A veces nos salen las
cosas tan bien como pretendemos, y lograrlo conlleva que sus buenos
resultados nos superen, lleguen demasiado lejos. Ello es debido a que
la mayoría de nuestros actos tienen por guía a una brújula con un
imán sensible a todo tipo de espejismos e ideas preconcebidas, y
como niños cándidos, inermes ante las tentaciones cinematográficas
del porvenir, nos dejamos llevar hacia toda clase de sueños hechos
de algo tan voluble como el vapor. Y cuando sucede, cuando a veces se
cumplen nuestros deseos al pie de la letra, descubrimos que no
estamos preparados para asumir que nuestros actos tengan una
eficiencia total; que en el fondo esperábamos que la vida jodiera un
poquito nuestros deseos, acostumbrados a lograr sólo un porcentaje
del éxito pretendido ante cada desafío. De todas formas al final,
de un modo u otro, sucede; la vida te pone la zancadilla pero no
donde tú pretendías: logras lo que querías, pero al lograrlo
aprendes que el éxito es otra cosa, que sigues siendo un fracasado,
que la vida, en definitiva, te la ha vuelto a jugar por sorpresa.
Llevaba tiempo
sintiéndose atrapado en una estabilidad insoportable; era como si el
tiempo, la magia de la inminencia y el poder evocador de las
expectativas se hubieran esfumado para él. Lo tenía todo:
estabilidad laboral, una pareja devota, una actividad creativa
satisfactoria, un hogar confortable y hasta un perro. Pero sobre
todo, lo que más pesaba, era esa atadura sentimental sin pasión
alguna que poco a poco sentía que se iba traduciendo en una falta de
motivación e inspiración en lo creativo. Y ello, tarde o temprano,
acabaría por desequilibrar todo lo demás, y estaba en camino. La
experiencia anterior, esa vida inestable y llena de altibajos, luces
y sombras, que ahora se le antojaba tan completa y estimulante, la
vida anterior a su pareja, no serviría siempre como fuente de
inspiración. El arte de la quietud doméstica no tiene nada que
decir sobre nada, excepto un ronquido o un suspiro de media tarde.
Echaba de menos la emoción de la carne nueva, los nuevos sabores,
timbres diferentes, otras formas de sentir, dar contenido al
transcurso del tiempo con un devenir constante de nuevas sensaciones.
Y en realidad, toda aquella historia siempre había estado
caracterizada por sus dudas y falta de convicción sobre ella; no
podía asegurar si la había amado en algún momento en todo el
sentido de la palabra amar.
Desde hacía un tiempo
soñaba en secreto con sus ausencias. Era como si estando solo
pudiera ser más él mismo. La compañía se hacía cada vez más
incómoda: el aburrimiento afloraba de una manera que no se podía
disimular; no entre dos personas que se conocían tan bien. Ella era
como un alma ausente. Apenas hablaba, sólo actuaba. Él la
observaba, a veces. Estaba sola, como un fantasma. Le preocupaban
asuntos decepcionantemente prosaicos. Otras veces, la mayoría,
compartía la habitación con ella sin estar realmente ahí: divagaba
entre miles de sueños y fantasías sobre cómo deberían ser las
cosas. Poco a poco no tuvo más remedio que admitir para sí mismo
que quería salir de ahí cuanto antes. Era un delfín varado en una
playa con el mar, tan cerca, a sus espaldas.
Las tentaciones se
multiplicaban. Cuando tienes pareja te diriges con una extraña
seguridad que inconscientemente aprecian los demás, y es una
seguridad que suele resultar atractiva, precisamente porque no buscas
nada, no estás de caza, sin que sea una pose más de cazador. Las
miradas de algunas chicas bonitas, el coqueteo en el trato con otras,
tan atractivas, todo le hacía imaginar un sinfín de ocasiones
perdidas donde revivir el fuego que en casa yacía apagado entre
cenizas heladas. ¿Por qué alargarlo más? ¿Por qué no dejarse
llevar y volverse a sentir vivo? Ansiaba la libertad perdida, frente
a la que se oponía un futuro lleno de convenciones: una pareja,
niños, hipotecar tu vida por un piso de mierda, pagar facturas,
quemarte, perder la inspiración, aspirar a electrodomésticos y a
ofertas de vacaciones donde soñar cómodamente con el suicidio entre
eructos de pescado y bazofias varias deconstruidas, o resignarte a
sustituir una vida plena por una aburrida espera a la muerte entre
amigos decadentes que te hacen sentir un viejo prematuro, a cambio
sólo de unas cuantas garantías otorgadas por una falsa y
fraudulenta seguridad.
