jueves, 23 de febrero de 2012

Solicitudes


Salía del instituto, era un lunes. Un día de mierda como cualquier otro, a pesar del sol, que lucía bien. Mi amigo Juan Antonio me comentó, de pasada, que las personas que se suicidan quedan como almas errantes en la tierra. Le gustaban esas curiosidades. Lo soltó como podría haber soltado cualquier otra cosa. Se lo había dicho su madre, o lo había leído, o visto por la tele, o algo así. No le di mayor importancia y me fui a casa.

Al llegar me encontré a mi hermana en la cocina, destrozada. Yo estaba enfadado con ella y pretendía no dirigirle la palabra, pero no fue posible.

- La prima Rosario ha muerto- me dijo, entre lágrimas.

La muerte. No. Me resistía a ello. Esa señora no entraba en mis planes, no entraba en mi vida y por supuesto no entraba en mi familia, esas cosas las tenía muy claras con la inocencia ignorante de quien tiene 14 años. Por lo tanto, eso era intolerable, inadmisible, no, no lo aceptaba. Inmediatamente pensé que Rosario se había matado en un coche el fin de semana, era la explicación más lógica. Me quedé un poco chocado, no me lo creía. Y vaya mierda, las juergas, las fiestas, los coches, el alcohol, matarse de esa forma tan absurda, todo desfilaba a toda velocidad ante mis palabras bloqueadas. Las palabras de mi hermana no lograban entrar y hacerse un hueco; esas no. Me fui, sin darme cuenta, al fondo de la casa, lo más lejos posible de la calle, donde había menos luz y todo parecía más profundo.

Caminando como un zombie de un lado a otro de la habitación, me la encontré de nuevo, parada en la puerta.

- La prima se ha suicidado. Se ha  tirado por la azotea, anoche, a la una.- y volvió a romper a llorar. Yo sólo sentía con decepción lo secos que tenía los ojos, y el extraño cero que sentía por dentro. Y, en cierta forma, tras el shock inicial, no me extrañaba; Rosario fue siempre un poco triste, melancólica. No era tan raro, aunque sólo en teoría. Quién nos iba a decir que se atrevería a hacerlo realidad...

- Qué fuerte- seguía diciéndome, entre temblores, mi hermana- ¡qué bestia, qué salvaje!

Justito a esa hora, en la víspera, ella me había largado una bofetada inesperada mientras discutíamos por quien se duchaba primero. Nuestra ducha solía estar muy solicitada de madrugada, con tanto lunático por la casa, pero fue raro; quiero decir, que ni ella esperaba dármela, a pesar de haberla insultado con la crueldad propia de los adolescentes.

(...)


Llegamos a Jaén, todos menos mis hermanos pequeños. Por mucho que intentara imaginar lo que me esperaba en aquel velatorio, nunca hubiera acertado ni de lejos con lo que allí había. Mis padres me lo habían advertido durante el viaje, pero yo hacía tiempo que no me creía nada de ellos; era como si funcionaran en una frecuencia de radio que no era la mía. Yo prefería mi sistema. La muerte, por la puerta grande, con todas sus galas de tragedia, en la familia de mi tío, ¿cómo nos podía haber pasado esto? Me pasé las horas anestesiado, sentado en la cocina, luchando porque no me tuvieran que consolar a mí también. Ante todo, luché por no derrumbarme. Pensaba que ya tendría tiempo para hacerlo en soledad. Mis tíos estaban destrozados y yo ahogado en esa realidad de la muerte que llegó sin avisar, pero lo logré, logré mantenerme firme toda la noche.

(...)


El funeral fue lo normal para una chica de 20 años que murió por voluntad propia. Todo lleno de jóvenes en la flor de la vida que se antoja que no deberían estar ahí, en estas tragedias; era como si estuvieran a destiempo, fuera de su ritmo vital, fuera de guión. El cura la conocía desde la infancia y estaba visiblemente dolido también, las lágrimas estaban por todos lados, el dolor era agudo y profundo. Estuve y no estuve. Simplemente pensé en ella a lo largo de toda la ceremonia y no en lo que el cura decía, barriendo hacia lo suyo. Luego, nos fuimos al pueblo de mi padre, tras el coche fúnebre.

Seguimos al ataúd en procesión, caminando por el cementerio, y una de mis tías-abuelas empezó a ejercer de plañidera. La odié por ello. No quería folclore ni llanteríos escandalosos en ese funeral, sólo tristeza real y sincera, pero sin lamentos; para eso ya era tarde, a todos se nos había escapado algo para evitarlo. No podía soportar esos llantos. La miré con un velado desprecio. No duraron mucho.

(...)

Llegué a casa con varios objetos de ella que me habían dado mis tíos. Mis tíos quisieron repartir entre todos nosotros muchas de sus cosas que podían ser útiles; era eso, o las tirarían, así nos lo pintaron. Joder, pensé, no me extraña que Rosario se quisiera ir de esa casa, era como si la quisieran borrar de la existencia: fotos, libros, todo lo querían fuera de la casa. Los tomé para salvarlos de la basura, para tener siempre presente que existió. Libros de texto, cuadernos y algunos discos, entre ellos el “Born in the USA”, de Springsteen. Ahora me interesaba lo que a ella le gustaba. También tenía otro de Luz Casal. Aunque lo oí en su casa, no me lo llevé, creo que lo cogió una de mis otras primas.

Ya era por la tarde, me encerré en una habitación y lo puse. “Ahora puedes”, me dije, “ahora puedes llorar todo lo que te has aguantado desde ayer, se acabó la pantomima y las obligaciones rituales”. Daba vueltas por la habitación, me arrojaba al suelo, me levantaba, me arrastraba a cuatro patas, y al final me recliné sobre las frías baldosas durante toda la tarde. Y volvía a poner el disco. Le gustaba a ella. Había que investigarlo.

¿Estaría observándome mientras la echaba de menos de una manera tan extraña? Tenía la impresión de que ella, que siempre había sido tan protectora y cariñosa conmigo, me vigilaba, cuidaba de lo que hiciera, sabía con qué ideas había coqueteado inocentemente. “No lo haré nunca”, le dije, “ya sé lo que es esto”.

Bruce sonaba y sonaba...

...pero nunca conseguí llorar.

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