Rita no llamaba la atención a la primera, y eso que era alta y de ojos grandes. Era una chica discreta que no explotaba al 100% sus encantos y que no se dejaba ver demasiado; sin embargo, era inevitable que al cabo de un rato fueras descubriéndola: a pesar de su melena roja larga y descuidada y de su total desdén por el maquillaje y los cosméticos, bajo su jersey de lana ancho de corte andrógino se adivinaban ciertas formas muy prometedoras; sus mallas ajustadas negras dejaban entrever, bajo ese aire desaliñado, desenfadado y nada pretencioso, una figura de esas que pocas veces se ven. Y me gustaban sus enormes botas de montaña. Y yo, que además siempre sentí cierta debilidad por el pelo rojo, pasé de no darme apenas cuenta de su presencia a no poder dejar de mirarla e imaginar todo tipo de fechorías. Por aquella época, una pelirroja o una chica con el clásico teñido color caoba, daba igual, podían hacer conmigo lo que quisieran; tenían que ser muy horribles o muy lerdas para no poder hacerlo. Y ese no era el caso de Rita. No sólo resultó ser simpática y encantadora; es que era un bombón con el envoltorio aún puesto: piernas largas, culo redondo y bien colocado, hombros anchos y redondos también, unas tetas en su medida justa, una espalda preciosa que asomaba tras el cuello ancho del jersey, unas buenas caderas rematadas por una cintura de esas que dejan la curva superior del trasero en una tensión arqueada que resulta de lo más femenino y excitante, una boca preciosa y unos enormes ojos verdes. Un horror, vamos.
Llevábamos gran parte de la noche en la discoteca universitaria por excelencia de Leipzig: el Moritz Bastei, un antiguo bunker reconvertido en un complejo de ocio que incluía cafetería-restaurante y varias salas de baile para diferentes estilos, desde el tecno más radical a la música más comercial, una sala de conciertos enorme y otra, más pequeña, con música algo más tranquila, en la que podías o bien bailar o, incluso, charlar. Todo interconectado por un bar central con largas barras donde se servía cerveza a mansalva. Nosotros estábamos en la sala tranquila: una de mis compis de piso, Sara, y el resto de su gran grupo de amigos, entre los que estaba Rita. Me pasé toda la noche pendiente de ella, no podía dejar de mirarla. Charlamos un poco, a ratos, pero me intimidaba bastante. En general, me dio la impresión de que no se había fijado demasiado en mí. Nos despedimos al final de la noche y cada cual se largó a su casa, yo charlando con Sara de estupideces para variar, y también para hacer el largo camino a nuestro piso algo más ameno. Ella se reía.
(...)
Había pasado una semana durante la cual, en una ocasión, llamé a Rita para quedar, pero no estaba en casa y ya no me lancé más. Al menos sabría que la había llamado, que por mi parte había interés, pero no tenía demasiadas esperanzas en aquella historia.
La Universidad de Leipzig tenía una especie de rascacielos, construido al estilo futurista soviético en tiempos de la República Democrática Alemana, donde albergaba todas sus oficinas. Era (y es) un edificio enorme y horrible que culminaba en una especie de tajo diagonal que lo hacía acabar en una punta situada en una de sus esquinas. Por ese aspecto extraño la gente había apodado al edificio como “la muela del juicio”. Aquel año la universidad había vendido el rascacielos a un banco, había redistribuido sus oficinas por distintos lugares de Leipzig y vaciado cada despacho del recién vendido monstruo. Ahora los estudiantes iban a hacer una fiesta de despedida aprovechando el edificio vacío: cada facultad tenía asignada una de las plantas donde organizarían su cotarro como consideraran conveniente. El resultado era más de una veintena de plantas ocupadas de arriba abajo, de manera que todo consistiera en subir en ascensor hasta el mirador de arriba y bajar de fiesta en fiesta por las escaleras, para evitar subir un solo escalón (estaba muy bien pensado); es decir, habría más de veinte fiestas distintas, para todos los gustos. Además, habría teatro, proyecciones, instalaciones, conciertos y sesiones de DJs. La juerga prometía ser de antología, y con esa predisposición me dirigí al centro en tranvía con mis dos compañeras de piso, Sara y Colette.
