lunes, 1 de septiembre de 2008

Encuentros al final de la noche

Mientras Alex y yo permanecíamos sumergidos en nuestros respectivos océanos de alcohol, drogas y orgías, cuando aún no conocíamos a Rogelio, Esperanza y Fernando más allá de algún encuentro súbito en algún antro nocturno, fue cuando ellos comenzaron a reunirse en la Facultad de Filología. En el bar de la Facultad, más concretamente. Por favor. Más cerca. Bajo el sol. Al viento. Ajá. Fue entonces cuando fundaron el grupo de poesía. Se reunían los Viernes por la tarde y leían poemas, leían los versos que habían escrito durante la semana. También integraba el grupo Jacinto, un amante entregado de un neurálgico subgénero antipoético. Obras suyas como el Pollema, el Paulema o el Apoema habían trascendido los límites de acción física del autor, y eran conocidos en algunas otras ciudades, transmitido de boca en boca. Asistía también una poetisa llamada Marga, musa resignada de Fernando. Era en aquellos comienzos un grupo bastante amplio y heterogéneo. Compartían sus emociones y luego lo festejaban. Alex y yo, tras conocernos en aquel concierto, nos vimos tan sólo en contadas ocasiones, en pequeños encuentros fugaces. Un año después de ser presentados me marché a realizar un viaje por el norte de Europa. Mientras estuve fuera, Alex viajó también a su manera, entre cocaína, caballo, base, pastillas, saliendo milagrosamente ileso de todo aquello. Yo me dediqué un poco a no tan-todo. Lo único constante era la locura.

Regresé a pasar la navidad, la única vez que pisé mi ciudad durante el año que permanecí fuera, y me lo encontré en dos ocasiones. En la primera nos topamos al amanecer, en un bar ocupa donde me invitó a algo de cocaína. La siguiente, de madrugada, fuimos interrumpidos por un camello que le reclamaba el pago de la cocaína que se gastó conmigo días antes.

Alex pagaba sus drogas tocando como músico callejero, así que le prometió entregarle el dinero tan pronto lo ganase. Era un tipo bastante repugnante que apenas sabía malhablar, vacío, seco e insensible como la madera vieja. Tío, en cuando eche una mañana tocando te pagaré, y contestaba Sí, SÉ que me vas a pagar, y añadía Todos me dicen que le he fiado al pirado, ¿entiendes?

Después de charlar y reírnos un rato, y beber más cerveza y desear a las chicas que se exhibían e interpretaban el mismo y único papel, se despidió aludiendo que había quedado con un yonqui marroquí para fumarse una base. ¡Vente, Uli, no se hable más!

Decidí acompañarlo, pero sólo en el espacio. Llegamos a aquella esquina donde, como individuos de una raza internacional, se entremezclaban compradores y vendedores con la misma parsimonia que en todos sitios, y esperamos. Por supuesto el yonqui no se presentó. Es muy fácil timar a Alex a cambio de pequeñas minucias materiales, es el precio a pagar si se quiere permanecer ajeno a la basura circundante, al Detritus, que todo lo tiñe de marrón. Vagar alimenta, derrochar sumerge en una deriva plácida.

Cuando me volví a marchar para proseguir mis estudios, me preguntaba cómo me lo encontraría la próxima vez, cuando regresara definitivamente. Aquella navidad, en alguna de sus noches, compartí versos con Fernando y Rogelio, que por aquel entonces forjaban el nacimiento del grupo, pero yo aún no estaba en condiciones de darme cuenta de nada que no fuera un baile de candilejas.

Nuestro siguiente encuentro tuvo lugar poco después de finalizar mi estancia en el extranjero, pero no difería demasiado del anterior. Casi amaneciendo, entré en un antro sucio que solía frecuentar por aquel entonces. Solía estar lleno de crápulas y supervivientes de la noche, entre depredadores no resignados a la abstinencia sexual y ansiosos cocainómanos, estudiantes porretas, cantaores, y seres anémicos en general. Aparecí solo, medio borracho, ensimismado en la búsqueda rapaz, y avisté entre la gente, sentado en un rincón, apenas perceptible, a Alex, que vegetaba solitario con la guitarra enfundada, con la vista fija en el más allá, los ojos tintos en sangre, la ropa sucia, ojeras, demacrado; como una gaviota desaliñada a quien, volando a ras del mar, hubiera sorprendido una gran ola y la hubiera lanzado contra la arena de una playa llena de algas. Un vampiro deprimido. Un búho hambriento. Me acerqué hasta él con sigilo, con una cautela acorde con su aire de ermitaño místico.
- ¿Qué tal, Alex? ¿Cómo andas?

Él me miró con cierta ternura, incapaz de articular palabra. Su mirada lo expresaba todo como si fuera su eficiente secretaria y, a través de ella, pedía disculpas por ser incapaz de relacionarse con los demás de acuerdo con su propio deseo, que era ser una delgada peonza que bailara en el centro de la sala. Yo no quería eso, de todos modos.

