Llévate mi bendición y graba en tu memoria estos principios: no le prestes lengua al pensamiento, ni lo pongas por obra si es impropio. Sé sociable, pero no con todos. Al amigo que te pruebe su amistad sujétalo al alma con aros de acero, pero no embotes tu mano agasajando al primer conocido que te llegue. Guárdate de riñas, pero, si peleas, haz que tu adversario se guarde de ti. A todos presta oídos; tu voz, a pocos. Escucha el juicio de todos, y guárdate el tuyo. Viste cuan fino permita tu bolsa, mas no estrafalario; elegante, no chillón, pues el traje suele revelar al hombre, y los franceses de rango y calidad son de suma distinción a este respecto. Ni tomes ni des prestado, pues dando se suele perder préstamo y amigo, y tomando se vicia la buena economía. Y, sobre todo, sé fiel a ti mismo, pues de ello se sigue, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie. Adiós. Mi bendición madure esto en ti.
William Shakespeare (Hamlet)
Lena me había llamado de nuevo
aquella tarde. Me invitaba a otra sesión de música callejera. “Por
mí, bien” le dije. Como siempre, me parecía estupendo casi
cualquier plan que me propusieran. Me había gustado la primera
sesión en aquel paso subterráneo (o perejod, en ruso, donde “pered”
es la preposición “bajo”, que aquí hace las veces del prefijo
“sub”, y “jod” significa “paso”), bajo la Perspectiva
Lenin, kilométrica avenida moscovita, que era donde yo vivía. No
había estado mal: tocas, te echan pasta y luego te compras una
botella de vodka en un kiosco y te la bebes con tus compañeros.
Tenía sentido. Y era de las primeras veces que me ponía a tocar
para la gente de manera indiscriminada, una experiencia nueva. No
hubo pedradas, lo que para mí ya era bastante. Corría el año 1993,
tenía sólo 18 años y aporrear la guitarra en plan Ramones con mi
chupa de cuero bien puesta era mi mayor aspiración en la vida.
Llamé a Irina, más
que nada por la formalidad. Sabía que ella, como moscovita algo
pija, con su carrera de Derecho entre manos en nada menos que la
Universidad Central de Moscú, no se sentía del todo a gusto con mis
amigos músicos, que iban de bohemios y hippies anacrónicos; pero
tenía que llamarla para al menos contarle mis planes, invitarla y
que ella dijera que no. No era tan difícil, pero desde luego era una
burocracia por la que había que pasar sí o sí. A mí tampoco me
tenía por algo muy respetable: debido a mi aspecto, a mi
indumentaria y a mis pelos, me solía llamar “chuchila”, o
espantapájaros, en ruso, lo que acabó derivando en el diminutivo
“chucha”, que se convirtió en mi segundo nombre. El ruso es un
idioma que se presta mucho a hacer todo tipo de diminutivos, y los
rusos gustan mucho de expresar sus sentimientos hacia la gente
mediante su uso. Ella se llamaba Irina, pero también Ira, Irka o
Irishka (este último el más familiar y cariñoso, y el que yo
empleaba cuando me la quería llevar al huerto).
- Irishka- le dije
musicalmente tras colgar a Lena y llamarla a ella a su casa- me han
invitado Lena y su gente para irnos a tocar por ahí, ¿te apetece
venirte?
- No, Chucha- me
contestó con una mezcla de ironía, cariño y condescendencia-
estaré en casa, ven por aquí cuando acabes.
Ira vivía en la misma
planta del bloque que yo, la cuarta, en el hogar materno, junto a sus
dos hermanas pequeñas y a un vil chucho blanco de esos ratimorfos.
Le gustaba iniciar las violaciones a que me sometía delante de su
madre, y luego agarrarme del cuello de la camiseta y llevarme casi a
la fuerza a su cuarto para culminar, sobre todo cuando ya estaba
borracha, se le encendían las mejillas y se le ponían ojos de
felino hambriento. Yo me limitaba a seguir a rajatabla el dicho
“donde fueres, haz lo que vieres”, tras el pánico inicial. A
todo se acostumbra uno. Cuando me fui a Moscú, mi padre, ya en el
aeropuerto, me recitó de memoria los consejos que Shakespeare puso
en boca de Polonio al despedir a su hijo Laertes, en Hamlet. Y dio
igual que yo intentara escaparme a toda costa del tostón: me agarró
de los hombros y me obligó a escuchar todo el discurso, enunciado en
un cierto tono mezcla de teatral y sarcástico. Y, al final, siempre
fui fiel a este consejo en concreto: “a todos presta oídos; tu
voz, a pocos. Escucha el juicio de todos y guárdate el tuyo”. Sin
embargo, al consejo “viste cuan fino permita tu bolsa, mas no
estrafalario; elegante, no chillón, pues el traje suele revelar al
hombre” no le hice nunca el más mínimo caso.
