Todo giraba alrededor del grupo de poesía. Como las reuniones tenían un carácter abierto, poco a poco nos fuimos haciendo con una amplia variedad de psicópatas y neuróticos que acudían religiosamente todos los viernes, aunque la mayoría de ellos se limitara a escuchar; en caso de hablar, lo hacían en forma de síntoma de su enfermedad, por lo que el silencio era lo más apreciado en ellos. Nuestras iniciativas acababan dejando un regusto a pabellón psiquiátrico, de un modo u otro. Aquel desastre, sin embargo, tenía algo de romántico, algo de paródico, con tintes de provocación, y de leve intención reconstructiva: concibiendo así la Senda del Timbre-despertador se ridiculizaban los ritos iniciáticos.
Rogelio y Pájaro aspiraban a la mera supervivencia, mientras que Fernando y yo preferíamos soñar con ser la dinamita de los cimientos, pero sin estallar, pues ello suponía demasiado trabajo. Parecía que aquello que nos inspiraba tenía, por puro accidente, un carácter disoluto, y que no quedaba más remedio que asumirlo. Rogelio y Pájaro se llevaban las manos a la cabeza cada vez que alguien intentaba reflexionar en voz alta y darle un contenido coherente a lo que hacíamos. Aquello no podía ser.
- ¡Noo, hay que hacer las cosas sin pensar, hay que ser natural, deja de decir chorradas!- y- ¡A mí no me incluyas en eso, tío, a mí noo!
Durante las reuniones de los viernes, Fernando recitaba y luego actuaba, mientras que Rogelio y Pájaro actuaban, y después recitaban. Silvia se sentaba con su copa y nos soportaba poco, ya que estaba interesada sólo por la poesía. Cuando ya estábamos borrachos se largaba para no tener que presenciar nuestros espectáculos posteriores. Llegaba, bebía vino, escuchaba, charlaba y se marchaba. En cierto modo éramos bastante disciplinados y previsibles, aunque teníamos una amplia gama de atentados-masturbación virtuales de donde escoger nuestras acciones, pero todas ellas tenían un mismo color.
Jaime callaba, o no paraba de hablar y cantar, según su cambiante estado de ánimo. Jacinto recitaba a gritos u odiaba a sus imitadores o hablaba de Dalia, o bebía cervezas encadenadas en un infinito desfile de eslabones, o despotricaba de la poesía con sus teorías antipoéticas, o todo a la vez. Las palomas, mientras tanto, se cagaban paulatinamente sobre todos nosotros, desde arriba, desde sus cornisas seguras. Las palomas escuchaban, las palomas vivían allí, y en silencio lo decían todo, nos imitaban. Aquel callejón estaba lleno de aves y poetas, y el camarero pasaba junto a nosotros, y recogía los vasos, y nos sonreía bajo su bigote. Su nariz era un laboratorio de análisis químico. Recogía vasos y esnifaba cocaína. Una nariz capaz de procesar por su pituitaria-escáner la materia que le pusieras por delante y proporcionarte un informe detallado de su composición. Oh, sí, lo sabemos muy bien, oh, sí.
Nos marchábamos de la reunión para continuar por el bulevar de las prostitutas, los yonkis y los estudiantes ociosos. Y allí, en la calle repleta de gente, bebíamos más vino, y a Rogelio se le inflamaban los ojos, y su nariz se transformaba en un pico de ave rapaz. Yo no sabía lo que quería, yo sólo sabía que lo que buscaba era escribir mi pregunta una y otra vez, y escribir posibles respuestas, una y otra vez, y pensaba que quizás ello constituyera la esencia de cualquier trayectoria. Actuaba en consecuencia, y la gente me miraba mal.
Y el viento del callejón arrastraba papeles a lo largo de la acera, y junto a esos papeles caminaban transeúntes que lo hacían con el mismo abandono. Cuando recitábamos subidos a una ventana, entonces miraban de soslayo, entonces algunos grupos lejanos que bebían cerveza callaban y observaban con preocupación o simplemente molestos, algunos sólo extrañados. No se puede lidiar con la demencia que poco a poco se apodera de todo y de todos, el Detritus de la sociedad-balneario, del mundo-barbitúrico, del culto a la masturbación sin imaginación ni mérito.
El camarero era el único que nos ayudaba. Bebíamos litros y litros de cerveza de su barril. El camarero nos ayudaba. Bebíamos litros y litros de cerveza de su barril. El camarero nos ayudaba. Bebíamos litros y litros de cerveza de su barril. Y el camarero nos ayudaba, y nos saludaba mientras recogía vasos, y sabía que íbamos allí todos los viernes, porque todo parece plegarse ante el tintineo de cascabel de las monedas. Y al mirar hacia arriba descubríamos un cartel de madera en el que estaba escrito Bar La Moneda, y asentíamos y decíamos Ajá.
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