Pero, ¿cómo podría
abandonarla a ella? ¿cómo hacerle algo así? El aventurero
frustrado, que carecía del valor para romper las cadenas, no se
cuestionó nunca si esa debilidad era más bien un indicio de un
error de apreciación en cuanto a su vocación real de pirata, en
lugar de un indicio de la vigencia de sus principios morales. Más
bien disfrazaba esa falta de valor bajo una hipócrita sensación de
piedad hacia su pareja que, además, lo llenaba de una embriagadora
sensación de condescendencia y le hacía sentirse todo un ser lleno
de virtudes al sacrificarse de esa manera, sólo por lealtad. ¡Qué
bueno era con ella! ¡Qué grande era el poder del amor!
Un fin de semana de
verano que tuvo la dicha de quedarse solo en casa estaba sacando al
perro de madrugada y se cruzó con Almudena, una vecina del barrio a
quien conocía de algunos círculos literarios de la ciudad a los que
a veces acudía para sentirse mejor persona entre tanto imbécil y
cretino. Almudena lo tentaba siempre: no sólo porque fuera
atractiva, sino porque las miradas y una cierta ternura al rozarlo
cuando se saludaban, esa calidez en la voz, todo sugería que la
aventura estaba ahí esperando. Estaba bastante achispado por las
cervezas que acababa de tomar con algunos amigos pero se contuvo: fue
un saludo más, como tantos otros, lleno de segundas intenciones sin
cumplirse, y siguió su paseo hasta regresar a casa. Pero tenía su
teléfono.
Sentado en el sofá,
muerto de calor, con el aire veraniego de la noche agitando las
cortinas, podía sentir cómo ella tampoco podía dormir, que estaba
cerca, pensando en lo mismo. Insomne, sobreexcitado, sin su pareja
cerca, se dejó llevar por la tentación y la llamó, pero ella se
excusó y no aceptó la invitación. Se quedó con el teléfono en la
mano, avergonzado de sí mismo, pensativo y resignado a la soledad.
Cinco minutos después, Almudena llamó a su puerta sin avisar. La
abrió: llevaba un vestido de verano de seda que dejaba entrever su
perfecta figura y tenía calor en los labios y en la mirada. La
imaginó acudiendo a toda prisa, recorriendo las pocas calles que los
separaban, el vestido ondulante, el viento. La llevó al sofá, le
levantó el vestido: tenía unas bragas preciosas. Empezó a comerse
su ombligo.
Sí. Se la folló.
(...)
Para evitar el peso de
su conciencia en futuras infidelidades, decidió aceptar ese contrato
que le ofrecían en Londres. Sabía que su pareja, en el fondo, no
podría soportar un año de separación. La consideraba de esas
chicas que necesitan un novio como se necesita un complemento para un
vestido. Si él no estaba para que ella luciera su éxito vital ante
sus amigas, su madre y su abuela, no tardaría en desengañarse y
dejarlo. Ese era su plan. Aunque ya no la amaba, ni estaba seguro de
haberla amado alguna vez, se tenía a sí mismo por una persona
considerada y creyó que de esa manera ella salvaría, al menos, su
dignidad y orgullo al abandonarlo ella misma, y no él. Serle infiel
sin verla horas después le resultaba más fácil, y aquel trabajo
era además importante en su curriculum, con lo que mataba dos
pájaros de un tiro. Y le daría un buen empujón a su inglés, ya de
por sí bastante fluido. Pasaron la última noche juntos con ella
abrazada a su espalda con fuerza y sin soltarlo ni un segundo. “Está
loca por mí”, se decía él, temiendo que tal vez su amor fuera
demasiado profundo e incondicional para sucumbir a lo largo de los
meses que se presentaban por delante. “Pobre chica”, se repetía.
“No debe saber nada de esto nunca, no lo podría superar”
barruntaba en silencio. Se sentía la mejor persona del mundo. Él
necesitaba más, necesitaba estar con alguien a quien quisiera de
verdad o, al menos, deseara ardientemente.
