Tal vez sea por un exceso de
conciencia o de vivencias, el motivo no está claro, pero llega un
momento en la vida en que descubres que los malabarismos, los juegos
de faroles y engaños, los adornos que intentan ocultar la
inseguridad, todo ello pierde su fuerza simbólica hasta conducirte
al aburrimiento más abrumador. Porque el artificio depende de la
imaginación del sujeto, y el género humano no tiene tanta
creatividad como cree; al menos la inmensa mayoría de los
especimenes. La verdad ligada a la naturaleza es más sorprendente, y
resulta incomprensible la mayor parte de las veces, lo que, sin duda,
la constituye en un desafío inspirador y estimulante. No hay nada
como una verdad sincera, eso sí que emociona y despierta interés, y
sorprende tanto al que la descubre en sí mismo, como al que le es
presentada. Pero para vislumbrar una verdad hay que saber mirar,
escuchar, palpar, oler y, sobre todo, pensar y hablar. La mayoría de
las personas viven demasiado sumergidas en sus burbujas de realidad
virtual como para ser capaces de ello. Y es eso, ese hastío, ese
hartazgo de manipulaciones y trucos lo que en un momento de la vida
te impide jugar más. Jugar enseña a vivir mediante simulacros, y
llega un momento en que el lobezno quiere realidades de lobo.
En general, el ser humano del Siglo
XXI es un ser extremadamente matemático, prepotente, ambicioso y
vanidoso, pero paradójicamente es estúpido, ignorante, perezoso y
sin indicios de tener el menor buen gusto posible: este siglo es el
siglo de la insolencia y la osadía de los inmaduros. El siglo de la
ceguera elegida y del simulacro exigido. El siglo de los tarados.
Alexia era una chica preciosa, aunque
demasiado condescendiente con la estética porno que poco a poco, y
sin nombrarse a sí misma, iba alcanzando los camastros de todos los
individuos. Hubo conexión desde el principio, aunque la conversación
era bastante limitada: una vez se salía del flirteo sexual, el resto
de temas abundaban en pobreza y falta de profundidad. Aún así,
estaba dispuesto a intentarlo. Había buen fondo, aunque en blanco,
pero al fin y al cabo se trataba de un comienzo. Tal vez se pudiera
construir algo. Aún creo en la calidad de las almas.
Hay cosas que no se pueden evitar
ver: colgaba fotos provocadoras constantemente, se llevaba desengaños
sentimentales muy sufridos en espacios cortos de tiempo, le
preocupaban los animales y empleaba un vocabulario en general
grandilocuente, cursi o presuntuoso. Además, manejaba mal el arte de
la mentira porque resultaba tremendamente transparente. Y por encima
de todo, se podía leer entre líneas una constante súplica de amor
color de liguero rosa que se vendía a si misma como fuerza de
carácter y autosuficiencia y que en el fondo no era más que
ingenuidad, complejos de Electra mal digeridos y dependencia de la
aprobación de los hombres como reflejo de serios problemas afectivos
enquistados. La honestidad, el ser uno mismo, se tornaba en este
escenario en algo impropio, pero yo no estaba dispuesto a renunciar a
ello en absoluto y me dio igual. Enseguida sacó de la chistera más
trucos: aparecer inesperadamente en tus dominios para hacerse valer,
disfrazarse para hacerse valer, desaparecer del mapa sin dar
explicaciones para hacerse valer, no responder a las llamadas para
hacerse valer, declarar nuevos amores, reales o ficticios, para
hacerse valer. Todo menos mostrarse a sí misma, como si esa verdad
fuera la menos valiosa de todas. Y daba igual que le desmontaras la
ficción, que le dijeras “sé a qué juegas, y es esto, esto y
esto”; insistía, exigía que jugaras al escondite de las
vanidades. Con lo fácil que es ser uno mismo cuando se ha saltado
fuera del cerco, y lo irreversible que es, una vez fuera, perder el
interés ante tanto juego idiota para gafas de 3D. Varias veces
desistí de intentarlo, y otras tantas lo volví a intentar
advirtiéndole previamente que esos juegos sólo valen para quien no
es consciente de jugar; que para quien lo es, sólo desvelan una
realidad triste y vergonzosa y juegan en contra de sus propios
intereses como valor de bolsa. Daba igual, enseguida empezaba de
nuevo con su auto-publicidad mercantil de pacotilla y llegó un
momento en que tuve que resignarme a la verdad: era idiota. Le
interesaba y lo tuvo a huevo, pero antes tenía que realizarse por
completo como imbécil, para estar satisfecha consigo misma; y en
cierto modo lo logró. Con los gusanos como yo, eso no funciona. Hace
falta un impuso vital irracional demasiado estupidizante, que yo no
tengo, para coger carrerilla y chocarse de polla con tan pétrea
obstinación en tropezar y caer de boca.
