jueves, 24 de octubre de 2013

La percepción de Rita




Rita no llamaba la atención a la primera, y eso que era alta y de ojos grandes. Era una chica discreta que no explotaba al 100% sus encantos y que no se dejaba ver demasiado; sin embargo, era inevitable que al cabo de un rato fueras descubriéndola: a pesar de su melena roja larga y descuidada y de su total desdén por el maquillaje y los cosméticos, bajo su jersey de lana ancho de corte andrógino se adivinaban ciertas formas muy prometedoras; sus mallas ajustadas negras dejaban entrever, bajo ese aire desaliñado, desenfadado y nada pretencioso, una figura de esas que pocas veces se ven. Y me gustaban sus enormes botas de montaña. Y yo, que además siempre sentí cierta debilidad por el pelo rojo, pasé de no darme apenas cuenta de su presencia a no poder dejar de mirarla e imaginar todo tipo de fechorías. Por aquella época, una pelirroja o una chica con el clásico teñido color caoba, daba igual, podían hacer conmigo lo que quisieran; tenían que ser muy horribles o muy lerdas para no poder hacerlo. Y ese no era el caso de Rita. No sólo resultó ser simpática y encantadora; es que era un bombón con el envoltorio aún puesto: piernas largas, culo redondo y bien colocado, hombros anchos y redondos también, unas tetas en su medida justa, una espalda preciosa que asomaba tras el cuello ancho del jersey, unas buenas caderas rematadas por una cintura de esas que dejan la curva superior del trasero en una tensión arqueada que resulta de lo más femenino y excitante, una boca preciosa y unos enormes ojos verdes. Un horror, vamos.

Llevábamos gran parte de la noche en la discoteca universitaria por excelencia de Leipzig: el Moritz Bastei, un antiguo bunker reconvertido en un complejo de ocio que incluía cafetería-restaurante y varias salas de baile para diferentes estilos, desde el tecno más radical a la música más comercial, una sala de conciertos enorme y otra, más pequeña, con música algo más tranquila, en la que podías o bien bailar o, incluso, charlar. Todo interconectado por un bar central con largas barras donde se servía cerveza a mansalva. Nosotros estábamos en la sala tranquila: una de mis compis de piso, Sara, y el resto de su gran grupo de amigos, entre los que estaba Rita. Me pasé toda la noche pendiente de ella, no podía dejar de mirarla. Charlamos un poco, a ratos, pero me intimidaba bastante. En general, me dio la impresión de que no se había fijado demasiado en mí. Nos despedimos al final de la noche y cada cual se largó a su casa, yo charlando con Sara de estupideces para variar, y también para hacer el largo camino a nuestro piso algo más ameno. Ella se reía.


(...)


Había pasado una semana durante la cual, en una ocasión, llamé a Rita para quedar, pero no estaba en casa y ya no me lancé más. Al menos sabría que la había llamado, que por mi parte había interés, pero no tenía demasiadas esperanzas en aquella historia.

La Universidad de Leipzig tenía una especie de rascacielos, construido al estilo futurista soviético en tiempos de la República Democrática Alemana, donde albergaba todas sus oficinas. Era (y es) un edificio enorme y horrible que culminaba en una especie de tajo diagonal que lo hacía acabar en una punta situada en una de sus esquinas. Por ese aspecto extraño la gente había apodado al edificio como “la muela del juicio”. Aquel año la universidad había vendido el rascacielos a un banco, había redistribuido sus oficinas por distintos lugares de Leipzig y vaciado cada despacho del recién vendido monstruo. Ahora los estudiantes iban a hacer una fiesta de despedida aprovechando el edificio vacío: cada facultad tenía asignada una de las plantas donde organizarían su cotarro como consideraran conveniente. El resultado era más de una veintena de plantas ocupadas de arriba abajo, de manera que todo consistiera en subir en ascensor hasta el mirador de arriba y bajar de fiesta en fiesta por las escaleras, para evitar subir un solo escalón (estaba muy bien pensado); es decir, habría más de veinte fiestas distintas, para todos los gustos. Además, habría teatro, proyecciones, instalaciones, conciertos y sesiones de DJs. La juerga prometía ser de antología, y con esa predisposición me dirigí al centro en tranvía con mis dos compañeras de piso, Sara y Colette.