Nada más llegar a
Londres, libre, se sumergió en una vorágine de relaciones
ocasionales con todo tipo de chicas y taradas en general, pero por el
momento no le importaba; es más, no quería caer en otra relación
estando aún con ella. Se volvía a sentir vivo: el sexo caliente,
apasionado, que tanto había echado de menos, ahora lo tenía a su
disposición siempre que quería. La llamaba muy poco y le escribía
menos. Al cabo de tres meses sucedió: ella lo dejó en una larga
llamada de teléfono. Ella lloró. Ella le dijo cosas importantes.
“Nunca he querido a nadie como a ti”, “no hay ninguna otra
persona”, “no puedo seguir así”. Él estaba impaciente por
acabar la conversación y brindar con champán por su libertad
recobrada. A veces, en el pasado, había deseado que ella le fuera
infiel y que lo dejara por otro con tal de que lo dejara en paz. Le
resultaba gracioso que ella se preocupara ahora por sus hipotéticas
sospechas y celos inexistentes; más bien soñados. Le pareció,
además, una llamada larga y pesada, pero fue piadoso y fingió
interés. Al fin y al cabo él era una persona estupenda y tenía que
estar a la altura de sus virtudes.
Al cabo de unos meses
acabó el contrato y pudo regresar, lleno de vivencias, experiencias,
emociones y estímulos, a su ciudad, donde ella seguía viviendo,
ahora sola. Ya no necesitaba estar en Londres. La ciudad había
cumplido su cometido y era libre.
(...)
Se instaló en un nuevo piso y se
puso a recuperar, una por una, las oportunidades perdidas que antes
no había aprovechado. Una a una, resultaron decepcionantes: estaban
tan taradas o más que las inglesas. Y era extraño, de un modo u
otro se descubría a sí mismo intentando establecer una relación
más estable con cada una de ellas, relación que nunca lograba
fraguar. Tal vez se había dejado llevar por una predisposición
falsa al haber considerado a cualquiera de ellas mejor que su
expareja, pero siguió haciendo el recorrido por ser coherente
consigo mismo. Quería saber qué se siente al estar junto a alguien
que realmente te gusta, de manera estable. Era una frustración que
arrastraba desde que empezó con su ahora, por fin, expareja.
Quedaban regularmente
como amigos, aunque el procuraba evitarlo siempre, y era todo
condescendencia y delicadeza con ella, aunque a veces se sorprendía
despreciándola por lo que consideraba una falta de dignidad y
orgullo por su parte: esa adoración perruna y sin peros,
completamente fuera de lugar e inmotivada, le resultaba irritante a
ratos. Le llamaba. Le hacia regalos sorpresa. Se interesaba por su
vida y sus líos. Intentaba levantar celos en él al hablarle de sus
pretendientes. A veces alguna de sus relaciones le duraba algún
tiempo, y el interés de ella por conocerlas era aún más
intolerable. Se las presentaba a petición suya. Se preguntaba por
qué se sometía de esa manera a esas humillaciones. Luego tenía que
explicarles a sus rollos consecutivos que no la amaba ni la había
amado nunca. Se avergonzaba de ella. Pero a ella nunca le confesaba
estos sentimientos por no herirla. La mantenía en una burbuja de
mentiras por el puro y desinteresado cariño que le profería.
Sin darse cuenta,
empezó a estar cansado de tanto rollo esporádico y siguió
intentando establecer algún tipo de relación más estable, y ello
no hizo otra cosa más que proporcionarle nuevas decepciones. Él,
que era tan bueno y tan estupendo, resultó ser despreciado por tías
que consideraba que no estaban a su altura, y esa contradicción se
le hacía insoportable. No se daba cuenta de que había perdido la
seguridad que le daba antes su pesada, indigna e insoportable ex, y
que ahora sólo transmitía ansia, frustración y desesperación.
Al cabo de cuatro meses
de su regreso de Londres estaba anímica y sentimentalmente agotado.
