Había un concierto en un antiguo monasterio junto al río. Íbamos toda la caterva de poetas-roedor jugando a dormir despiertos, creyéndonos purificados por un atípico bautismo de vino de cartón que nada tenía de purificante. Teníamos muy poco dinero. No teníamos la más mínima intención de pagar entrada, y sabíamos con seguridad que iba a ser requerida. Fernando restaba toda importancia a ese detalle.
No te preocupes, tío, no te preocupes, de verdad. ¡Saltaremos la tapia! ¡Escucharemos la música y bailaremos con las chicas! ¡Robaremos los vasos a la gente! ¡Va a ser fantástico, tío! ¡Mira la noche, es verano, no hace calor, tenemos porros, el río está precioso!
Caminábamos por las avenidas. Nos dirigíamos a una agradable zona peatonal situada a la rivera del río para seguir el camino a pie, un larguisimo y agotador paseo por las suelas de nuestros zapatos. Tampoco teníamos para el autobús.
Alex se había parado para rebuscar en un cubo de basura de una hamburguesería. Tiran las patatas que les sobran aquí, están en perfecto estado y las bolsas de basura están limpias, decía con los ojos desorbitados por la emoción; los comensales lo miraban estupefactos desde sus mesas exteriores, a apenas dos metros de él. ¡Fernando tiene razón!, continuaba sin levantar la vista, absorto en su búsqueda de tesoros, ¡Nos vamos a colar, Uli, nos vamos a colar! ¡No se hable más!
Cuando encontró las patatas, con su envoltorio, cerrado y todo, prosiguió el camino, disfrutando de todo lo bueno que esos sucedáneos de tubérculo pueden ofrecer. Alex tiene la habilidad de extraer hasta la última gota de oro a los más mínimos e insignificantes placeres de la vida diaria. ¡Ajá, no están nada mal, las patatas, no están nada mal!, decía mientras comía con apetito voraz.
Esperanza, la por entonces amante de Fernando, lo miraba con una mezcla de ternura, inocencia y desaprobación. Todos caminábamos junto al río, decididos a lograr la hazaña. Era emocionante. Nos sentíamos miembros de unos inusuales cuerpos especiales de operaciones, dispuestos a tomar por asalto el monasterio, defendido por los temibles guardias a quienes íbamos a burlar. Fernando caminaba por delante. Se sentía el comandante de la expedición. Botella en mano, cantaba canciones de los Beatles para sí mismo. Y lo hacía sinceramente así: Fernando nunca necesita tener público. En esta ocasión parecía considerar su voz como un don exquisito para cuyo deleite sólo él era digno, aunque en la práctica se lo regalara a cualquiera. Cantaba y serpenteaba. Rogelio y Pájaro saltaban y se perseguían, y a veces tiraban botellas al agua. Esperanza caminaba siempre perdida en alguna divagación, con delicadeza. Era toda ella delicada. Su existencia era tan suave que parecía romperse con nuestros gritos. Quizás por ello fuera tan difícil que nos enseñara sus poemas: temía que los rompiéramos.
Fernando sería nuestro comandante de destrucción en este caso, supongo...
También venía con nosotros Blanca, una bala perdida de alguna fiesta rave que a veces se juntaba con nosotros, aunque solía desaparecer al poco tiempo. Me pidió que la cogiera de la mano para guiarla al caminar con los ojos cerrados. Me pareció buena idea y, sin decirle nada, caminé yo también como un sonámbulo, y pasamos así la mayor parte del camino. Sienta como si la brisa te meciera, te hiciera volar como un trozo de papel, y los pies caminaran sobre un suelo ondulante. Se puede viajar sin necesidad de aditivos, a veces. Rogelio se pasó algunos porros que se iba liando paulatinamente. Se puede viajar sin necesidad de aditivos, pero si te pagan el viaje...
La luna llena lucía en el cielo como una bola de billar incandescente que imitaba a una enorme estrella polar, la que marcaba nuestro rumbo inconstante y nos hacía dar vueltas sobre el mismo sitio.
