Estábamos a la puerta del cementerio
unos cuantos amigos, aunque yo sólo conocía a dos o tres.
Esperábamos a que trajeran el ataúd de la capilla del tanatorio
tras el oficio religioso. Me preguntaba por qué les hacen estas
putadas a los muertos: Pablo era ateo, anticlerical; oficiar una misa
en su honor era un insulto. Recuerdo otro entierro donde sucedió lo
mismo: la familia honró la memoria de Carlos con una misa
aprovechando que estaba muerto y ya no podía protestar. Una revancha
póstuma. El porcojoneo del amor familiar. En este caso decidí no
ir, estaba bastante harto de pasar por el aro eclesiástico por
respeto. Ahora tocaba respetarlo a él. Algunos de los otros músicos
que estaban allí compartían las mismas ideas pululando por sus
cabezas. Mucha gente fue llegando. Me llamaba la atención que Pablo
hubiera temido morir solo. ¿Dónde estaban todos estos cuando él
necesitaba un euro para comprar pan? Los entierros sólo sirven para
alimentar la vanidad de los asistentes, que se sienten así
partícipes de un dolor que los hace interesantes y píos. Juan me
miraba a los ojos y no hacía falta decir más. Él se había comido
el marrón más gordo, junto a Jaime. Dejó caer algún comentario
sobre los curas y, más en concreto, sobre sus respectivas putas
madres; sobre los cabrones que deberían morirse y no se mueren.
Sobre la mierda de país en que vivimos lleno de canallas e
hipócritas. Sobre la impresión reinante de que lo decente nunca
recibe justicia alguna. El ataúd llegó, con la familia: su exmujer
y su hijo. Todo un detalle.
El séquito cruzó la
verja y comenzamos a pasar entre nichos y tumbas. Había mucha gente.
Incluso estaba María del Mar, que tanto había maltratado a Pablo y
le había retirado la amistad meses atrás, afectada como si fuera la
mismísima viuda. Y más gente con el gesto torcido. A ninguno de
ellos los había visto antes. Cuando Pablo se cansaba de su soledad,
solía acudir a nosotros. Se quejaba de no poder contar con nadie.
Recuerdo cuando en una ocasión estaba yo en el estudio trabajando en
un tema nuevo y se presentó sin avisar. Entró como una tormenta y
se puso a hablar sin darme tiempo a explicarme, y empezó a contar
penas, y estuvo hablando sin parar durante dos horas, sin poder ni
replicarle siquiera porque su monólogo carecía de pausas: perdí la
concentración, me dejó agotado y al final me enfadé con él. Desde
entonces hasta su muerte siempre se disculpaba si hablaba más de un
minuto seguido conmigo. Supongo que ir de extremo en extremo es algo
que yo conocía bastante bien. Intenté corregir mi reproche, pero no
dio tiempo. Pese a eso, yo no soy como los demás, no voy a decir
ahora que era siempre estupendo: sigo pensando que aquel día fue un
cabrón, la diferencia está en que lo acepto y lo aprecio como un
rasgo más del cuadro. En eso consiste respetar a las personas. María
del Mar no me engañaba, nunca lo había logrado aunque vivía de las
mentiras. Recuerdo el dolor que sentía Pablo por su desprecio
reciente. Hay quien no pierde una para ser el centro de atención.
Será que para tener un sentido de la ética hay que tener un mínimo
de inteligencia. Su actitud me estaba tocando los cojones. Miré a
los ojos a Juan, desde lejos. No hizo falta más.
Pasamos junto al nicho
de Carlos. Ahora tenía una bonita placa de mármol. Cuando
enterramos a Carlos, seis años atrás, había sido la última vez
que había estado en el cementerio; hasta entonces. Las cosas eran
tan distintas ahora: entonces yo tenía el consuelo de mi chica,
cuando todo empezaba y había tantas esperanzas y buenas intenciones;
ahora se estaba enterrando algo más junto a Pablo, todo era miseria
y mezquindad. Me paré un segundo a mirarlo. Ahí sigues, Carlos.
Puede que no te hayas perdido nada. El mundo se hunde, se vuelve
loco, se idiotiza y se muere y todo es una mierda, hiciste bien en
irte. Carlos, el paréntesis que abrió mi historia, y el que a todas
luces, aquel día, frente a su nicho fúnebre, la estaba cerrando.
