos diciendo “yo también fui revolucionario”: las reformas educativas (yo también me manifesté gracias a ellas en mi “momento”). Ninguno sabe contra qué se manifiesta. No importa. Es parte del guión. Hay que hacerlo para tacharlo de la lista de quehaceres.
Y todo esto sucede porque a nadie se le ha ocurrido pararse y pensar si realmente es necesario hacer todo esto de esta manera. Hay cosas que cambiar, de eso no hay duda, pero nadie se acuerda de ellas.
Un mundo donde los psiquiatras nos convencen de que nos lo merecemos todo y de que valemos para todo, y claro, con tanta caricia verbal nadie se acuerda de los méritos que hay que hacer para ganarse la bendición.
No la de Dios, sino la de uno mismo. Uno mismo y consciente.
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1 comentario:
De eso se trata en está época ambigüa que se denomina de forma aún más ambigua (postmodernidad). Los medios señalan un movimiento (generalmente contra-cultural), lo demonizan para, después, ser transformado por la publicidad y servirlo en plato frío a generaciones posteriores, por lo general más incautas (y por qué no; idiotas)...
Gran texto, un saludo.
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