Le pedí que tocara, y con cierta resignación desenfundó perezosamente la guitarra, con parsimonia. Es el precio a pagar. A la guitarra apenas le quedaban cuatro cuerdas, pero eso no pareció ser un obstáculo mayor que su desgana inicial. Empezó a tocar un rock-blues, al principio tímidamente, pero pronto se dejó seducir por sus propias ganas de juego y la sangre se le fue calentando por momentos, y el calor iba calmando el dolor de sus articulaciones rasuradas por la falta de agua. De su interior entumecido parecía manar de la nada una energía que rebotaba en todos nosotros y se amplificaba, y recalaba en Alex que a su vez la devolvía renovada y más intensa. Nacía de su desgarro físico, y decidí que era su sed la que cantaba y que Alex quería una fiesta con reglas de parchís y fichas con sonrisas de arlequín.

Mientras tanto despuntaba el sol, y una chica me ofreció marihuana, así que la acompañé a su coche, aparcado cerca, donde tenía el material, ya que me quería regalar un montoncito.

Estaba ella rebuscando dentro del coche cuando reapareció Alex.

- Sea lo que sea, yo también quiero, ajá.
Y en ese momento, de la guantera del coche, cayó una bolita de papel blanca.
- ¡Arrea! ¡El medio que no encontraba antes!- gritó sorprendida la chica, mientras sostenía en la otra mano la marihuana recién encontrada, la marihuana cuyo olor se podía percibir a dos metros de distancia.
- ¡Bien! Nos vamos a volcar toda la farla, pero la marihuana- y en esto me puso en la mano un generoso montoncito- no quiero que os la fuméis delante de mí, ¿de acuerdo?, es demasiado fuerte y paranoica.

Yo le dije que ningún problema, y ella empezó a realizar las labores pertinentes sobre un CD. Alex, recobrado por la música y la expectación, no cabía en sí de gozo.

- ¡Siiii, Uliii, siii! ¡Vamos a flipaar! ¡No se hable máaasss!

Tras varias horas de levitación extraterrestre, en las que incumplimos la promesa que le hicimos a la chica, en las que Alex dio muestras de su habilidad para sostener en el aire una pompa de jabón inexistente, en las que nos asociamos con otro chico que parecía otra urraca desplumada, nos fuimos a otro antro donde ya sólo pudimos compartir nuestro estado vegetal. Después de que Alex y el recién llegado pasaran dos horas durmiendo sobre la mesa de billar, decidí despertarlo.

- Alex, anda, vámonos a casa.

Cogí su guitarra, lo reanimé como pude, y salimos de local dejando atrás a nuestro amigo en sus dulces sueños. En la calle lucía el sol del mediodía. Caminamos juntos y en un determinado instante nos separamos por nuestras respectivas direcciones. Decidimos quedar para tocar. Conforme llegaba a casa, el exceso de luz me provocaba dolor de cabeza. La inercia te hace sentir frágil y volátil.

Así, a paso de hormiga, a hormigueantes escalofríos sucedidos uno tras otro, en espacios temporales cada vez más cortos, los saltos minúsculos se iban acumulando, y la distancia recorrida se iba haciendo cada vez más larga y peligrosa, hasta alcanzar una talla de gigante. Hasta que eso llegara, nada más que primavera y mañana fresca. Aunque nadara en barrizales, aunque el hielo congelara los huesos y los ojos lloraran de frío. Aquí, primavera y mañana fresca. Y el cálido abrazo del sol y el olor de la hierba y el baño de rocío de los amaneceres. Y aunque no ignorara que mi fuerza fuera limitada, que mi conciencia luchara por despertar del sueño, proseguía mi camino. Y no hay más que primavera. Olía los cuerpos por las avenidas. Las chicas me parecían signos de un lugar mucho más grande, como los vínculos de una página web, como si fueran oráculos que me hablaran de ese mundo sin saberlo. En este contexto las drogas apaciguaban. La conciencia, ¿a quién le hacía falta? Vivir en un sueño, hablar extasiado, sonreír con la mirada perdida, herir, siempre a merced del azar y la providencia, cuando todo es grande y brillante; ser insensible, intratable, negar todo compromiso con nada ajeno a la fuerza de las emociones. La solución estaba dentro de mí, en la punta de la lengua, pero la lengua se iba a tomar su tiempo. Bailar, sobre todo, bailar.
Así, poco a poco, Alex y yo nos fuimos viendo en circunstancias más humanas. Solíamos quedar para tocar la guitarra, pero era inevitable que acabáramos dejándonos llevar de nuevo por la corriente de las nutrias perezosas. Me relajaba, y no dejaba que nada enturbiara mi ebriedad de independencia, las cosas se complicaban, se daban situaciones comprometidas, reproches novelísticos, coincidencias terribles.
Lo importante era no forzar la máquina, que no bajase el zumbido de la cabeza, y no dejar de intentar evitar el contacto con el suelo.
Era una vida muy densa, y como en todo lo denso, las rosas y los cardos se miran de cerca, a los ojos, y no se gustan, y les desagrada el aliento de unas y otros.

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