Salimos a la calle y
decidimos irnos a un perejod más lejano que el de la primera vez,
uno que lindaba con los límites del Parque Gorky. Estábamos Lena,
Andrei (ambos vivían también en mi bloque, plantas vigésima y
octava, respectivamente), Pasha y Anya. Normalmente tocaban versiones
de grupos rusos como Kinó (legendario grupo pionero del pop ruso en
los ochenta, cuyo líder y cantante Víctor Tsoy había muerto
trágicamente en un accidente de moto y se había convertido en una
especie de Jim Morrison nacional- todas las niñas tenían su póster
en su cuarto, que lamían en la intimidad) o solistas como Mamonov
(con mi cachondeo sistemático por motivos obvios cada vez que lo
mencionaban, quien también había compuesto su blues con letra
cómica tal como aquí hicieran Pata Negra, motivo por el cual lo
despreciaba con una inquina personal y exclusiva). En general me
reventaban ambos porque todas las canciones estaban compuestas sobre
armonías menores, que se me han hecho siempre empalagosas e
hirientemente estomacales, ya desde edad tan temprana; de las letras,
además, pillaba bastante poco. Pero procuraba ser tolerante y me
adaptaba e intentaba seguirles en la medida en que podía.
Estábamos a gusto. La
gente pasaba, nos miraba, echaban billetes. El rublo estaba tan
devaluado que los kopecs, en fin... haría falta varios sacos de
ellos para una cerveza y sencillamente estaban fuera de circulación.
Todo eran billetes. Se iban amontonando en las fundas vacías de las
guitarras y nos íbamos calentando y nos lo pasábamos bien. A mis
colegas les gustaba llamar la atención con su indumentaria hippie y
les encantaba que los miraran. También escuchaban metal satánico en
sus casas y besaban sus reproducciones en miniatura de famosos iconos
ortodoxos con música de Mayhem de fondo, porque ser religioso allí,
con el imperio del materialismo histórico, era de outsider, y el
metal satánico, en tanto que fenómeno occidental, también. Yo
procuraba pasar de todo, no merecía la pena buscarle un sentido a
tanta contradicción de modas y aspiraciones que no eran más que una
pose, tan absurda como las de aquí, más que otra cosa.
Me había logrado
aprender una de las canciones de Mamonov cuando un tipo nos
interrumpió. Llevaba un perro pastor alemán cogido con una correa
muy corta y que no paraba de ladrarnos. Iba vestido con indumentaria
militar y llevaba el pelo muy corto, aunque no rapado del todo. Era
el típico corte castrense. Sin embargo, no era un tipo como los de
Fuerza Nueva o Bases Autónomas que por entonces circulaban en
España: este era lo que allí se conocía como un joven ejemplar del
partido comunista. Patriota, conservador, racista e intolerante. El
modelo soviético de ciudadano.
- ¡¡Hola!!- empezó
con una amabilidad sarcástica. Los demás guardaban silencio y pude
intuir por sus caras que la situación era peligrosa. Decidí callar
y observar, y pasar todo lo desapercibido que pudiera. Mi acento me
delataría como extranjero y ya había sido denunciado por una vecina
a la policía como sospechoso de espionaje. Con los patriotas era
mejor no dejarse ver demasiado. Además, el comisario político de mi
bloque tenía un largo expediente a mi nombre por embriaguez pública,
quejas por el volumen de mi tocadiscos pick-up o denuncias por tocar
demasiado alto la guitarra eléctrica; la vehemencia expresiva de
Irka en la cama también había quedado registrada en otra queja de
la misma vecina, una vieja estalinista hija de puta. Ser extranjero
te hacía sospechoso en el Moscú de 1993, aunque Yeltsin ya
estuviera en el poder. Había tensión, así que me limité a
observar. Ellos eran nativos. Conocían su país y su gente. Era
mejor dejarles hacer.
Se hizo un silencio de
varios segundos en el que el tipo nos miró uno a uno.
- ¿Vosotros
trabajáis?- inquirió.
- No, somos
estudiantes- dijo Pasha. Pasha era de esos tipos delicados, frágiles
y enclenques que pecan de ingenuidad. Los demás lo miraron
sorprendidos, como si hubiera cometido una estupidez supina al
responder y dar lugar así a un diálogo peligroso.
- Ahhh- dijo el tipo- y
si no tenéis dinero, ¿por qué no trabajáis en vez de estar por
aquí pidiendo? ¡A mí es que estos jovencitos guapos y saludables
me tocan muchísimo los cojones!
El perro seguía
ladrándonos como si le fuera la vida en ello. Daba la impresión de
que si el tío lo soltara nos destrozaría a todos.
