miércoles, 12 de marzo de 2014

El peso del cielo




Me la solía cruzar todos los días camino del estudio, por las calles cercanas a él. Una chica muy guapa, con el pelo liso y negro, un bonito flequillo, ojos grandes, piel muy clara, un tipo estupendo. A veces pasaba en bici, otras caminando, y tenía una mirada intensa que siempre me azoraba un poco cuando se cruzaba con la mía. Saltaban chispas: ese mirar verde, esa boca de labios rojos, redondos y mullidos, y esa media sonrisa de simpatía que solía acompañarla me provocaban un dulce cosquilleo por el estómago. Cuando llegaba al local aún estaba con ella en la cabeza, aún me sentía perturbado por el micro-encuentro de hacía dos minutos, algo nada común: recordaba y analizaba sus ojos, con esa serenidad encendida con que se sostenían y miraban; saboreaba las últimas notas de su olor, que se me quedaban alojadas en la nariz tras el soplo de perfume que dejaba a su paso; recordaba su forma de moverse al caminar o cómo resaltaban la esbeltez de sus piernas y su culo redondo cuando pedaleaba. Tan grandes sus ojos, tan despiertos, con unas caderas que se movían con tanto estilo: puedes amar durante unos segundos a muchas chicas por la calle, pero acordarte de ellas minutos después marca la diferencia. El amor eterno no suele sobrevivir más que unos breves segundos.

Aquel día, sin embargo, no me la había cruzado por los caminos por los que me dirigía diariamente al lugar. Estaba en el pasillo peleando con la máquina de café intentando conseguir un capuccino sintético, que era de todas las opciones la que mejor engañaba al paladar y casi parecía café de verdad, cuando percibí una presencia a mi derecha. Me giré y ahí estaba ella, esperando a que terminara.

- Hola- le dije sorprendido tras el primer respingón. Creía que estaba solo y encontrarme de golpe acompañado, y de golpe acompañado por ella, fue algo completamente inesperado.

La máquina acabó de servirme el café, pillé una cucharilla de plástico de las que estaban amontonadas en un vaso sobre la máquina, y me disponía a huir al interior de mi local.

- Oye, ¿cómo funciona esto?- me preguntó entonces la chica.
- Mete sesenta céntimos y aprieta la opción que desees. No funciona bien y no da cucharillas, la tienes que coger del vaso de ahí arriba.
- ¿Da cambio?
- Sí, menos de las monedas de dos euros; ahí la cabrona aprovecha y te cobra el café a 1.60.
- ¿Y el azúcar?
- ¿Tomas azúcar?
- Sí.
- Pues te lo pone. Y bien. Yo soy persona de tres o cuatro cucharadas y me va bien.
- Estupendo.

En esto salió Elvira, profesora de baile.

- Hola- me dijo y, luego, dirigiéndose a ella- ¿qué tal, Silvia, te ha gustado la clase?

Ella acababa de empezar a tomarse el café.

- Sí, me ha gustado mucho.
- Me alegro- dijo Elvira sonriéndome y dirigiéndose a la máquina- pues yo creo que me apunto también.

Al final no me dejaron irme y me tuve que tomar el café con ellas. Pude averiguar cosas: Silvia vivía por la zona, había empezado a recibir clases de baile de Elvira, curraba en una tienda de cuadros, pósters y fotografías y vivía con un perro. Tenía una bonita voz y me gustaba cómo hablaba. Tras el café, se volvieron a meter en la sala de baile y yo me metí en mi local y estuve practicando hasta que se me durmieron los dedos.

(...)


A los pocos días me la volví a encontrar por la calle, camino del estudio. Ahora la podía saludar. Estaba como siempre, preciosa.

- Hola- le dije.
- ¿Qué tal? ¿Otra vez a practicar?
- Seguramente, ¿y tú?
- Voy a dar un paseo, tengo la tarde libre.
- ¿Hoy no bailas?
- Hoy no.
- Pues antes me voy a tomar un café ahí en la plaza, al sol, ¿te apetece?
- Vale.