Tras la larga cola para entrar, llegamos al ascensor y nos dirigimos al punto más alto del rascacielos. Allí había un número de music-hall la mar de divertido, todo lleno de gente hasta la bola, un ambientazo. Estuvimos dos cervezas allí y empezamos a bajar: había de todo. Nos íbamos parando en cada planta y era como un zoológico humano. Para cuando llegamos a la más baja yo ya llevaba como diez pintas en el cuerpo. Las chicas decidieron irse a casa, para sorpresa mía.
- ¿Qué?- les dije sorprendido.
- Mañana tenemos que estudiar- me dijeron las dos.
- Pues yo me quedo- les dije. Era intolerable.
- Pues pásalo bien- me dijo Sara.
Me metí de nuevo en el ascensor y volví a la planta más alta. El show ya se había acabado y los artistas estaban celebrándolo a base de champán. Aún quedaba gente. Empecé a bajar de nuevo. La verdad es que estaba solo, pero me daba igual. Iba haciendo mis paradas de avituallamiento y punto. Estaba viendo a un grupo de blues tocar cuando un dedo me tocó la espalda. Me di la vuelta. Era Rita. Fue toda una sorpresa, era la mejor coincidencia posible para mi.
- ¿Cómo estás?- me dijo toda sonriente con una media sonrisa la mar de atractiva. Me encantaba el timbre de su voz.
- Pues ahora solo, he venido con Sara y Colette pero se han largado ya.
- Me dijeron que me llamaste.
- Sí, era por si te apetecía salir conmigo a dar una vuelta.
- Vaya- dijo toda risueña- me sentí súper especial, me dije “oh, me ha llamado este tío”...
Yo me quedé asombrado, a partes iguales por interesarle y por mi torpeza en entender a la gente. Lo que no comprendía era por qué no me había devuelto la llamada, pero ese tipo de desajustes aún sigo sin comprenderlos hoy, mucho menos interpretarlos.
- Voy a por una cerveza, ¿quieres una?
- Eso no hay ni que preguntarlo- le dije.
Me quedé esperándola y observándola: estaba preciosa mientras esperaba en la barra. Pude ver cómo un tipo se puso a darle la vara. Ella pidió, tomó las dos jarras y volvió hacia mí con el tío detrás. Tal vez fuera un amigo suyo. El nota se despistó un momento y ella se me acercó.
- Hazte pasar por mi novio, por favor, que este no me deja en paz.
Estábamos muy cerca el uno del otro debido a la gran cantidad de gente que allí había. La miré a los ojos intentando escudriñar de qué iba, y sonreí con malicia. La acerqué hacia mí por la cintura y me devolvió una sonrisa similar sin apartar la mirada, con picardía. Nos empezamos a besar. Ni nos dimos cuenta de cuándo se marchó el pesado.
Seguimos el resto de la fiesta juntos, de planta en planta, liándonos cada dos metros, cada vez más borrachos, y en la fiesta de Bellas Artes pillamos un sofá y nos quedamos allí dándonos la paliza durante horas. No podíamos parar. La fiesta acabó. Nos fuimos a la calle. Amanecía sobre un Leipzig frío y nevado.
- Vamos a mi casa- le dije al oído, con ella abrazada a mi cintura, mientras caían copos de nieve a nuestro alrededor.
- No- respondió entre beso y beso.
- ¿No lo estás deseando?
- No quiero que se entere nadie de esto.
- ¿Es por Sara y Colette?
- Sí; es que he roto hace poco con mi novio y me resulta violento que me vean tan pronto con otro tío.
- Pues vamos a la tuya- le dije. Ella resopló.
- Mi compañero de piso es amigo suyo- y me volvió a apretar fuerte contra ella y siguió besándome- déjame tiempo, mantengámoslo mientras en secreto...
Dejamos que acabara de amanecer y cada cual se fue a su casa. Llevaba su sabor impregnado en la boca. Fui todo el camino en el tranvía relamiéndome los labios...
(...)