Conocí a Daniela. Esta era distinta:
era inteligente, divertida, simpática, atractiva; sin embargo no
podía evitar ser un individuo de este siglo y enseguida empezó el
mismo show: mentiras para hacerse valer, desaparecer para hacerse
valer, no responder para hacerse valer, declarar nuevos amores,
reales o ficticios, para hacerse valer, esconderse para hacerse
valer. Pero sin mostrarse para hacerse valer de verdad. Todo se le
desmontaba cuando se emborrachaba y me llamaba de madrugada
balbuciendo cosas. Yo le decía que no había por qué complicarse
tanto, que no hacía falta, que la valoraba y la valoraría más si
se dejara de gilipolleces. Intuía que tras ese velo de despropósitos
había alguien que merecía la pena. Pero yo tenía que jugar para
que su vanidad se sintiera realizada: insistir para que se sintiera
valorada, hacer lo contrario de lo que me pedía para sentirse
valorada, sufrir para sentirse valorada, buscarla para sentirse
valorada. Pero tampoco lo hacía: es un coñazo jugar, es un coñazo
que todas te exijan entrar exactamente en los mismos juegos para
sentirse, paradójicamente, especiales, únicas y exclusivas. Y da
igual que se lo digas; es más, es peor.
Al final se buscó otro que sí
jugaba y solucionó su problema. El amor se está convirtiendo en una
plaza para oposiciones libres: los vacíos emotivos, las carencias
sentimentales y los traumas florecen como una plaza vacante para
candidatos al romance del toreo. Lo importante es cubrir la plaza lo
antes posible, y no al contrario (descubrir alguien especial y
sorprendente y entonces hacerle sitio en tu vida), y para acceder a
un mayor número de opositores (lo que aumenta las posibilidades de
encontrar un aspirante a funcionario de capote competente) hay que
vender y publicitar lo mejor posible la convocatoria. Sin embargo,
Daniela ignoraba que hacerte sentir como una chaqueta intercambiable,
en lugar de hacer que la valoraras como persona, te confirmaba la
certeza de que sólo te perdías, como mucho, un armario. Y cuando se
lo dije se cabreó. La mercadotecnia ha introducido la maraca como la
nueva neurona del ser humano moderno. Y algún cencerro. Poco más.
Sonia. Sonia quería un bandido. Dio
igual que le advirtiera que yo sólo era un pusilánime: quería que
le desobedeciera, que hiciera lo contrario de lo que decía siempre
y, cuando se desesperaba ante mi falta de cooperación, me dejaba de
llamar para hacerse valer, se acostaba con otros tíos para hacerse
valer, desaparecía del mapa para hacerse valer, me insultaba para
hacerse valer y me mandaba al carajo para hacerse valer. Y que ello
no despertara al Curro Jiménez que por cojones debía existir dentro
de mí, sino que siguiera con mi inercia indolente, la desesperaba aún
más. Y no se sentía valorada. Yo le decía “¿cómo te voy a
valorar si llevas haciendo tonterías desde que te conozco? ¿si aún
no sé quién ni cómo eres?”. Me apartó de su vida, claro. Cómo
pude ser tan cruel y despiadado como para querer conocerla de verdad
a ella, más allá de su físico espectacular, antes de decidir nada,
es algo que nunca me perdonaré. Ni ella.
Hay cosas que parecen elementales y
que, si se sometieran a una consulta estadística, resultarían más
misteriosas que la singularidad previa al Big Bang. Los valores se
han simplificado y, a la vez, se han convertido en enigmas gracias a
redefinirse sobre indisolubles paradojas. El culo, por ejemplo.
Supongo que esperan que el culo y las tetas despierten de por sí al
amor, la admiración, la entrega, lo elevado y lo etéreo. Tal vez
sea eso: les molesta que como mucho provoquen una erección sin
trascendencia. Al menos a estas tres, no saquemos conclusiones
categóricas injustas y sin fundamento. La majadería no tiene
límites de género, ni mucho menos. Mejor renunciar a entender en
general a ningún ser humano. Se pierde el tiempo.
En general, y lo digo desde la más
sincera honestidad, todo iría mejor si todo el mundo se dejara de
mascaradas que estropean y joden cosas que podrían ir muy bien si no
andáramos cegados por mitos y prefiguraciones creadas por abúlicos
pálidos que se matan a pajas. Yo en realidad soy mucho más simple:
me gusta comer cacahuetes en el cine, conducir en soledad con la
ventanilla abierta para que se cuele el aire del mar atardecido,
tocar canciones de los Velvet Underground con mi guitarra, compartir
silencios. También me gusta follar, pero cara a cara y no de mueca a
mueca. Ya hay que fingir demasiado en el resto de los aspectos de la
vida.
El amor se ha convertido en un
carnaval de caretas baratas, y creo que estoy cansado de tanta
chirigota. Tal vez sea eso.
Que le den por culo al amor, sus
tambores y sus desfiles de mierda.
Os podéis meter el confeti por el
culo, tarados.
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