Tras la larga cola para entrar, llegamos al ascensor y nos dirigimos al punto más alto del rascacielos. Allí había un número de music-hall la mar de divertido, todo lleno de gente hasta la bola, un ambientazo. Estuvimos dos cervezas allí y empezamos a bajar: había de todo. Nos íbamos parando en cada planta y era como un zoológico humano. Para cuando llegamos a la más baja yo ya llevaba como diez pintas en el cuerpo. Las chicas decidieron irse a casa, para sorpresa mía.

- ¿Qué?- les dije sorprendido.
- Mañana tenemos que estudiar- me dijeron las dos.
- Pues yo me quedo- les dije. Era intolerable.
- Pues pásalo bien- me dijo Sara.

Me metí de nuevo en el ascensor y volví a la planta más alta. El show ya se había acabado y los artistas estaban celebrándolo a base de champán. Aún quedaba gente. Empecé a bajar de nuevo. La verdad es que estaba solo, pero me daba igual. Iba haciendo mis paradas de avituallamiento y punto. Estaba viendo a un grupo de blues tocar cuando un dedo me tocó la espalda. Me di la vuelta. Era Rita. Fue toda una sorpresa, era la mejor coincidencia posible para mi.

- ¿Cómo estás?- me dijo toda sonriente con una media sonrisa la mar de atractiva. Me encantaba el timbre de su voz.
- Pues ahora solo, he venido con Sara y Colette pero se han largado ya.
- Me dijeron que me llamaste.
- Sí, era por si te apetecía salir conmigo a dar una vuelta.
- Vaya- dijo toda risueña- me sentí súper especial, me dije “oh, me ha llamado este tío”...

Yo me quedé asombrado, a partes iguales por interesarle y por mi torpeza en entender a la gente. Lo que no comprendía era por qué no me había devuelto la llamada, pero ese tipo de desajustes aún sigo sin comprenderlos hoy, mucho menos interpretarlos.

- Voy a por una cerveza, ¿quieres una?
- Eso no hay ni que preguntarlo- le dije.

Me quedé esperándola y observándola: estaba preciosa mientras esperaba en la barra. Pude ver cómo un tipo se puso a darle la vara. Ella pidió, tomó las dos jarras y volvió hacia mí con el tío detrás. Tal vez fuera un amigo suyo. El nota se despistó un momento y ella se me acercó.

- Hazte pasar por mi novio, por favor, que este no me deja en paz.

Estábamos muy cerca el uno del otro debido a la gran cantidad de gente que allí había. La miré a los ojos intentando escudriñar de qué iba, y sonreí con malicia. La acerqué hacia mí por la cintura y me devolvió una sonrisa similar sin apartar la mirada, con picardía. Nos empezamos a besar. Ni nos dimos cuenta de cuándo se marchó el pesado.

Seguimos el resto de la fiesta juntos, de planta en planta, liándonos cada dos metros, cada vez más borrachos, y en la fiesta de Bellas Artes pillamos un sofá y nos quedamos allí dándonos la paliza durante horas. No podíamos parar. La fiesta acabó. Nos fuimos a la calle. Amanecía sobre un Leipzig frío y nevado.

- Vamos a mi casa- le dije al oído, con ella abrazada a mi cintura, mientras caían copos de nieve a nuestro alrededor.
- No- respondió entre beso y beso.
- ¿No lo estás deseando?
- No quiero que se entere nadie de esto.
- ¿Es por Sara y Colette?
- Sí; es que he roto hace poco con mi novio y me resulta violento que me vean tan pronto con otro tío.
- Pues vamos a la tuya- le dije. Ella resopló.
- Mi compañero de piso es amigo suyo- y me volvió a apretar fuerte contra ella y siguió besándome- déjame tiempo, mantengámoslo mientras en secreto...

Dejamos que acabara de amanecer y cada cual se fue a su casa. Llevaba su sabor impregnado en la boca. Fui todo el camino en el tranvía relamiéndome los labios...


(...)