Seguí y me reuní con el séquito. Estaba muy cabreado. Quería
llorar de rabia, pero me aguanté: no soportaba las frases y
comentarios sensibleros que se decían unos a otros buscando la
lágrima fácil y empalagosa de los imbéciles. No podía evitar
sentir desprecio por cada capullo que sorprendía diciendo una nueva
soplapollada e intentar fulminarlo con la mirada. Fue un camino
largo. El cementerio es grande que te cagas.
Por fin llegamos al
lugar. Un tío al que no había visto en mi vida pidió un aplauso
como digna despedida para un artista. Todos aplaudimos. Me cagué en
dios al notar que se me había escapado un leve hilo por el ojo
derecho, pero me lo limpié. Al bueno de Pablo le gustaban estas
cosas, y sabía perdonarlo todo. Entonces María del Mar nos comunicó
que había que aportar dinero entre todos para pagar el entierro, y
pasó una bolsa entre todos los asistentes, muy dolida, como si ella
fuera la organizadora de todo el cotarro (era obra de la exmujer de
Pablo). Hay que pagar también por asistir a un entierro. Estos
hippies de mierda siempre te pasan la factura por todo lo que hacen
los muy hijos de puta. Acabado todo, la gente se disponía a salir y
tomar la consabida cerveza a la salud del difunto. Yo empecé a
andar, cada vez más deprisa.
- ¿Tú qué vas a
hacer, Kique?- me preguntó Juan cuando me vio ya largándome.
- Me largo, que les den
a todos estos cabrones.
- Creo que voy a hacer
lo mismo.
Recuerdo un intenso
bochorno, aunque era diciembre: esas nubes del cielo saturaban los
pulmones. Pasé rápido junto a la placa de Carlos de nuevo. La miré
otra vez sin detenerme. Seguí y seguí, quería alejarme de esa
jauría cuanto antes. Sólo quería andar, quemar la rabia y la
tristeza a paso firme. Crucé la verja, seguí caminando a toda
pastilla. Hasta el centro. Hasta casa. Llegué sudando, agotado, con
dolor de barriga, mareado, pálido.
Ella estaba sentada en
el sillón cuando entré. No dijo nada. Yo me desplomé en el sofá.
Recordé los comentarios que había oído la víspera del entierro.
Que los infartos nunca duelen en el corazón, sino que avisan
mediante un malestar que va moviéndose por el cuerpo. Que duele una
pierna, luego un costado, luego un hombro o un brazo. Nunca en el
corazón. Y me sentía mareado. El infarto de Pablo había llegado de
improvisto. ¿Estaría yo peor de salud de lo que pensaba, como él?
Notaba malestares móviles por el cuerpo. Se me nublaba la vista. Me
faltaba el aire. Me recorrían sudores fríos por la frente. Sentía
el corazón anormalmente acelerado. Temía morirme de un infarto,
como Pablo. Tal vez había andado demasiado deprisa. La miraba.
Seguía leyendo distraída en el sillón. Estábamos en mundos
distintos. Me moría y simplemente no lo veía. Necesitaba algún
tipo de consuelo.
- Creo que me estoy
muriendo- le dije. Me miró como se mira a un niño que intenta
llamar la atención y que ha agotado la paciencia de todos desde hace
tiempo, y volvió al libro.
- Ya lo hemos
enterrado- le dije estúpidamente. Ella no dijo nada.
Seguí concentrándome
en no morirme. Aguanté sin llorar. No me gusta llorar ante
desconocidas. Me preguntaba cuándo había sucedido todo. De dónde
había surgido esa frialdad. En algún momento había dejado de
importarle una mierda y convivía con un fantasma. No, morirme no, le
tenía cariño al confort de esa intensa sensación de desconsuelo y
desamparo. Era sólo un pequeño ataque de ansiedad que tendría que
enfrentar por mis propios medios. La vida es así, no importa los
hectolitros de lágrimas que tú le hayas secado antes. Esto era todo
por lo que tanto había luchado: una indiferencia sin sentimientos.
En esto había quedado todo. Costaba creerlo. Ella pasaba páginas
sin mirarme siquiera. Me incliné hasta desplomarme por el sofá y me
estiré, sintiendo todo mi cuerpo entumecido. Miré al techo, a la
ventana, al cielo gris.
Es mejor que te hagas a
la idea de que estás completamente solo, me dije, mientras sentía
cómo me hundía camino del centro de la tierra sin moverme un solo
milímetro...
...
...
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