Pronto tuvimos a la vista el monasterio y tuvimos que organizarnos, trazar planes, observar la entrada, sopesar inconvenientes. Subimos del río a la avenida y vimos la puerta principal. Había dos guardias de seguridad, pero a través de la verja se distinguían algunos más dando vueltas al fondo. El monasterio estaba rodeado por un muro, tras el que había una amplia zona ajardinada en cuyo centro estaba la iglesia y el edificio, con su patio principal, objetivo principal nuestro. Estábamos en una amplia acera frente a ellos, al otro lado de la calle. No circulaba apenas gente, aunque se podía sentir el bullicio de dentro. Nos miraban. Se decían cosas. Nos mirábamos mutuamente, nos examinábamos, nos analizábamos.
¡Bueno, vamos allá! dijo Fernando para romper la situación congelada, lo mejor es que empecemos a dar vueltas por los alrededores del monasterio. Mientras tanto cruzábamos la avenida y parecía que nos dirigíamos directamente a la entrada, como si fuéramos a acceder al interior como personas normales. Yo me asomaré por alguno de los muros y encontraremos la entrada gratuita. Pásame un trago de ese vino, Rogelio. Oh... vaya, no queda...
En este punto arrojó la botella, que había sostenido boca abajo intentando extraer de ella hasta la última e inexistente gota, y estalló contra el suelo en miles de pequeños trozos de cristal. Los guardias, que habían oído toda la disertación, nos comenzaron a mirar con cierto aire alarmado.
Al acabar de cruzar, justo cuando se pusieron alertas, pues estaban seguros de que nos dirigíamos a ellos, giramos en sus narices hacia la izquierda, y Fernando les saludó con la mano, hecho todo una sonrisa. ¡Hola!. Rogelio los saludó con una mueca bilabial, Pájaro pareció no haberse enterado de nada y nos seguía por inercia, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, la mente en otra parte, pensando en la rutinaria vida de las cucarachas. Alex iba con su guitarra, cantando y haciendo eses a causa de la masiva ingestión de vino. Tampoco pareció percatarse de sus miradas inquisitivas, ni siquiera de su presencia.
Esperanza les saludó encantadora y tímidamente. Blanca y yo cerrábamos el desfile de neuróticos, cogidos de la mano, caminando con los ojos cerrados, a un paso de tropezar, a un paso de estrellarnos contra las farolas o las paredes, con una ligera risa estúpida y cogórcica.
Nos vieron dirigirnos hacia un lugar donde no había nada. No había bares, ni tiendas, ni edificios: nada. Nuestro estratega fue curiosamente ingenioso a la hora de ocultar nuestras intenciones a los guardias. Nos metimos por los solares que rodeaban al monasterio para investigar. Allí la oscuridad era casi plena. Teníamos que caminar entre matorrales. Alex guardó su guitarra en la funda y se la colgó a la espalda, listo para la acción, y yo me solté de Blanca y mantuve los ojos bien abiertos.
¡Bien! dijo Fernando, mirad, mirad. Ahí, en la esquina, hay un agujero en el muro donde podemos apoyar el pie, pero cuando nos acerquemos tenemos que evitar hacer ruido a toda costa. Todos asentimos. Ya estábamos caminando medio agachados, Fernando al frente. Los hierbajos sobresalían por encima de nuestras cabezas. Incluso parecíamos simular portar un arma, a juzgar por la postura de nuestros brazos. Todos muy en nuestro papel. Todos muy bien vestidos.
De pronto se armó un estruendo de ramas y hojas que nos alarmó a todos. A Alex se le había enganchado la funda que llevaba a sus espaldas, por la zona del mástil de la guitarra que sobresalía tras su cabeza como una peineta-tubo-de-PVC, en las ramas de un arbolito. Perdonad, susurró.
Seguimos avanzando sigilosamente hacia el muro. Fernando estaba totalmente concentrado. Se paraba, levantaba la cabeza para otear con sus dos ojos abiertos como platos, ajeno por completo al mundo real. Luego reanudaba la marcha. Alcanzamos, al fin, el punto señalado y nos reunimos en corro, rodilla al suelo, al pie del muro.
