Fernando suele vivir en áticos sin ascensor, desde donde perpetra sus sueños y planea hacerlos realidad aun a pesar de la naturaleza: son sus Torres de Babel. El ahogamiento es algo que hay que aceptar cuando se le visita. Recibe a sus huéspedes ataviado con su chilaba y les ofrece té y hachís, y sandía, y algo que leer, escuchar, discutir o comentar. Y a veces nos lee su poesía, y también desenfunda su guitarra, canta, la ofrece, es tañida por todos y hace las veces de marcapasos. Otras veces tiene vino, amantes. Acabo de llegar a su casa en plan visita sorpresa.
- Pasa, me alegro de que hayas venido; gracias por tu visita; ¿quizás te apetece algo de vino? Susana, vístete, por favor, o... Bueno, si no te molesta que esté desnuda... Perdona el desorden, vamos a fumarnos un porro, ¿no? Gracias, gracias por venir. Oh, ¿quieres agua? Te veo algo ahogado por las escaleras pero mira por la ventana, la primavera, tío, las flores, la puesta de sol, ¿estás escribiendo algo? Susana, ¿no te importa que se quede, verdad?- Susana se viste con aire indignado y se marcha dando un portazo.
Fernán se queda con una expresión de sorpresa, aunque una sorpresa lacónica, mientras me mira en pié desde el rellano de la puerta del salón, con su aire de siesta oriental, su pañuelo palestino meticulosamente colocado alrededor de su cabeza. De golpe, se empieza a hacer el duro, pero sabe que no me engaña. En realidad, lo hace para cabrearme. Es su forma de apreciar a la gente.
- No me importa, de verdad, tío, que se vaya. Tengo vino, vamos a emborracharnos- me dice a modo de solución.
Y se pone a leer poemas con intersecciones en árabe, alabando la grandeza de Alá. Otras veces se suele limitar a echarnos a todos porque tiene que estudiar, pero no es el caso de hoy. Así son sus Torres de Babel, construidas sobre los áticos desvencijados de casas antiguas que él elige como morada, sus cinco o seis pisos de escalada para alcanzar su nube hipnótica a donde nosotros, sus amigos-roedor, desertamos de forma masiva.
Salimos de allí y descendemos por las escaleras hasta la tierra caliente aún por el sol y le comento mi profundo desprecio por su luz y su calor. Hemos pasado un rato leyendo algo de Ezra Pound y nos hemos traído el libro con nosotros. Avanzamos veloces por las callejuelas acelerados por el pulso de la conversación y los pasos son sólo el eco de nuestros latidos, de nuestro deseo de que las calles se inunden de mosto, y que las fuentes, como llagas de la tierra, sangren la lava necesaria para que la gente se ame libremente por las avenidas y los parques y las plazas y las iglesias, que en nuestro sueño serán refundadas como balnearios tras la llegada del renacer que Fernán y yo jugamos a planear en secreto, y nos sentimos como Cristo al regresar del desierto, como si fuéramos gérmenes de una enfermedad mental más saludable que la cordura, los nuevos fundadores de una Babilonia de cristal, una Babilonia que vibre al ritmo de la agitación improductiva.
Nos late el corazón muy fuerte, y caminamos emocionados a paso decidido, y recitamos poemas en voz alta, y sentimos que nuestro pecho se expande, y volamos inmateriales, y el aire es cálido, y el aroma de la primavera nos embriaga y nos creemos llamas, nos creemos ángeles.
Fumamos más hachís sentados en una plaza, y escribimos y leemos, y cada verso parece un paso más hacia el surgimiento de la ciudad que soñamos. Y sonreímos, conscientes por vez primera de lo que somos, del hecho que explica nuestro accidentado tránsito por este mundo que hasta hoy hemos espiado a través de la mirilla de una puerta enferma y carcomida y que, tras derribarla de una patada, nos ofrece un espejo donde sumergirnos en nuestro reflejo. Cuando salimos de él para tomar el aire, brindamos.
Aparece Rogelio con su aire somnoliento, ese aspecto de vivir siempre en una siesta, esa actitud de lamento y ofensa, a la vez. Rogelio es un terrorista, un abominable hombre de las nieves, un esquelético ser que parece tener palillos de dientes en lugar de huesos. Rogelio es mitad animal, mitad vegetal, pero sus ramas se ocultan bajo su piel traidora de reptil con aspecto de mamífero. Hay consenso en cuanto al origen de Rogelio, el inmaculado Nosferatu de nuestra ruidosa turba poética. Casi todos opinamos que es un alienígena, alguna forma vírica “pluricelular” llegada de algún planeta con forma de interrogación.
