Cuando uno se pone a rememorar épocas anteriores resulta sorprendente que sean siempre las más caóticas las que mejor recuerdo dejen, porque el caos, el desastre, la catástrofe tienen la garantía de autenticidad implícita. Las épocas felices suelen llevar consigo la sospecha lúcida del sueño narcótico que tarde o temprano se delata, las laboriosas, de lo estéril, pero es en el desorden genuino donde brotan inspiración y creatividad a raudales por una mera cuestión de concordancia con el sujeto. Para vivir en el desastre cómodamente es necesaria una predisposición, una vocación, un don, si se prefiere, y talento para sobrevivir- de lo contrario desaconsejo iniciar el camino del barranco. Este camino se lleva por dentro, no se elige. Te busca, te llama, como si fuera un trombón que al sonar te recordara la importancia de concordar el sujeto con el verdadero sujeto. El desastre de lo singular perdido entre la impersonalidad de lo ordenado obliga a que el ser-caos crezca en sí mismo, y no en los demás. Vivir zigzagueando entre tus sueños, que surgen solos como almas del subsuelo vaporosas, tener un proyector de realidades propio, te hace suficiente y sospechoso. El reverso tenebroso del caos es la soledad. La hay de dos tipos: la lúcida, o sea, la consecuente, y la otra, consistente en ir rodeado de existencias improbables que nunca serán capaces de verte y a quienes ciega la superficialidad descuidada de lo que se sabe trascender. La dimensión en la que operas tú es una dimensión para la que carecen de sentidos. El desastre civilizado anhela su naturaleza y se ahoga, y sólo un alma de una exquisitez casi imposible puede llegar a ver un eco hermano más allá de unas simples cortinas...
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