La mítica Sinfonía de la Verdad fue compuesta por Alexandrus Disculpánicus allá por el siglo XVII. Lo que en un principio parecía un mero divertimento para ser interpretado a dúo por triángulo y corno inglés, resultó en algo inesperado para el propio autor, sus coetáneos y todo ser que a la obra se acercara en lo sucesivo. No obstante, a lo largo del proceso creativo notó, como anotara luego en su diario, que sus notas ejercían una extraña influencia en su conducta y que, a pesar de estar en la más absoluta soledad (como exigía para trabajar) hablaba en voz alta sobre temas no siempre apropiados para la vida en una comunidad civilizada. A pesar de todo, no renunció a presentar la obra, una vez acabada, a toda su familia como era su costumbre, pues consideraba aquellos episodios como meros accidentes fácilmente reprimibles.
Así, durante la primera interpretación de la obra ya terminada, al piano, comentó a su mujer de pasada, mientras sus manos recorrían con gracilidad y seguridad las teclas (era un excelente pianista) que su reciente afición por el sexo anal se la había enseñado la cabra que les daba la leche; que no era casualidad que su madre fuera coceada por una mula (famosa en la comarca por su salvajismo) que no debía estar suelta por el camino de la iglesia a la hora en que ella habitualmente regresaba de misa; que su hermana esperaba ansiosamente, como todas las noches, realizarle una inspección urológica oral y que, al contrario de lo que siempre le decía, dos kilos de tetas no eran un monumento a la fertilidad, sino un arma peligrosa de la que sus suegros debieron haberle advertido antes de la boda, motivo por el que había considerado la idea de demandarles, idea que luego desechó para tomar más en serio reclamar una alternativa compensación “ganadera”.
Su esposa, lejos de oponerse a las nuevas y confesadas inclinaciones de su marido, lo encerró bajo llave en los restos de la torre del castillo familiar con la sola compañía de una cabra, del veterinario del pueblo y de un toro salvaje, para que pudiera dar rienda suelta a sus nuevos motivos de deleite.
La obra fue guardada celosamente y sólo en el siglo XX fue recuperada.
Así, durante la primera interpretación de la obra ya terminada, al piano, comentó a su mujer de pasada, mientras sus manos recorrían con gracilidad y seguridad las teclas (era un excelente pianista) que su reciente afición por el sexo anal se la había enseñado la cabra que les daba la leche; que no era casualidad que su madre fuera coceada por una mula (famosa en la comarca por su salvajismo) que no debía estar suelta por el camino de la iglesia a la hora en que ella habitualmente regresaba de misa; que su hermana esperaba ansiosamente, como todas las noches, realizarle una inspección urológica oral y que, al contrario de lo que siempre le decía, dos kilos de tetas no eran un monumento a la fertilidad, sino un arma peligrosa de la que sus suegros debieron haberle advertido antes de la boda, motivo por el que había considerado la idea de demandarles, idea que luego desechó para tomar más en serio reclamar una alternativa compensación “ganadera”.
Su esposa, lejos de oponerse a las nuevas y confesadas inclinaciones de su marido, lo encerró bajo llave en los restos de la torre del castillo familiar con la sola compañía de una cabra, del veterinario del pueblo y de un toro salvaje, para que pudiera dar rienda suelta a sus nuevos motivos de deleite.
La obra fue guardada celosamente y sólo en el siglo XX fue recuperada.
1 comentario:
Excelente parábola, que hubiera podido ser base para muchas elaboraciones sugerentes. Es una lástima que lo canalices todo hacía los secretos de familia - que dan lo que dan y no más-, pero quizás así se sabotea mejor cualquier mistificación del propio relato. Es una obra que se explica a sí misma, y se autodestruye, como una carta de películas de espías.
Buenas sensaciones eróticas, también, por supuesto. Estoy escuchando a María Callas en Tuirandot, y la verdad es que el erotismo no es sólo lo sublime, pero a veces es ahí donde mejor se aprecia.
Tú irás viendo.
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