Pasaron dos días y me pegué otra juerga gorda por el centro de Leipzig. Llegué a casa a las ocho de la mañana, ya de día, pasé por el repartidor como un fantasma y me dejé caer tal cual en la cama, como un saco de patatas. Al cabo de lo que se me antojó apenas un suspiro me despertó Sara. Estaba hecho un desastre. Miré el reloj. Las doce.
- Venga, ven a la cocina, ¡es mi cumpleaños y han venido todos!
Se me había olvidado. Me levanté como pude, llegué a la cocina en pijama con mi cara de dormido y, efectivamente, allí estaban todos, incluida Rita, quince personas en aquella habitación. Antes de poder asimilar nada, algo o alguien me puso en la mano una taza de café mientras otros me ofrecían pasteles, tarta, tostadas. Había fruta, fresas con nata, rulaban copas de champán. Casi a la fuerza me sentaron en un sofá pequeño. Había nevado pero en esa cocina había un ambiente cálido que se agradecía mucho, y lucía el sol. Rita me miraba desde su asiento con cierta complicidad. Me sonreía. Teníamos un secreto.
Yo empecé a sentir los viejos síntomas que tan bien conocía. Por lo general, las tías me atraían hasta que empezaba a atraerles yo a ellas más de la cuenta, o sea, para algo más que un polvo. Como un reflejo del mal concepto que tenía de mí mismo, el que yo les gustara las convertía en sospechosas; no podían guardar nada bueno si alguien como yo les hacía tener sentimientos elevados, más allá del deseo o el capricho. Ya era consciente de ese problema, pero de algún modo se me anticipaba y se dedicaba a distorsionar mi sentido de la percepción, la imagen que captaba de ellas. No importaba que supiera que el problema lo tenía yo conmigo mismo de una manera racional; es que empezaba a percibirlas como seres horribles y hasta el deseo corría el riesgo de desaparecer. Me había pasado en la mayoría de mis historias anteriores y lo sentía venir entonces; vamos, que con Rita me estaba pasando lo mismo. Además, me jodía tener que fingir y liarme con ella a hurtadillas, como si fuéramos adolescentes. Siempre encontraba la manera de cargarme el encanto de las cosas, o bien distorsionando la realidad, o bien desperdiciando oportunidades de diversión en nombre de un sentido de la dignidad que no casaba en alguien que, a la vez, no se sentía digno del amor de nadie.
Decidí luchar contra esa pulsión, no dejarme convencer. Cada vez que Rita pasaba a mi lado y me acariciaba furtivamente la mano, me sentía un poco fuera de lugar. Me buscaba con la mirada y yo procuraba corresponderle, pero era como si no fuera yo mismo. Pasaban las horas y las botellas de champán, y pronto las tostadas y los dulces dejaron paso a las salchichas, el bacon y la comida caliente. Después, todos decidieron ir a dar una vuelta por el centro dando un paseo. Durante el camino Rita, a veces, caminaba junto a mí, me empujaba con el cuerpo o se me pegaba como si fuera algo casual. Y yo con mi extraña paranoia de autonegación. A veces nos quedábamos algo rezagados, y me besaba la mejilla de manera fugaz, para que nadie lo viera. En una ocasión se me acercó al oído.
- Ahora cada vez que veo la “muela del juicio”, pienso en ti...
Me decía cosas preciosas que yo no podía disfrutar plenamente, aunque lo intentaba. Le apreté la mano como respuesta y ella me la soltó rápidamente, pues los otros nos miraban, esperándonos. Y eso, a la vez, me brindaba el argumento perfecto para condenarla, en vez de dejarme llevar por un juego tan divertido. Y la distorsión hacía su parte del trabajo: empezó a parecerme menos guapa que antes, su figura ya no era tan estupenda, le encontraba defectos por todas partes. Y su insistencia en mantenerme oculto se me empezó a antojar como un signo de puerilidad. Tenía un ralle en la cabeza que te cagas. Llegamos a una tienda turca y todos entraron menos nosotros dos. Aprovechó para darme un largo beso en la boca allí, en plena calle. Cuando se separó, descubrí que ahora tampoco me parecía tan dulce el sabor de sus labios. Estaba hecho un lío, conocía el motivo, intentaba superarlo y, sobre todo, que ella no se diera cuenta de que yo estaba como diez rebaños de cabras. No era normal. Todos los tíos estaban locos por ella; yo mismo lo había estado hasta que ella se interesó por mí.