Al final, los caminos civilizados parecen ser los más fáciles. Sólo era cuestión de proponerlo. Nos fuimos a aquel bar y nos sentamos fuera, en las mesas.

- Bueno- me dijo ella- ¿qué tal te va con la música?
- Tirando, estoy en un momento de cambios.
- ¿Cambios?
- Sí, ha habido cambios en el grupo, aparte de iniciar nuevos proyectos.
- Ya. ¿Vives por aquí?
- Sí, muy cerquita.
- ¿Solo?
- No, comparto piso con dos personas.
- El café de aquí está regular nada más- dijo nada más probarlo.
- Yo suelo preferir el de dentro, salvo en días como este.

Se hizo un silencio. Ella observaba disimuladamente mi indumentaria, detalles. Miraba mis zapatos, mis muñequeras. Buscaba indicios. Sacaba conclusiones.

- Dime la verdad- le solté en plena radiografía- ¿te acordabas de mi?
- ¿Qué?
- Me refiero a todas las veces que nos hemos cruzado antes de que nos presentara Elvira.
- Bueno- dijo mirando despreocupadamente hacia un lado, tocándose el lóbulo de la oreja derecha- me sonaba tu cara un poco. Una vez te pregunté la hora. Pasaste de largo como si fueras un holograma.

Y se me quedó mirando a los ojos. Al sol, sus ojos verdes enormes se llenaban de reflejos amarillos y grises. Me gustaba que me mirara así, me hacía sentir bien. No recordaba eso que me contaba. Me quedé callado, intentando rememorar el momento. ¿Cómo se me podía haber pasado?

- Era de noche- me aclaró ella, que se había percatado de mi amnesia- e ibas hacia el local, no hacia tu casa. ¿Qué haces allí a esas horas?

Me gustaba cómo miraba al hacer preguntas. El pelo, brillante, le caía precioso sobre los hombros.

- Un poco de todo. Grabar, componer, practicar, oír música, organizar pequeñas fiestas, vaguear. A veces incluso escribir.
- Sólo te falta dormir.
- Sólo eso.
- ¿Sólo?
- Sólo- y añadí para cambiar de tema, tras un trago de café- pues no me lo explico. No recuerdo que me hayas hablado nunca, y habría estado encantado de darte la hora.
- No tiene importancia- dijo con una ligera sonrisa de satisfacción.
- Encantadísimo habría estado...

Silencio. Sorbos de café. Chispas de mecheros para encender cigarrillos. Palomas. Gatos.

- Ahora quiero yo una verdad- me dijo.
- Vale, es justo.

Me imaginaba por dónde iban los tiros. Tenía que averiguar si el día que me pidió la hora había quedado con una chica en el estudio.

- ¿Tienes novia?
- No. Tampoco soy diabético. Y nunca han tirado de mis extremidades con caballos.

Ella se rió un rato.

- ¿Te llevas a las niñas al local?- dijo finalmente.
- Ya son dos verdades.
- Te deberé una.
- Perfecto: pues a veces sí, pero prefiero mi cama, la verdad. Y a ti, ¿te gusta en tu cama o en la de otro?

Se volvió a reír sonoramente.

- ¿Así estamos?
- Entiéndeme, ser un filántropo despierta la curiosidad sobre los detalles.

Volvieron la carcajadas. Luego se me quedó mirando un rato, a los ojos. Entonces le tomé despreocupadamente la mano: me había llamado la atención un anillo de plata con una piedra negra que llevaba puesto en su mano izquierda. Le quedaba bien en esos dedos largos y finos.

- Tienes unas manos bonitas- le dije observando su mano, luego la volví a mirar a los ojos- y me debes una verdad.

Me volvió a radiografiar, pero la notaba nerviosa por no controlar del todo la situación.

- Bueno- respondió sin soltarme la mano- digamos que donde haya intimidad y los colchones no hagan ruido me apaño. Lo demás me da igual.