- Pero nosotros lo
hacemos por placer- contestó de nuevo Pasha. La mirada asesina de
los demás fue ya patente hasta para el tipo.
- Ah, ¿sí?- nos dijo
acercándose a la funda que contenía el dinero recaudado- entonces-
se agachó y empezó a coger la pasta- no os importa que me lleve el
dinero, ¿verdad, jóvenes
guapos y saludables?- y siguió guardándoselo hasta que no quedó
nada- si sois tan buenos y tan desinteresados, ¿no os importa que me
lo lleve yo, que no soy un joven guapo y saludable, no os parece?
Todos callaron y nadie
hizo nada por impedírselo. Yo ya me imaginaba de qué iba esto. La
mafia cobraba su impuesto en todo tipo de actividad económica, desde
la más baja hasta la más alta.
- ¿Sabéis?- continuó-
tengo muy buenos amigos ahí arriba, no sé si entendéis de lo que
hablo.
Todos callados como
putas. Entonces me miró a los ojos.
- Y a ti, ¿se te ha
tragado la lengua el gato?
Momento peligroso, pero
supe reaccionar. Puse mi cara de cobarde acojonado sin palabras y
miré al suelo. Dejó de mirarme. Miré a Lena. Me lo dijo todo con
los ojos.
- ¡Qué encantadores!-
dijo el tío volviendo a los demás- es por culpa de gente como
vosotros que la patria, Rusia, la grande Rusia, sea hoy el hazmereír
del mundo, es por culpa de gente como vosotros- y en esto nos fue
señalando uno por uno con el dedo, yo incluido- que la Unión
Soviética, el país más grande y poderoso del mundo, haya
desaparecido. Malditos jóvenes guapos y saludables...
Y justo cuando parecía
que la cosa se iba a poner peor, cogió y siguió su camino
insultando a regañadientes mientras se alejaba dejándonos así:
acojonados, congelados, en silencio. Ninguno movió un dedo. Debía
tratarse de algo seriamente peligroso porque esta gente no eran de
los que se amedrentaban fácilmente. Cuando llegó al otro extremo
del perejod y él y su perro desaparecieron de nuestra vista,
volvimos a tocar.
Parecía que todo había
pasado, volvíamos a disfrutar de la música y de la gente, y tan
metidos estábamos en ello que no nos dimos cuenta hasta que estaba a
apenas cinco metros de nosotros: llegó andando muy rápido y
decidido, sin perro, con una pistola en la mano.
- Ahora mismo estáis
largándoos de aquí, basura- nos dijo.
Todos a una velocidad
vertiginosa cogimos las guitarras, las fundas y las mochilas y
salimos corriendo hacia el otro extremo de paso subterráneo, subimos
las escaleras y seguimos corriendo, y no paramos hasta llegar al piso
de Lena. Entonces caímos en que faltaba Pasha.
- Ya llegará- me dijo
Lena para tranquilizarme- mientras tanto, vamos a fumar anashá.
El anashá era un
derivado del cannabis que nunca he vuelto a ver en ningún sitio.
Tenía textura de musgo y estaba rico que te cagas. Todos nerviosos
aún, vaciamos un bielomorcanal (una marca de tabaco negro asqueroso
llamada “canal del mar blanco”, en cuya construcción en tiempos
de Stalin murieron miles de represaliados políticos) y lo rellenamos
de la rica sustancia. Ya estábamos fumando y partiéndonos de risa
por lo sucedido cuando llegó Pasha.
- Es que me fui por el
parque para cruzar un lago por si nos rastreaba con el perro- nos
explicó. Todos proferimos en una carcajada general e histérica. Las
ideas peregrinas de Pasha...
Al cabo de un rato se
hizo la noche y bajé a ver a Irina. Estaba algo pedo de champán. Su
madre había tenido visita y estaban privando en el salón. Ella
estaba tumbada en el sofá. Saludé primero a la madre y luego me presenté a su
invitada mientras Ira me llamaba incesantemente desde el otro lado de
la habitación. “¡Chucha, ven aquí!” gritaba con impaciencia “¡Chucha, ven aquí!”, sin dejarme ser educado con las señoras. Cuando acabé las formalidades, llegue hasta ella y me agaché para llegar a su cara.
- ¿A que no sabes lo
que nos ha pasado?- le dije.
- Seguramente os han
intentado matar- dijo riendo, y sin darme tiempo a responder me
agarró por la nuca y me dio un muerdo largo y caluroso, mientras oía
a las otras con su conversación como si nada, a mis
espaldas.- te estaba echando de menos- me dijo algo más bajito
después.
Se levantó, sonriente
y feliz, me cogió la mano y me llevó inmediatamente a su cuarto y
me puso a follar sin más dilación.
En realidad daba igual:
para bien o para mal estaba vivo, allí, sumido en el momento...
…
…
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