No sentía nada: ni calor ni emoción por estímulo alguno, por mucho
que lo intentara una y otra vez. Se sentía como un autómata en todo
lo relacionado con el amor y el sexo. Todo era aburrido y monótono,
previsible, casi rutinario, con el añadido de ser además
completamente impersonal. Empezó a recordar su vida de antaño con
otros ánimos. Cuando le importaba a alguien. Cuando podía mirar a
los ojos a la persona a quien se follaba. Cuando podía desayunar en
compañía y reirse y estar contento. Cuando podía quedarse dormido
en el sofá durante horas con alguien de confianza, alguien donde era
bienvenido. Un sentimiento de pérdida se fue apoderando de él. No
fue consciente del valor del calor hasta que lo invadió el frío;
ese subtipo de calor que es tibio como un baño de espuma.
La comenzó a observar
más detenidamente: ella tenía una vida con significado ante la que
la suya no era más que fuego, drogas, alcohol y superficialidad.
Amigos que la querían, una vida sana, verdaderas inquietudes. Estaba
más guapa. Ella seguía riéndose, se la veía feliz. Se había
construido una vida más divertida, con más actividades, con más
movimiento y menos dolores de cabeza. Le entraron ganas de participar
más en ella, de recuperar ciertos lazos. Cada vez se sentía mejor
cuando se veían y llegado un momento, sólo cuando la veía se
sentía bien. Ella, que lo conocía profundamente, que lo quería, le
empezó a aportar un calor que antes no había apreciado por tenerlo
garantizado. Decidió ser bueno y regresar con ella. Darle la gran
noticia.
Ella le dijo que no. Él
rogó, lloró, insistió, se arrastró, descubriéndose ante ella y
ante sí mismo como un hombre arruinado y destrozado, para su propia
sorpresa. Ella se mantuvo firme. Ya estaba iniciando algo nuevo con
alguien, pero ella fue también condescendiente y no se lo contó. Le
explicó que había sido muy duro asimilar la ruptura, eso sí, pero
que ya lo había superado y no iba a desandar el camino recorrido con
tanto esfuerzo. Sin embargo, él siguió insistiendo: no era posible
que esto pasara, su amor era incondicional, ella estaba loca por él,
siempre había sido así. Y no fue así. La presionó tanto que ella
dejó de verle, de llamarle, de prestarle atención. Desapareció de
su vida. Ya no sentía nada por él. Estaba solo ante sus estúpidas
fantasías y sus desvaríos. Ahora ya no era la mojigata crédula que
lo perseguía; era una persona fuerte y firme, sorprendentemente
aguerrida, incluso arrogante; su mirada no era suplicante, sino que
transmitía desprecio y lástima. Ya no estaba entregada, sino que
era fría, distante, incluso cruel. Ya no era un sí permanente, sino
un no disfrazado entre excusas y mentiras piadosas que él adivinaba
perfectamente por haberlas utilizado también. Y él, por primera
vez, se sentía enamorado de ella, encendido, incandescente. Sin
poder verla. Sin poder hablarle.
En soledad, mientras se
recreaba en la inmensa dimensión de todo lo que había perdido, dejó
de sentirse un tío estupendo, alguien bueno, sino más bien una
enfermedad andante, alguien caustico cuya compañía era
desaconsejable; alguien que ejercía una influencia devastadora sobre
la gente; alguien a quien hasta las mejores personas acababan
repudiando. Alguien que repele lo bueno. Una basura sin interés
alguno para alguien cuerdo.
Y mientras miraba la
viga de madera del techo y fantaseaba con ahorcarse, con la
tranquilidad de quien sabe que nunca tendrá el valor de hacerlo por
ser un cobarde sin altura alguna, un egoísta completo, un ególatra
que mira a la gente por encima del hombro y les tiene lástima no
siendo más que una ruina caminante, a la vez se vanagloriaba por lo
bien que había hecho las cosas: había conquistado su libertad con
una eficacia tal, que ni siquiera renegando de ella e intentando
enmendar el error con todas sus fuerzas podía superar un plan tan
genialmente realizado. No había rectificación posible. Era libre
sin remedio, tal como había soñado, a merced de si mismo,
irreversiblemente. Había salido limpio donde otros estaban atados
con hipotecas, niños y concesiones al buen juicio. Tenía su ansiada
libertad, del todo, para él solo. Sólo para él. Solo.
Con un vacío interior
inconmensurable y un dolor que no había conocido nunca, se preguntó
por qué coño le tenían que salir las cosas tan cojonudamente bien,
por qué funcionaban sus planes con una eficacia tan exacta como un
reloj, por qué el destino le había obedecido tan al pie de la
letra, que ahora deseaba morirse tanto...
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