Una vez llegamos al centro, miré al rascacielos, luego a Rita, y me guiñó un ojo, sonriente. Nos despedimos todos y cada uno se fue a su casa, yo a la mía con Sara y Colette.
- Estás muy callado- me dijo Sara por el camino.
- He dormido poco.
(...)
Había planeado una escapada a Berlín con Sara. Le había comentado que tenía muchas ganas de ir y ella inmediatamente contactó con un amigo español que allí vivía y que nos iba a dar cuartelillo. Se informó del precio de los billetes de tren: iríamos empalmando cercanías tras cercanías, así resultaría mucho más barato. Estaba todo planeado y organizado, y aquel viernes, víspera de nuestra marcha, quedamos todo el grupo en una disco de reagge para tomar algo. El lugar tenía un restaurante-cafetería en la primera planta y la pista de baile en el sótano. Estuvimos todos cenando y tomando cervezas antes de bajar, con Rita sentada frente a mí, cada vez más desinhibida, haciéndome cosas con los pies y metiéndose conmigo cada vez que podía. Yo seguía luchando contra mi paranoia y aquella noche parecía que lo tenía todo más controlado. Mis distorsiones perceptivas parecían haber remitido y la volvía a ver como al pivón que en realidad era.
Una vez abajo, mi manera patosa de bailar me convirtió en una especie de mascota para todo el grupo. Todas mis amigas querían bailar conmigo, y me pasé así toda la noche, de brazos de una a brazos de otra. Cuando al final me tocó con Rita, la cosa se fue poniendo cada vez más caliente. Ella se me acercaba cada vez más, no parecía importarle ya que sus amigos nos vieran. Yo me dejaba hacer, claro. Y al final, allí, delante de todos, empezó a enrollarse conmigo igual que el día del rascacielos. En un momento en que Rita fue al baño se me acercó Sara.
- Supongo que será mejor que llame a mi amigo y le avise de que no vamos, ¿no? creo que hoy no duermes en casa y que te va a resultar imposible madrugar mañana...
- No- le dije- claro que iremos, me comprometí y lo haré.
- De verdad, no importa...
- Después de organizarlo todo no me parece bien dejarte tirada.
En esto llegó Rita y me volvió a atrapar. Tras un rato, los demás se marcharon y nos quedamos allí ella y yo solos. Sara me soltó un “no creo que vuelvas a casa...” antes de irse. Estábamos Rita y yo solos en medio de la pista, ya vacía, sin bailar, liándonos y riéndonos.
- Vamos a mi casa- me dijo.
- Hoy no puedo, de verdad- le respondí- le prometí a Sara que nos íbamos a Berlín mañana temprano, ha hecho todas las gestiones, no la quiero dejar tirada...
- Vaya...- y me miró como se mira a un granuja completo y sin vergüenza alguna- Vamos a la calle, anda...- y me agarró del jersey, tirando de mí.
Al lado de la puerta de la disco se apoyó de espaldas a la pared. Estábamos ya los dos bastante borrachos. Yo me quité el palestino y se lo puse alrededor de la cabeza, con los dos extremos en mis manos, y la atraje hacia mí para besarla. Ella se agarraba a los bolsillos de mi chupa de cuero. La luz de la calle entraba a través de los tejidos rojos y blancos. Hacía bastante frío. Ella estaba callada.
- Cuando vuelva será mejor, ¿no crees?- le dije. La volví a atraer hacia mí. La volví a besar.
- No; si no es hoy, no lo será nunca- me dijo en un tono a medio camino entre la seriedad y la broma.
- Venga ya...- y la atraje de nuevo, riéndome, esta vez dándole otra vuelta al pañuelo a nuestro alrededor, para ver sólo su cara y nada más. Nos dimos un beso largo y cálido.
- Si no vienes hoy, no pasará nunca...