Queremos beber cerveza, hace calor. Rogelio propone beber más vino.
-¿Vino?
-¡Claro, tío, vino!
Nos convence.
Claro, tío, vino, tío. Vamos allá, no se hable más. Esta idea no está nada mal. Apártense todos, por favor. Mande callar a su saco, señora. Vino tinto de Valdepeñas, de Rioja. No hay más discusión. Permítame, por favor. Este es el caso. Aquí estamos. Bien, no nos retrasemos. Cerca, muy cerca de todo y de todos, apartado a la vez, espían nuestros gestos. Resoplamos de ansia y nos relamemos. Maldito el camino. Teletransportémonos a un jardín de anémonas. Ahoguemos a las ranas en los estanques, graznemos subidos a los árboles, masacremos postales turísticas, colémonos en las fotos de las bodas, en las fotos oficiales. Hay una maldición en algunos gestos. Realicemos los gestos prohibidos, escalemos las esculturas, proclamemos la acción del despertador. Fernán-despertador, Rogelio-despertador, Amalia-despertadora y Diana-cazadora. Cazando, despertando. Odiados, estigmatizados. Alaridos en un confesionario, orgasmos exagerados en las procesiones, éxtasis místico, ¿dónde estás?
¡Buscad, malditos, el éxtasis místico!
¡Buscad, malditos, el éxtasis místico!
Rogelio se estira, extiende sus brazos y exclama “¡Oh, Voluptuosidad!” cada vez que pasa una chica, cada vez que lo acaricia la brisa, a cada calada de porro o a cada trago de tinto; o a cada verso de Pound. Es un roedor. Los roedores somos profetas en este estadio de cucarachas, pues aunque ellas sobrevivirán a una hecatombe nuclear, nosotros tocaremos los timbales, tocaremos la guitarra, cantaremos canciones sobre el chirriar de las puertas al son de la destrucción de los núcleos de uranio encadenados.
Vuelan las palomas sobre la plaza y dejan su opinión-excremento de un modo despreocupado sobre los hombres. Exactamente igual que los hombres. Veo miradas perdidas en la nada, similares a las de los gatos de encefalograma plano, en el ajetreo de los peatones vocacionales.
Rogelio nos recita algo de lo suyo. Fernando aplaude con entusiasmo.
- Es realmente tremendo lo que estás haciendo, Rogelio, de verdad. Me llena de rabia que nadie se haya parado a escuchar tu poesía atentamente ni sea capaz de apreciarla, deberías preocuparte algo más por publicar, tío, de verdad...
Rogelio resopla porque desprecia las concesiones, es un graznido dentro de un tonel vacío.
-...deberías ordenar tus versos y pasarlos a ordenador, corregirlos, hacer algo. ¡Joder, tío, vamos a fumarnos otro porro!
Fernando habla y fuma porros para reparar el daño. Yo guardo siempre silencio, yo escucho música, contemplo, pienso, a veces en voz alta, y lo que pienso desagrada. Es parte del directo.
Rogelio nos propone seguir a una chica que acaba de pasar ante nosotros. Seguir a chicas es una de sus aficiones. En cierta ocasión logró convencer a Sylvain Loiseau, un amigo común, para participar en una de sus persecuciones. Cierto es que Sylvain gusta mucho de hacer este tipo de cosas... El caso es que los dos, en silencio sepulcral, siguieron a una pobre infeliz hasta su casa. Una vez en el portal le propusieron que los invitara a tomar un café en su apartamento, a lo que ella se negó airadamente. La dejaron allí y siguieron su camino como si nada, mientras emitían extrañas disquisiciones sobre la relación existente entre la indiferencia y el terror.
Sin embargo, a pesar de sus repetidos fracasos, Rogelio insiste ahora en practicar de nuevo ese extraño deporte, pues aún alberga alguna esperanza de obtener comprensión o encontrar empatía en alguna de sus víctimas, y quiere que ocurra hoy. Yo me niego y luego se niega Fernán.
-¡Claro, tío, seguirla, tío!- exclama Rogelio con terquedad.
Rogelio resopla ante nuestra negativa y en eso queda todo. Su emotividad se manifiesta con resoplidos. Es como una locomotora que jadea, que expulsa vapor para moverse. Sabes lo que pasa a tu alrededor con sólo escuchar su respiración, te puedes evadir a otro planeta sin preocuparte: Rogelio está siempre atento a lo demás, dando parte a su manera.
