martes, 25 de febrero de 2014

El por qué de los gatos




Cuando era niño solía pasar tardes enteras subido a la azotea de la casa familiar, completamente solo, para observar el paisaje, la puesta de sol, dejarme llevar por las ráfagas del viento, o pasar las horas entre alguna travesura y muchos sueños. A veces disponía de un carrete y hacía fotos. Otras, observaba con los prismáticos a los pájaros, o las viejas torres de las iglesias; a veces, cuando tocaban a muerto, buscaba el campanario, luego la campana más grande, que daba la nota más grave, y después localizaba el martillo o el badajo con la intención de verlo percutirla antes de oír esa nota tan trágica; la que estremecía el corazón de un niño que pensaba en los difuntos. Eran tardes llenas de magia: el naranja del atardecer en un cielo abierto de par en par, la muerte en el aire, las nubes y el aliento soplado desde los cielos. Te hacía suspirar sin un motivo claro. La mayor parte del tiempo me dedicaba a dejarme llevar por los pensamientos o a procesar las vivencias del momento, tirado sobre el suelo, al sol o bajo las nubes. 

Solía ocurrir que siempre, en algún momento de la tarde, los gatos solitarios que pasaban de largo por los tejados como si vivieran en otra dimensión, me llenaran de curiosidad durante un rato, absorbieran mi atención. Los observaba, los seguía con la mirada, se daban cuenta y se volvían y me miraban a los ojos desde una distancia segura. A veces se quedaban allí unos minutos, intrigados al sentirse tan vigilados, para intentar averiguar si había algún negocio que les interesara. Luego se marchaban y seguían su camino.

Me preguntaba qué asuntos importantes y graves ocupaban la mente de estos gatos que les hacía vivir una vida solitaria y, sin embargo, llena de una extraña responsabilidad secreta que les llenaba la vida.

¿Cómo se hacía eso de estar solo y sin embargo sentirse pleno?


Ahora, cuando recuerdo y pienso en ello, me resulta curioso que investigara el por qué de la soledad serena de los gatos, cuando era yo quien pasaba las horas arriba, como ellos, sin ninguna compañía y sin siquiera darme cuenta de ser un solitario feliz.

Yo era un gato que observaba gatos, tan intrigado por ellos que olvidaba ser otro felino eremita; ese, al que observo ahora desde la distancia segura del tiempo con mucha atención: siempre en la exclusiva compañía de sí mismo y cerca del cielo abierto, con los ojos de par en par como dos lunas.

Le pregunto cómo lo hace;
se lo pregunto en el sueño y en la vigilia,
se lo pregunto en todos los segundos de mis días...


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