- ¿Y tu compi, ya no te importa que lo sepa?
- Creo que ha quedado claro que ya no me importa nada...- y me volvió a atraer tirando de mi chupa de cuero.
Y seguimos así, con nuestras cabezas envueltas en el pañuelo, durante un buen rato, entre besos, recriminaciones, risas y excusas.
Al final me fui a mi casa y me fui a Berlín con Sara.
(...)
A las dos semanas me la volví a encontrar por ahí. Esta vez estábamos de nuevo solos los dos. Ahora se mostraba un poco reacia a reliarse conmigo. Estábamos en los sillones de un bar hippie charlando y tomando birras. La intenté besar, pero me apartó la cara en plan teatral.
- ¿Tanto te molestó?- le dije- tenía un compromiso con Sara, tu amiga. Cumplo con mis compromisos siempre, soy así, ¿no es eso lo que os gusta a las chicas?
- ¿No se supone que eres español, o sea, un completo desastre? Así pareces alemán...
- Venga ya, ninguno de los dos somos niños, cada cosa tiene su momento oportuno, como hoy...- y me volví a acercar a su boca. Me la volvió a apartar.
- Te refieres a oportuno para ti, ¿verdad?
- Venga ya, ¡si nos caemos bien!- le dije dándole golpecitos con los dedos por la cintura.
Pasamos así un buen rato, soltándonos pildoritas y recriminándonos cosas. Al final nos volvimos a liar.
- Me gustó lo que hacías con el pañuelo- me susurró al oído.
Sin embargo, me costó convencerla para ir a su casa. Estaba bastante ofendida por el feo que le había hecho. Fuimos paseando y atravesamos un enorme y oscuro parque, usando la luz de su bicicleta para medio ver por dónde caminábamos. De noche, con la nieve alrededor, con Rita, se me hizo un paseo gélido, sí, pero a la vez precioso.
- Vamos a mi casa- me puntualizó poniéndome el dedo índice sobre los labios- pero sólo dormiremos.
- Vale- le dije- ya pensaré algo.
- No pienses nada, nada va a funcionar, prefieres irte a Berlín con Sara a acostarte conmigo. Vaya tío...
- Dicho así suena fatal... pero ya pensaré algo.
- Ah, el orgullo de Don Juan...
La abrazé por la espalda y le mordí no demasiado suavemente el cuello, apretándola hacia mí por la cintura.
- No lo vas a conseguir.
Le besé la mejilla fuerte.
- Te crees que sí, pero no lo vas a conseguir...
Era curioso; ese día me parecía tan atractiva como el primero. Parecía que había controlado mi síndrome de rechazo: estaba como siempre, arrebatadora. Llegamos a su casa ya de día. Fui al baño y al regresar me la encontré metida en la cama y tapada por el nórdico. Me quité la ropa y cuando aparté las sábanas para meterme con ella la vi, en bragas, con una camisetita de tirantes. Estaba aún mejor de lo que nadie hubiera podido imaginar. Caí sobre ella como un gato salvaje.
- No vamos a hacer nada- me decía mientras le devoraba el cuello.
- Claro que no- le respondía besándole la boca mientras intentaba quitarle las bragas; pero no me dejaba hacerlo. Yo me detenía y la miraba con una sonrisa pícara.
- ¿De verdad vas a ser tan cruel?
- Quiero dormir, como no me dejes dormir, te echo.
- No me lo creo- le dije mientras le levantaba la camiseta y le chupaba las tetas.
Diez minutos después estaba en la gélida calle intentado averiguar dónde había una parada de tranvía. Me había echado. Sí, había sido un error ir a Berlín. Caminaba también buscando un estanco donde comprar tabaco, pero era demasiado temprano y todo estaba aún cerrado. Hacía un frío de cojones y había descubierto algo: con una chica, lo único peor que puedes hacer que estar a la altura de sus ideas preconcebidas en cuanto a que todos los tíos somos unos salidos de mierda, es no estarlo. No te lo perdonarán jamás. Así es la vida.
Y me marché a casa recordándola, libre de distorsiones ya, sin ninguna duda sobre ella y con mucho que lamentar al respecto...
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