Estaba cada vez más inquieta. La noté tensa. Le solté la mano y le acaricié brevemente la espalda.

- Eres muy linda- le dije, y volví a poner mis manos en su sitio.

Otro silencio. Perros. Alguna ráfaga de viento. Bofetadas de azahar por las narices.

- ¿Me enseñas tu local?- me dijo.
- Claro.
- Pero conmigo no te vas a liar allí como con las otras.
- Es muy incómodo, ya sabes que yo soy de cama.
- Me irritas. Me irrita no mandarte a la mierda. Me irrita que me caigas bien.
- A mí eso no me irrita en absoluto.

Se rió, pagamos y nos metimos allí. Le enseñé cosas del grupo, algunas grabaciones. Luego nos tomamos otro café, pero de la máquina. Estábamos sentados en nuestros respectivos sillones con ruedas, pero muy cerca. A ella le gustaba mirarme a la cara en silencio, como si esperara algo.

- Voy a explicarte algo que hace de nuestro amor algo imposible- le dije de golpe.
- A ver- dijo entre carcajadas- sorpréndeme.
- Me quieres limpiar los zapatos.
- ¿¿Cómo??
- Te he visto mirarlos. Los quieres ver limpios.
- Eso no quiere decir que te los quiera limpiar.
- Da igual, es imposible- le dije mientras la tomaba de la cintura y la sentaba sobre mis piernas- no te gustan mis zapatos y sus manchas, y aún no has visto mi casa.
- Ya lo veo, eres muy coherente- dijo mientras me rodeaba el cuello con los brazos.
- Sí, no tenemos ningún futuro, no me gustas nada- le decía mientras restregaba mi nariz contra la suya.
Me caían algunos mechones de su pelo por encima. Olía a frutas. Me gustaba sentir su peso entero sobre mis piernas. La acerqué un poco hacia mí y la besé en los labios. Nos restregábamos el uno contra el otro con mucha comodidad. Me miraba en silencio, entre beso y beso, con esa extraña calma contagiosa de los gatos cuando son delicados. Era un cuerpo acogedor. Sus costillas encajaban a la perfección entre mis brazos. Las pulsaciones se aceleraban. Los besos provocaban escalofríos y hormigueos por la barriga.
- No me lo puedo creer, sinvergüenza- decía entre beso y beso, mientras le acariciaba toda la espalda bajo su camiseta. Tenía la piel extremadamente suave.
- Es imposible- le repetía, entre besos y más besos- estamos condenados, no nos podemos soportar.
- Caradura...- me susurraba al oído.

Nos liamos y echamos un polvo, en el suelo, muy incómodo, bonito, largo y precioso.

(...)

Al día siguiente al llegar al local me la encontré en la puerta.

- Quiero ver tu casa.
- Ah, ahora te preocupa, ¿no?
- Tienes los zapatos sucios.
- Te lo advierto, hay formas de vida nuevas bajo mi cama.
- Por eso. Tienes los zapatos muy sucios.

Estábamos abrazados, y no recuerdo quién fue el culpable.

- Me quieres hacer caer- le dije.
- Ya has caído.
- No tenemos futuro.
- Estás perdido.
- Aprecio mi porquería de vida.
- Hay que adaptarse o morir.

Sus besos me sabían fracasadamente bien. No necesitaba novia, ya tenía problemas mentales suficientes. No quería nada sentimental. Quería escapar. La llevé a mi casa. Ella sabía a nata, a melocotón y a melón. Nada la espantó, ni mi cortina asesina ni mis insectos ni mis formaciones geológicas de polvo. Tal vez debería pensar menos. Tan sólo era cuestión de saborear un minuto más, y luego otro. Y no quería que se fuera. Y quería seguir siendo libre. Me sostenía sobre mis dos piernas, no veía sentido a ponerme a pata coja sólo para que alguien encajara a pata coja también. Las ráfagas de la primavera entraban por la ventana y bañaban ambos cuerpos desnudos y acoplados.

Es tan extraño el azul del cielo, tan profundo, que aplasta...

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