miércoles, 17 de septiembre de 2008

Lo que se ve, lo que se oye, lo que se recuerda (y sus múltiples turbulencias)


Es raro. La peor duda, la más extraña, es sin duda aquella que lleva implícita la sospecha sobre uno mismo.

El fin de semana pasado estuve en el campo celebrando el 30 cumpleaños de varios amigos míos, al lado de Aracena. Llegué el sábado, aunque muchos de ellos ya estaban allí desde el jueves o el viernes, de fiesta para arriba y para abajo. La idea era hacer un concierto entre todos los invitados músicos en el que los homenajeados pudieran celebrar el primer rito de nostalgia por la década juvenil por excelencia (la veinteañera), ya perdida, cantando. Una despedida con los temas que marcaron esos quince años de juventud (desde los quince hasta los treinta). Para ello, se ideo hacer un set de música de los noventa bien completito.

Lo que se ve, lo que se oye, lo que se recuerda...

Estaba todo el mundo muy pasado. Muy ciego. Sí. Efectivamente, la juventud así entendida había pasado, porque en sus caras ya no había nada de esa vampírica apetencia hecha de bruma y tiniebla, sino la más estereotípica expresión del más lugareño y folclórico alcoholismo. No les llamo alcohólicos, aunque los hay que tarde o temprano tendrán que admitirlo; lo que quiero decir es que esa decadencia carece ya de las voluptuosidades de un cuerpo joven y un cerebro despierto que aún no han sido desgastados a base de ese mismo abuso.

Es raro. La peor duda, la más extraña, es sin duda aquella que lleva implícita la sospecha sobre uno mismo.

Sí, yo no bebo (lo dejé por animal). ¿Seré un simple amargado que se dedica a criticar a los demás que se divierten? Pues eso es lo que yo pensaba siempre de aquellos que no actuaban como nosotros...

Es raro ver ahora estas ocasiones, estas fiestas, estos “momentos mágicos”, con la debida lucidez. La música fue desastrosa (salvándose dos o tres temas, eso sí, pues los músicos eran excelentes) porque el ambiente estaba... intoxicado. Berreaban por el micro. Parecía un ensayo de esos en que los invitados se desmadran y se lía, como cuando tenías tu primera banda con quince años.

NO faltaba, además, ese personaje que, no se sabe en virtud a qué principio, trinca el micro y no lo suelta en toda la tarde a pesar de no tener ni idea de cantar, no saberse ni una canción; ese que demuestra tener mucho talento para trabajar en una tómbola pero ninguno para la música; ese que además cuando se sube un verdadero cantante no se baja, sino que se queda a su lado mientras actúa, con alguna enigmática finalidad. Instintos básicos. Atavismo. Hablar más alto que los demás agarrado a un gran falo. El cetro del poder. El centro de atención inmotivado...

Era como ver chapotear a un animal sobre el barro y los excrementos con esa enigmática cara de disfrute...

Lo que se ve, lo que se oye, lo que se recuerda (y sus múltiples turbulencias)

Ahora veo e-mails de todos ellos felicitándose por lo que al parecer fue un éxito de fiesta, un flipe de música, una maravilla con tintes sentimentales.

Ahora entiendo yo más cosas.

De cuando bebía y me drogaba a lo bestia, y me parecía que todo fuera una ceremonia celestial.

Dios mío, si eso son los veinte años y ese es su homenaje...

... que no vuelvan nunca más.
Me alegro de estar donde estoy.

No hay comentarios: