El empedrado está cada vez peor. Me
preocuparía si tropezar y caer significaran algo para mí. Saludo a
los que pasan. Algunos, demasiado modernos, no responden; si algo he
observado con el paso de las décadas es una gradual aceptación
social del “yo y mis cojones”. Empezamos nosotros. Pagar a
escote. Antes se turnaban en pagar las rondas. O las comidas al
completo. No es ya una cuestión de crisis. Nosotros ya fuimos un
niño-una bicicleta. Tal vez sea eso lo que más me avergüenza.
Estos cretinos que no devuelven el saludo son sólo unos continuístas
de lo que inició mi generación. Con nuestros tempranos ordenadores
MSX hicimos del cálculo una religión. Pagar más de la cuenta, o
dividir entre todos sin hacer un correcto fraccionamiento de los
conceptos implicados, es como cometer sacrilegio. No puede ser.
Veinte céntimos es un trozo de alma robada. Ahora sólo veo gente
que piensa mediante una hoja de cálculo y me da asco. Ante todo que
el balance no sea negativo. Van al psiquiatra. No saben qué les pasa
pero yo sí.
El egoísmo es vergonzoso y me gusta
que se intente disimular; a eso se le llama educación, o hipocresía
agradable. Sé cómo es la naturaleza humana y no necesito que me lo
restrieguen permanentemente por la cara: es algo que cuando se sabe
nunca se olvida. Al menos quienes lo disimulan demuestran, en cierta
medida, ser conscientes de ello y parecerles feo, y eso sin duda es
mejor que el canto de jilguero que la mayoría de inconscientes
tontopollas entonan groseramente desde su nicho ecológico. Creo en
la mordaza y el bozal. El hipócrita al menos demuestra una cierta
resistencia a la inmundicia, aunque no se enfrente a ella. La falta
de raciocinio actual se pone de manifiesto así: nadie da por
sobreentendido el egoísmo porque nadie piensa excepto para sumar,
restar, multiplicar, dividir. La impertinencia está de moda. La
hipocresía es un rasgo genuinamente humano. Ahora, en esta sociedad
positivista, se aprende a partir de argumentos sensibles: la farola
que descubres en tu boca, la coz del burro, el piano que te cae
right-on-the-chorla desde el cielo, o las ondas de la frase
“todos somos egoísmo y nada más que eso” que alguien como yo
entona para el desagrado general. Deducir de tu propia vida, de tus
propios actos, analizar lo que ves, es demasiado arriesgado; es mejor
que se atreva otro. Ante la posibilidad de perder la compostura en
esta galería de vanidades superficiales donde uno no puede ni
equivocarse porque vive rodeado de estrategas que intentan aplicar el
viejo y simiesco esquema de robar plátanos al resto de los niveles de
la existencia, nada como adquirir ojos de reptil y mirada de
encefalograma plano mientras el tiempo transcurre bajo el sol libre
de contenido.
Pero yo no he tomado ninguno de esos
caminos.
Abro la puerta del estudio. Voy
enchufando cacharros, extendiendo cables, saco la guitarra, le pongo
la bandolera, la dejo descansar en el soporte antes de empezar. El
tiempo se consolida como bloques de granito y sabes que los actos,
los hechos acaecidos, pesan demasiado. Sólo se madura cuando se
quiere perdonar y, sin embargo, se descubre que resulta una tarea
imposible; maduras al verte proyectar imposibilidades sobre lo que
quisieras que fuera de otra forma, pero desde tu voluntad. No puedes
olvidar nada de lo sucedido y recordarlo equivale a castigar
eternamente. Así que le ahorras el castigo y lo das por imposible.
Maduras cuando descubres en ti mismo que hay hechos inmutables que lo
son por tu voluntad negativa, un no determinado por tu manera de ser
y por tus valores. Un no que es fidelidad a ti mismo. Te gustaría
hacer de estos sucesos algo frívolo, pero simplemente no puedes. Hay
cosas irreversibles con efectos irreversibles también. Es extraño
luchar contra las debilidades de otra persona: la ves plegarse ante
cada una de las pulsiones absurdas de la manada como si deseara ser
una res. ¿Lo era ya o se ha hecho a si misma? ¿Y qué más da?
Me enchufo. Color. Sonido. Saciedad.
Intensidad.
Nada puede modificar el perfil de una
vaca a la que has descubierto en virtud de una extraña serenidad de
ermitaño que observa desde su pico de montaña.
Nada, y nada más que eso...
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