Alex y yo sostuvimos durante un tiempo la teoría de que a veces, a su voluntad, era invisible. En momentos imprevisibles dejábamos de verlo y reaparecía junto a nosotros, delante de nuestras narices, justo cuando lo comenzábamos a dar por perdido. Parecía hecho adrede. Lo buscábamos con la mirada, no estaba, y siempre resultaba encontrarse caminando próximo, muy próximo a nuestro rebufo. No lo veíamos. Se perdía y lo volvíamos a divisar en el último antro, apoyado en un rincón, solitario, encogido, perpetrando algo, misterioso.
Decidimos largarnos de allí, pues Rogelio sabe de cierta inauguración de una exposición de pintura donde podremos comer y beber gratis. Saquear galerías de arte es otra de sus prácticas habituales.
Cuando llegamos comprobamos que se trata de pintura contemporánea influenciada por la pintura bizantina medieval. Una especie de iconos laicos. El ambiente es el esperado, ¿merece la pena contarlo? Hacemos y consumimos exactamente lo que nos hemos propuesto. Nos apostamos en una esquina del bufe, observamos los cuadros con aire interesado y cierta expresión trascendente. La prisa y el ansia no nos permiten concentrarnos en nada, de todos modos, y al final bebemos descaradamente, comemos descaradamente, miramos a las chicas con sempiterna abstinencia. Gesto fingido tras hipócrita falacia. Mentira tras mentira.
Nos miran mal, nos da igual, etc. El silencio tiene una pureza que suple todas las carencias, así que no añadiré nada más. Aúlla si estás de acuerdo, pared, y luego calla.
Alex suele aparecer de manera inesperada, con su sonrisa de joker y su guitarra al hombro, su aire rítmico de danza caminada. Siempre que se dirige a algún lugar o ninguno, baila, camina y canta a la vez, y eso hace al llegar a la exposición de arte donde hacemos gala de nuestra vocación parásita, pero déjame contarte algo más sobre Alex.
Un viernes me encontraba subiendo por las escaleras hacia mi torre cuando su voz sonó dentro de mi cabeza.
-No se hable más- decía. No se hable más.
En aquel momento comprendí que la noche iba a ser larga, fructífera e intensa. Por lo general, si alguien en cualquier momento propone beber whisky en su santa presencia, Alex siempre apostilla no se hable más; si es fumar hachís, no se hable más; si es marihuana, no se hable más; si es cocaína, no se hable más; si es un plato de merluza a la gallega, no se hable más, pero en este caso lo remata con un algo más musical y rítmico que lo habitual.
Todo va seguido de una lista infinita de no está nada mal.
- No se hable más, Uli, no se hable más. Vaya, esto no está nada mal.
Incluso cuando en cierta ocasión una chica le pidió que la besara.
- No se hable más. No está nada mal. Ajá.
Hay un cierto aire aristocrático en su manera de apreciar esas pequeñas cosas de la vida. Te lo imaginas como un señor, sentado en su sillón, con un gran mostacho, su bata de seda y sus babuchas calzadas, su puro habano en una mano y su whisky doble escocés con hielo en la otra, alabando las excelencias de algún tipo de caviar poco habitual y difícil de conseguir.
- No se hable más. No está nada mal. Sí.
Y es el caso que hoy, antes de visitar a Fernando, subiendo aquellas escaleras hasta mi morada, su voz, igual que antes, ha resonado de nuevo en mi cabeza como si mi cráneo estuviera hueco y fuera de bronce, y su voz fuera el badajo que me llamara a la oración reptil de la noche. Y ahora aparece con la guitarra en la exposición.
- Vaya, vino. Oh, canapés. Hombre, champán. No se hable más. Acércame la bandeja. Oh, no está nada mal, no, nada mal. Hoy tengo ganas de fiesta, sí. Beberemos whisky, no se hable más, Uli, no se hable más.
Acto seguido, cuando sus necesidades más inmediatas son saciadas, toma su guitarra como siempre y entona unas cuantas canciones para los estupefactos asistentes. Al pintor se le atraviesa un montadito de bacalao con salmorejo. Como es de esperar, al día siguiente los críticos de arte lo degollarán en sus reseñas de prensa.
Los críticos de arte son seres extraterrenales, abominables vampiros sedientos de sangre. En una república a su gusto se podría ser ejecutado por llevar una combinación de colores desequilibrada en el pijama. Los críticos de arte desempeñarían un papel burocrático importante. No podrían gobernar, pues para gobernar hace falta iniciativa, por lo que se dedicarían a vigilar y procesar. Eso se les da bien. Instalarían cámaras en todos los rincones y crearían una policía secreta ejemplar.