Bien, voy a hacer una cosa. Yo subiré por el muro y miraré desde arriba, a ver si está despejado, dijo Fernando, que debió haber oído esa expresión en alguna película en blanco y negro. Lástima que no quede vino... añadió con cierta visible tristeza. Cuando notó que yo lo estaba observando, pudo por un momento verse a sí mismo desde fuera, toda aquella situación, me miró a los ojos y empezó a reírse entrecortadamente. Hubo una pequeña crisis nerviosa en la expedición cuando todos nos tuvimos que poner en cuclillas y luchar con todas nuestras fuerzas, lágrimas en los ojos, por no estallar. Cuando logré recuperarme, Fernando ya había saltado.
Todos nos miramos indecisos y decidí que yo sería el siguiente. Dado que Fernando, desde dentro, no parecía habernos advertido sobre nada, yo salté directamente sin pararme a mirar. Caí al otro lado junto a él, en pie, apoyado en la pared. ¡Hola!, me dijo, pero sonaba a “buenos días”. Miré al frente y teníamos a cinco guardias de seguridad observándonos. Ajá, dije. Ajá.
Nos acompañaron amablemente a la puerta, donde nos esperaban los demás que, alertados por Rogelio, que se había asomado después de mí, nos recibían como a prisioneros de guerra devueltos por el enemigo. Éramos héroes absortos. Nos sentíamos muy bien. En la puerta, al lado de los guardias, Fernán dijo totalmente animado, totalmente excitado ¡Vamos a intentarlo por otro sitio! ¡No está todo perdido!
Los guardias empezaban a estar cabreados, pero eso carecía de importancia para nosotros. Formaba parte del pulso. Nos dirigimos al mismo solar, pero con la intención de avanzar más, de buscar otra posible entrada, algún cabo suelto de la organización del recinto. Mientras caminábamos junto al muro podíamos escuchar cómo daban instrucciones a los guardias para interceptarnos. ¡Perfecto, perfecto!, decía animado Fernando. ¡Es genial tener enemigos! ¡Es mucho mejor que la indiferencia! ¡Los grandes tuvieron maravillosos enemigos! ¡Pensad en el Siglo de Oro! ¡Yo necesito enemigos que me critiquen! ¡Los vapulearé en las tertulias literarias de la tele!
Finalmente, Fernando gritó a los guardias que seguían nuestros pasos tras el muro, lo que no era muy difícil, ¡Os necesito, malditos, os necesito! Yo caminaba en silencio. Mientras escuchaba los resoplidos de Rogelio, empecé a pensar en las enemistades a que se refería Fernando. Recordé entonces las miradas de desprecio, las guerras personales, los ataques injustificados, el daño gratuito producto de un resentimiento de origen incierto. Pensé en aquellos que se sienten enemigos nuestros. Yo no soy enemigo de nadie, me hacen enemigo, y eso me deja absorto.
De modo que volvimos, de nuevo agazapados entre la hierba, a buscar una entrada más efectiva. Pasamos de largo el lugar del primer intento, pero seguíamos sintiendo las pisadas de nuestros interceptores al otro lado del muro. Íbamos en fila india, en silencio, serios por la gravedad del asunto. Pasado un tiempo, cuando quedaron lejos las luces de la avenida y tan sólo nos iluminaba el resplandor de la luna, percibimos que ya no nos seguían. Parecía ser el momento. Podíamos oír la música, podíamos intuir la fiesta. Podíamos oler el vino y embriagarnos con su proximidad. ¡Bien!, dijo Fernando, Ahora, en vez de saltar directamente, miraré primero para que estemos seguros. El muro estaba en muy mal estado, de modo que no resultaba muy difícil trepar por sus agujeros y desconchones. Fernán subió hasta arriba, oteó en silencio, y volvió a bajar sin decir nada.
Bueno, susurró, una vez abajo, esta es la situación: este muro da a una zona del monasterio que está totalmente descuidada, así que tendremos que tener cuidado con las ratas. Todos estábamos de nuevo alrededor suyo, rodilla en el suelo, incluso Esperanza, que lucía un bonito vestidito de verano. Blanca se limitaba a murmurar cosas ininteligibles, con una sonrisa risueña en la cara. Alex me miraba con expresión plácida. Rogelio y Pájaro estaban en silencio disfrutando de sus miradas de medusa. Aquello era un jolgorio de diálogos de ojos, una fiesta de destellos de pupilas.
