Hacía tiempo que no miraba mi guitarra con apetito goloso; ahora la miro y en el cruce de las cuerdas y los trastes se forma la expectación golosa del que va a jugar a la teja ante el cuadrilátero en el suelo.
Sí, yo jugaba a la teja de pequeño: era uno de los pocos juegos que se pueden hacer en soledad; aún así, no era raro que me interrumpiesen a pedradas los otros, los del fútbol, la lima, las canicas... Otras veces intentaba integrarme y me iba con ellos a jugar con la bici, o nos liábamos a pedradas unos con otros, o con otros chicos. Justo cuando yo me entusiasmaba y bajaba las calles a toda leche en contramano esquivando coches, y compraba petardos y hacía artefactos con excrementos de perro que hacía explotar en la iglesia, y pretendía hacer un grupo terrorista infantil-petardero, me daban de lado. Pasaban de mirarme como a un pseudo-mariquita a verme como un psicópata temprano, pero había algo bueno en eso: ya no me molestaban cuando jugaba a la teja. Más tarde encontré otros divertimentos solitarios, como llamar la atención de las niñas más guapas arrojándoles globos de agua. Correr al final era siempre el nexo común de todos mis juegos. Infancia.
A veces pasaba con mis padres por la calle Sierpes e intentaba que nos paráramos en Damas, donde siempre había guitarras en el escaparate, sin conseguirlo. Me encantaba mirarlas, brillantes, preciosas, suaves, llamativas... alejándose de mí. En la feria a veces había podido observar las orquestas; ya entonces me llamaba la atención el contraste de la atractiva belleza de esos instrumentos con el excremencial uso que de ellos se hacía; ya entonces me juré que nunca sometería a tan bello objeto a semejante humillación. Me daba rabia. Ellos, que sabían tocar y tenían esos instrumentos; ellos, que tenían ese poder en sus manos, hacían mierda en lugar de música. Claro que para mí era algo que formaba parte del todo. Tenía claro que el mundo estaba gobernado por imbéciles que parecían disfrutar jodiendo las mejores expectativas; estaba seguro de que era posible que esos cacharros sonaran como suenan en los buenos discos; que yo sí que lo haría, sería capaz. No sabía cómo. Pero era así, estaba seguro a pesar de mis continuas decepciones con respecto a la vida (particularmente, empecé a ser un escéptico cuando comprobé, tras varias hostias, que con las zapatillas “paredes” no se pueden subir las paredes, al contrario de lo que mostraba el anuncio de la tele, donde se veía claramente a una familia paseando por el costado de un rascacielos- mi madre no me dejó ver Superman cuando se estrenó en el cine).
Ahora veo mi guitarra, la sostengo, y os juro que dan ganas de darle un lametón; pero eso lo he recuperado hace relativamente poco...
Sin embargo, está algo sucia y no la he limpiado. Pero suena a rock cuando brama, eso sí.
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1 comentario:
Si le pegara un lametón a mi guitarra, me quedaría pegada.
No hace falta limpiar la guitarra, con tocarla te echa todo el polvo".
Un besillo
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