- Hum, he tenido noticias de que ha estado últimamente alabando las obras de Barceló. Hum...
Sería delito, por ejemplo, observar durante más de un minuto una cafetera, si bien sería considerado falta leve toser ante una obra de Miró, siempre y cuando se vista un chaqué de terciopelo. Las ejecuciones serían públicas, por supuesto, pero se denominarían performances, y los cadalsos, instalaciones. Una nueva inquisición a base de happenings sangrientos. El Inquisidor interrogando a un supuesto hereje.
- Tengo entendido que usted ha declarado que no le gusta Luis Cernuda porque le resulta pomposo. ¿Es eso cierto?
Y los ratones se tapan los ojos ante el horror del hacha rosa silbando al viento con paredes amarillas al fondo, y la sangre configurando un mural.
- Bravo, verdugo, una gran obra, sí señor. Le concedo el título de Artista Mediatizador. Sí...
Hay quien se atraganta con montaditos, pero hay también quien se atraganta consigo mismo con la misma mueca de quien ha sido sorprendido en un acto de torpeza suma, mirando en derredor, asqueado por la sorpresa. Oh, sí...
Mentes calculadoras a quienes aterra el caos: veo una república de mentes calculadoras donde lo imprevisto estará prohibido. La risa tendrá que ser previsible. Los perros serán aniquilados porque nunca se sabe cuándo van a cruzar la calle.
Así son el pintor y los asistentes, que lo asisten intentando evitar que se ahogue. Alguien que necesita ayuda para no morir al comerse un montadito, sin ser un anciano o un discapacitado, realmente merece morir. El mundo-balneario de los ruidosos-mudos que ultiman en desaforada calma las pasiones programadas con orden del día. Enlatados, enlatados. Hay un olor rancio, una pesadumbre de hojalata, de metal oxidado, de ausencia de frescura, de avitaminosis.
Alex continua tocando, canción tras canción. Recibe peticiones, dice sí, pero toca siempre otra cosa. Nunca canta lo que le da la gana, aunque la mayor parte de las veces interpreta algo muy próximo a ello, pues cuenta con un enorme repertorio donde escoger: toca siempre lo que no le piden, lo que es muy distinto a tocar lo que uno realmente desea. No es más que otra forma de dependencia del medio enmascarada en una supuesta independencia radical del mismo lo que, en realidad, hace de ambas actitudes, la servil y la irreverente, posturas gemelas.
Pero no importa, al final nos echan de todos modos cuando hay que cerrar el local, los invitados preguntándose de dónde hemos salido. Un enjambre de patosos espirituosos y neuróticos procedentes de lo más extraño de la psicofauna urbana ha hecho acto de presencia en su celebración. En realidad, un grupo de gilipollas, nosotros. Tras largos años de trabajo y meditación, lo hemos conseguido, pero ha llegado la hora de la ausencia.
- Oídme, ¿por qué no nos vamos a algún bar y nos bebemos unos vinos, eh? nos podemos fumar un porro, todavía me queda algo, no os preocupéis- dice Fernán.
No se hable más, no está nada mal
Al salir, descubro que la calle está empapada por la lluvia y la noche. Ni siquiera me he dado cuenta de la lluvia. Sin embargo, me pongo a recrearme mirando los charcos y los adoquines mojados y brillantes.
¿De qué están compuestos los mosaicos de la lluvia proyectada en las calles? Sus teselas son las gotas que traen el olor del viento y la memoria de haber volado por el cielo, la frescura de la noche que imitan en su caída libre, en su despertar aéreo, en su soledad. Así se siente la lluvia nocturna cuando se camina y todo es amplificado por la ebriedad, bajo el dominio seguro del desasosiego. Y soy el rey que se desliza por un mar de perlas, el brillo del suelo, sus miles de luciérnagas en continuo movimiento. El confidente de las luciérnagas camina feliz, cierra los ojos, extiende los brazos, se siente volar, incorpóreo, y su cuerpo pesado le hace desvanecerse poco a poco. No somos vegetales. No tenemos raíces. Niego. Y niego para afirmar.
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4 comentarios:
"Acabo de llegar a su casa en plan visita sorpresa."
Necesitaba tanto las visitas como tú subir.
"No se hable más!" - Perfecto
Ella odia las bodas.
Dice que casarse es antiguo y es someterse al marido.
Ella odia a los ninios.
Dice que son un agobio y que te cortan la vida.
Tiene toda la razón.
Comprendí que no era la mujer de mi vida.
Nada más.
Sólo era eso.
Va por correo privado, dada mi inquietud.
Diez mil saludos a los dos.
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