He visto, continuó Fernando, que hay una verja que cierra la zona de entrada al concierto: como ya ha quedado atrás no nos han podido seguir hasta aquí. Lo que podemos hacer es, después de saltar, acercarnos hasta esa verja sin hacer ruido, y encontrar una manera de pasar. Detrás hay camiones aparcados, así que podemos parapetarnos entre ellos para avanzar una vez hayamos superado la valla. La idea era tan loca e irrealizable que resultaba irresistible.
Empezamos a saltar el muro uno por uno, una por otra, todos por todos, hasta que quedamos agachados al otro lado, juntos, protegidos por la vegetación. Era una zona arruinada del monasterio. A nuestra derecha, es decir, hacia el norte, a unos cincuenta metros, se levantaba la valla metálica tras la que brillaban las luces que iluminaban lo que parecía ser la entrada de descarga. Al frente se extendía el solar, lleno de matorrales, con el muro de la otra cara del monasterio, el que daba al oeste, al fondo. A la izquierda se distinguían, iluminados por la luna, unos extraños agujeros, enormes, y se levantaba tras ellos un muro, el muro sur del monasterio, que hacía esquina con el que acabábamos de saltar.
Fernando se puso al frente y decidimos avanzar hacia el otro lado de la extraña y derruida explanada. La idea era atacar la valla no perpendicularmente, sino en paralelo, pues la verja sólo tapaba un pequeño segmento que era más fácil de alcanzar desde el lado oeste, sin ser detectada nuestra presencia. Fernán hizo un gesto con el dedo para que calláramos, y entonces avanzamos. Todos en silencio. Muy serios. Cuando llegamos al otro lado nos pusimos a cubierto bajo el resto de un tímpano de lo que parecía haber sido una iglesia. Fernando me llamó con mucha gravedad. Quería decirme algo. Algo importante. Me susurró al oído.
- Parece gótico, ¿no Uli?
En aquel sitio no estábamos a la vista de nadie, pero nos encontrábamos a diez metros del comienzo de la verja, de modo que debíamos mantenernos en silencio. Esperanza se puso a mirar aquel antiguo tímpano, Alex la acompañaba de cerca. Rogelio estiraba los brazos en cruz y miraba al cielo. Blanca permanecía de pie sin diferenciarse mucho de un árbol al que le han talado la copa. Pájaro fumaba sentado sobre una piedra.
- Sí, claro, es gótico- se contestó a sí mismo Fernán, sin dar tiempo para que le respondiera.
Después de descansar, nos acercamos, en fila india, sigilosamente, pegados a la pared, al comienzo de la verja. Llegamos por fin hasta ella. Entonces la examinamos. Era como esas vallas provisionales que se colocan para las obras públicas, cuyas piezas se unen y sustentan por y sobre unos bloques pequeños de hormigón con dos agujeros. Resultaba tremendamente fácil sacar el extremo de la verja del primer agujero del primer monolito de hormigón, y abrirla así como si fuera una puerta. Como fue idea mía, alcancé la posición adelantada de Fernando y procedí, lo menos ruidosamente que pude, a realizar la operación.
Estaba totalmente absorto en ella cuando vi unos zapatos al otro lado.
- ¿Quiénes sois vosotros?- preguntó el de seguridad.
- ¡Somos poetas!- se anticipó Fernando.
Interceptados de nuevo, esta vez desfilamos todos juntos paradójicamente triunfantes, a lo largo de todo el jardín hasta la puerta. Era un magnífico y precioso monasterio y nos deleitábamos con sus detalles. Eso irritaba a los guardias y no lo hacíamos por casualidad. Todo el camino nos reíamos juntos a honestas carcajadas.
Una vez en la puerta, la noche nos saludaba con una elegancia y solidaridad inusitadas, y el aire cálido del verano era como una bebida energética reconstituyente. Nada es tan honroso y digno como la derrota, nada tan glorioso como el fracaso.
- ¡Tíos, vamos a comprarnos unas botellas de vino y disfrutar de la noche!- dijo Fernando. Yo dije ajá.
Y caminamos junto al río por donde habíamos venido. Estar dentro no habría sido mejor que eso.
No te preocupes, tío, no te preocupes, de verdad. ¡Saltaremos la tapia! ¡Escucharemos la música y bailaremos con las chicas! ¡Robaremos los vasos a la gente! ¡Va a ser fantástico, tío! ¡Mira la noche, es verano, no hace calor, tenemos porros, el río está precioso!
Caminábamos por las avenidas. Nos dirigíamos a una agradable zona peatonal situada a la rivera del río para seguir el camino a pie, un larguisimo y agotador paseo por las suelas de nuestros zapatos. Tampoco teníamos para el autobús.
Alex se había parado para rebuscar en un cubo de basura de una hamburguesería. Tiran las patatas que les sobran aquí, están en perfecto estado y las bolsas de basura están limpias, decía con los ojos desorbitados por la emoción; los comensales lo miraban estupefactos desde sus mesas exteriores, a apenas dos metros de él. ¡Fernando tiene razón!, continuaba sin levantar la vista, absorto en su búsqueda de tesoros, ¡Nos vamos a colar, Uli, nos vamos a colar! ¡No se hable más!
Cuando encontró las patatas, con su envoltorio, cerrado y todo, prosiguió el camino, disfrutando de todo lo bueno que esos sucedáneos de tubérculo pueden ofrecer. Alex tiene la habilidad de extraer hasta la última gota de oro a los más mínimos e insignificantes placeres de la vida diaria. ¡Ajá, no están nada mal, las patatas, no están nada mal!, decía mientras comía con apetito voraz.
Esperanza, la por entonces amante de Fernando, lo miraba con una mezcla de ternura, inocencia y desaprobación. Todos caminábamos junto al río, decididos a lograr la hazaña. Era emocionante. Nos sentíamos miembros de unos inusuales cuerpos especiales de operaciones, dispuestos a tomar por asalto el monasterio, defendido por los temibles guardias a quienes íbamos a burlar. Fernando caminaba por delante. Se sentía el comandante de la expedición. Botella en mano, cantaba canciones de los Beatles para sí mismo. Y lo hacía sinceramente así: Fernando nunca necesita tener público. En esta ocasión parecía considerar su voz como un don exquisito para cuyo deleite sólo él era digno, aunque en la práctica se lo regalara a cualquiera. Cantaba y serpenteaba. Rogelio y Pájaro saltaban y se perseguían, y a veces tiraban botellas al agua. Esperanza caminaba siempre perdida en alguna divagación, con delicadeza. Era toda ella delicada. Su existencia era tan suave que parecía romperse con nuestros gritos. Quizás por ello fuera tan difícil que nos enseñara sus poemas: temía que los rompiéramos.
Fernando sería nuestro comandante de destrucción en este caso, supongo...
También venía con nosotros Blanca, una bala perdida de alguna fiesta rave que a veces se juntaba con nosotros, aunque solía desaparecer al poco tiempo. Me pidió que la cogiera de la mano para guiarla al caminar con los ojos cerrados. Me pareció buena idea y, sin decirle nada, caminé yo también como un sonámbulo, y pasamos así la mayor parte del camino. Sienta como si la brisa te meciera, te hiciera volar como un trozo de papel, y los pies caminaran sobre un suelo ondulante. Se puede viajar sin necesidad de aditivos, a veces. Rogelio se pasó algunos porros que se iba liando paulatinamente. Se puede viajar sin necesidad de aditivos, pero si te pagan el viaje...
La luna llena lucía en el cielo como una bola de billar incandescente que imitaba a una enorme estrella polar, la que marcaba nuestro rumbo inconstante y nos hacía dar vueltas sobre el mismo sitio.
Pronto tuvimos a la vista el monasterio y tuvimos que organizarnos, trazar planes, observar la entrada, sopesar inconvenientes. Subimos del río a la avenida y vimos la puerta principal. Había dos guardias de seguridad, pero a través de la verja se distinguían algunos más dando vueltas al fondo. El monasterio estaba rodeado por un muro, tras el que había una amplia zona ajardinada en cuyo centro estaba la iglesia y el edificio, con su patio principal, objetivo principal nuestro. Estábamos en una amplia acera frente a ellos, al otro lado de la calle. No circulaba apenas gente, aunque se podía sentir el bullicio de dentro. Nos miraban. Se decían cosas. Nos mirábamos mutuamente, nos examinábamos, nos analizábamos.
¡Bueno, vamos allá! dijo Fernando para romper la situación congelada, lo mejor es que empecemos a dar vueltas por los alrededores del monasterio. Mientras tanto cruzábamos la avenida y parecía que nos dirigíamos directamente a la entrada, como si fuéramos a acceder al interior como personas normales. Yo me asomaré por alguno de los muros y encontraremos la entrada gratuita. Pásame un trago de ese vino, Rogelio. Oh... vaya, no queda...
En este punto arrojó la botella, que había sostenido boca abajo intentando extraer de ella hasta la última e inexistente gota, y estalló contra el suelo en miles de pequeños trozos de cristal. Los guardias, que habían oído toda la disertación, nos comenzaron a mirar con cierto aire alarmado.
Al acabar de cruzar, justo cuando se pusieron alertas, pues estaban seguros de que nos dirigíamos a ellos, giramos en sus narices hacia la izquierda, y Fernando les saludó con la mano, hecho todo una sonrisa. ¡Hola!. Rogelio los saludó con una mueca bilabial, Pájaro pareció no haberse enterado de nada y nos seguía por inercia, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, la mente en otra parte, pensando en la rutinaria vida de las cucarachas. Alex iba con su guitarra, cantando y haciendo eses a causa de la masiva ingestión de vino. Tampoco pareció percatarse de sus miradas inquisitivas, ni siquiera de su presencia.
Esperanza les saludó encantadora y tímidamente. Blanca y yo cerrábamos el desfile de neuróticos, cogidos de la mano, caminando con los ojos cerrados, a un paso de tropezar, a un paso de estrellarnos contra las farolas o las paredes, con una ligera risa estúpida y cogórcica.
Nos vieron dirigirnos hacia un lugar donde no había nada. No había bares, ni tiendas, ni edificios: nada. Nuestro estratega fue curiosamente ingenioso a la hora de ocultar nuestras intenciones a los guardias. Nos metimos por los solares que rodeaban al monasterio para investigar. Allí la oscuridad era casi plena. Teníamos que caminar entre matorrales. Alex guardó su guitarra en la funda y se la colgó a la espalda, listo para la acción, y yo me solté de Blanca y mantuve los ojos bien abiertos.
¡Bien! dijo Fernando, mirad, mirad. Ahí, en la esquina, hay un agujero en el muro donde podemos apoyar el pie, pero cuando nos acerquemos tenemos que evitar hacer ruido a toda costa. Todos asentimos. Ya estábamos caminando medio agachados, Fernando al frente. Los hierbajos sobresalían por encima de nuestras cabezas. Incluso parecíamos simular portar un arma, a juzgar por la postura de nuestros brazos. Todos muy en nuestro papel. Todos muy bien vestidos.
De pronto se armó un estruendo de ramas y hojas que nos alarmó a todos. A Alex se le había enganchado la funda que llevaba a sus espaldas, por la zona del mástil de la guitarra que sobresalía tras su cabeza como una peineta-tubo-de-PVC, en las ramas de un arbolito. Perdonad, susurró.
Seguimos avanzando sigilosamente hacia el muro. Fernando estaba totalmente concentrado. Se paraba, levantaba la cabeza para otear con sus dos ojos abiertos como platos, ajeno por completo al mundo real. Luego reanudaba la marcha. Alcanzamos, al fin, el punto señalado y nos reunimos en corro, rodilla al suelo, al pie del muro.
Bien, voy a hacer una cosa. Yo subiré por el muro y miraré desde arriba, a ver si está despejado, dijo Fernando, que debió haber oído esa expresión en alguna película en blanco y negro. Lástima que no quede vino... añadió con cierta visible tristeza. Cuando notó que yo lo estaba observando, pudo por un momento verse a sí mismo desde fuera, toda aquella situación, me miró a los ojos y empezó a reírse entrecortadamente. Hubo una pequeña crisis nerviosa en la expedición cuando todos nos tuvimos que poner en cuclillas y luchar con todas nuestras fuerzas, lágrimas en los ojos, por no estallar. Cuando logré recuperarme, Fernando ya había saltado.
Todos nos miramos indecisos y decidí que yo sería el siguiente. Dado que Fernando, desde dentro, no parecía habernos advertido sobre nada, yo salté directamente sin pararme a mirar. Caí al otro lado junto a él, en pie, apoyado en la pared. ¡Hola!, me dijo, pero sonaba a “buenos días”. Miré al frente y teníamos a cinco guardias de seguridad observándonos. Ajá, dije. Ajá.
Nos acompañaron amablemente a la puerta, donde nos esperaban los demás que, alertados por Rogelio, que se había asomado después de mí, nos recibían como a prisioneros de guerra devueltos por el enemigo. Éramos héroes absortos. Nos sentíamos muy bien. En la puerta, al lado de los guardias, Fernán dijo totalmente animado, totalmente excitado ¡Vamos a intentarlo por otro sitio! ¡No está todo perdido!
Los guardias empezaban a estar cabreados, pero eso carecía de importancia para nosotros. Formaba parte del pulso. Nos dirigimos al mismo solar, pero con la intención de avanzar más, de buscar otra posible entrada, algún cabo suelto de la organización del recinto. Mientras caminábamos junto al muro podíamos escuchar cómo daban instrucciones a los guardias para interceptarnos. ¡Perfecto, perfecto!, decía animado Fernando. ¡Es genial tener enemigos! ¡Es mucho mejor que la indiferencia! ¡Los grandes tuvieron maravillosos enemigos! ¡Pensad en el Siglo de Oro! ¡Yo necesito enemigos que me critiquen! ¡Los vapulearé en las tertulias literarias de la tele!
Finalmente, Fernando gritó a los guardias que seguían nuestros pasos tras el muro, lo que no era muy difícil, ¡Os necesito, malditos, os necesito! Yo caminaba en silencio. Mientras escuchaba los resoplidos de Rogelio, empecé a pensar en las enemistades a que se refería Fernando. Recordé entonces las miradas de desprecio, las guerras personales, los ataques injustificados, el daño gratuito producto de un resentimiento de origen incierto. Pensé en aquellos que se sienten enemigos nuestros. Yo no soy enemigo de nadie, me hacen enemigo, y eso me deja absorto.
De modo que volvimos, de nuevo agazapados entre la hierba, a buscar una entrada más efectiva. Pasamos de largo el lugar del primer intento, pero seguíamos sintiendo las pisadas de nuestros interceptores al otro lado del muro. Íbamos en fila india, en silencio, serios por la gravedad del asunto. Pasado un tiempo, cuando quedaron lejos las luces de la avenida y tan sólo nos iluminaba el resplandor de la luna, percibimos que ya no nos seguían. Parecía ser el momento. Podíamos oír la música, podíamos intuir la fiesta. Podíamos oler el vino y embriagarnos con su proximidad. ¡Bien!, dijo Fernando, Ahora, en vez de saltar directamente, miraré primero para que estemos seguros. El muro estaba en muy mal estado, de modo que no resultaba muy difícil trepar por sus agujeros y desconchones. Fernán subió hasta arriba, oteó en silencio, y volvió a bajar sin decir nada.
Bueno, susurró, una vez abajo, esta es la situación: este muro da a una zona del monasterio que está totalmente descuidada, así que tendremos que tener cuidado con las ratas. Todos estábamos de nuevo alrededor suyo, rodilla en el suelo, incluso Esperanza, que lucía un bonito vestidito de verano. Blanca se limitaba a murmurar cosas ininteligibles, con una sonrisa risueña en la cara. Alex me miraba con expresión plácida. Rogelio y Pájaro estaban en silencio disfrutando de sus miradas de medusa. Aquello era un jolgorio de diálogos de ojos, una fiesta de destellos de pupilas.
He visto, continuó Fernando, que hay una verja que cierra la zona de entrada al concierto: como ya ha quedado atrás no nos han podido seguir hasta aquí. Lo que podemos hacer es, después de saltar, acercarnos hasta esa verja sin hacer ruido, y encontrar una manera de pasar. Detrás hay camiones aparcados, así que podemos parapetarnos entre ellos para avanzar una vez hayamos superado la valla. La idea era tan loca e irrealizable que resultaba irresistible.
Empezamos a saltar el muro uno por uno, una por otra, todos por todos, hasta que quedamos agachados al otro lado, juntos, protegidos por la vegetación. Era una zona arruinada del monasterio. A nuestra derecha, es decir, hacia el norte, a unos cincuenta metros, se levantaba la valla metálica tras la que brillaban las luces que iluminaban lo que parecía ser la entrada de descarga. Al frente se extendía el solar, lleno de matorrales, con el muro de la otra cara del monasterio, el que daba al oeste, al fondo. A la izquierda se distinguían, iluminados por la luna, unos extraños agujeros, enormes, y se levantaba tras ellos un muro, el muro sur del monasterio, que hacía esquina con el que acabábamos de saltar.
Fernando se puso al frente y decidimos avanzar hacia el otro lado de la extraña y derruida explanada. La idea era atacar la valla no perpendicularmente, sino en paralelo, pues la verja sólo tapaba un pequeño segmento que era más fácil de alcanzar desde el lado oeste, sin ser detectada nuestra presencia. Fernán hizo un gesto con el dedo para que calláramos, y entonces avanzamos. Todos en silencio. Muy serios. Cuando llegamos al otro lado nos pusimos a cubierto bajo el resto de un tímpano de lo que parecía haber sido una iglesia. Fernando me llamó con mucha gravedad. Quería decirme algo. Algo importante. Me susurró al oído.
- Parece gótico, ¿no Uli?
En aquel sitio no estábamos a la vista de nadie, pero nos encontrábamos a diez metros del comienzo de la verja, de modo que debíamos mantenernos en silencio. Esperanza se puso a mirar aquel antiguo tímpano, Alex la acompañaba de cerca. Rogelio estiraba los brazos en cruz y miraba al cielo. Blanca permanecía de pie sin diferenciarse mucho de un árbol al que le han talado la copa. Pájaro fumaba sentado sobre una piedra.
- Sí, claro, es gótico- se contestó a sí mismo Fernán, sin dar tiempo para que le respondiera.
Después de descansar, nos acercamos, en fila india, sigilosamente, pegados a la pared, al comienzo de la verja. Llegamos por fin hasta ella. Entonces la examinamos. Era como esas vallas provisionales que se colocan para las obras públicas, cuyas piezas se unen y sustentan por y sobre unos bloques pequeños de hormigón con dos agujeros. Resultaba tremendamente fácil sacar el extremo de la verja del primer agujero del primer monolito de hormigón, y abrirla así como si fuera una puerta. Como fue idea mía, alcancé la posición adelantada de Fernando y procedí, lo menos ruidosamente que pude, a realizar la operación.
Estaba totalmente absorto en ella cuando vi unos zapatos al otro lado.
- ¿Quiénes sois vosotros?- preguntó el de seguridad.
- ¡Somos poetas!- se anticipó Fernando.
Interceptados de nuevo, esta vez desfilamos todos juntos paradójicamente triunfantes, a lo largo de todo el jardín hasta la puerta. Era un magnífico y precioso monasterio y nos deleitábamos con sus detalles. Eso irritaba a los guardias y no lo hacíamos por casualidad. Todo el camino nos reíamos juntos a honestas carcajadas.
Una vez en la puerta, la noche nos saludaba con una elegancia y solidaridad inusitadas, y el aire cálido del verano era como una bebida energética reconstituyente. Nada es tan honroso y digno como la derrota, nada tan glorioso como el fracaso.
- ¡Tíos, vamos a comprarnos unas botellas de vino y disfrutar de la noche!- dijo Fernando. Yo dije ajá.
Y caminamos junto al río por donde habíamos venido. Estar dentro no habría sido mejor que eso.
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