Pasaron dos días y me pegué otra juerga gorda por el centro de Leipzig. Llegué a casa a las ocho de la mañana, ya de día, pasé por el repartidor como un fantasma y me dejé caer tal cual en la cama, como un saco de patatas. Al cabo de lo que se me antojó apenas un suspiro me despertó Sara. Estaba hecho un desastre. Miré el reloj. Las doce.

- Venga, ven a la cocina, ¡es mi cumpleaños y han venido todos!

Se me había olvidado. Me levanté como pude, llegué a la cocina en pijama con mi cara de dormido y, efectivamente, allí estaban todos, incluida Rita, quince personas en aquella habitación. Antes de poder asimilar nada, algo o alguien me puso en la mano una taza de café mientras otros me ofrecían pasteles, tarta, tostadas. Había fruta, fresas con nata, rulaban copas de champán. Casi a la fuerza me sentaron en un sofá pequeño. Había nevado pero en esa cocina había un ambiente cálido que se agradecía mucho, y lucía el sol. Rita me miraba desde su asiento con cierta complicidad. Me sonreía. Teníamos un secreto.

Yo empecé a sentir los viejos síntomas que tan bien conocía. Por lo general, las tías me atraían hasta que empezaba a atraerles yo a ellas más de la cuenta, o sea, para algo más que un polvo. Como un reflejo del mal concepto que tenía de mí mismo, el que yo les gustara las convertía en sospechosas; no podían guardar nada bueno si alguien como yo les hacía tener sentimientos elevados, más allá del deseo o el capricho. Ya era consciente de ese problema, pero de algún modo se me anticipaba y se dedicaba a distorsionar mi sentido de la percepción, la imagen que captaba de ellas. No importaba que supiera que el problema lo tenía yo conmigo mismo de una manera racional; es que empezaba a percibirlas como seres horribles y hasta el deseo corría el riesgo de desaparecer. Me había pasado en la mayoría de mis historias anteriores y lo sentía venir entonces; vamos, que con Rita me estaba pasando lo mismo. Además, me jodía tener que fingir y liarme con ella a hurtadillas, como si fuéramos adolescentes. Siempre encontraba la manera de cargarme el encanto de las cosas, o bien distorsionando la realidad, o bien desperdiciando oportunidades de diversión en nombre de un sentido de la dignidad que no casaba en alguien que, a la vez, no se sentía digno del amor de nadie.

Decidí luchar contra esa pulsión, no dejarme convencer. Cada vez que Rita pasaba a mi lado y me acariciaba furtivamente la mano, me sentía un poco fuera de lugar. Me buscaba con la mirada y yo procuraba corresponderle, pero era como si no fuera yo mismo. Pasaban las horas y las botellas de champán, y pronto las tostadas y los dulces dejaron paso a las salchichas, el bacon y la comida caliente. Después, todos decidieron ir a dar una vuelta por el centro dando un paseo. Durante el camino Rita, a veces, caminaba junto a mí, me empujaba con el cuerpo o se me pegaba como si fuera algo casual. Y yo con mi extraña paranoia de autonegación. A veces nos quedábamos algo rezagados, y me besaba la mejilla de manera fugaz, para que nadie lo viera. En una ocasión se me acercó al oído.

- Ahora cada vez que veo la “muela del juicio”, pienso en ti...

Me decía cosas preciosas que yo no podía disfrutar plenamente, aunque lo intentaba. Le apreté la mano como respuesta y ella me la soltó rápidamente, pues los otros nos miraban, esperándonos. Y eso, a la vez, me brindaba el argumento perfecto para condenarla, en vez de dejarme llevar por un juego tan divertido. Y la distorsión hacía su parte del trabajo: empezó a parecerme menos guapa que antes, su figura ya no era tan estupenda, le encontraba defectos por todas partes. Y su insistencia en mantenerme oculto se me empezó a antojar como un signo de puerilidad. Tenía un ralle en la cabeza que te cagas. Llegamos a una tienda turca y todos entraron menos nosotros dos. Aprovechó para darme un largo beso en la boca allí, en plena calle. Cuando se separó, descubrí que ahora tampoco me parecía tan dulce el sabor de sus labios. Estaba hecho un lío, conocía el motivo, intentaba superarlo y, sobre todo, que ella no se diera cuenta de que yo estaba como diez rebaños de cabras. No era normal. Todos los tíos estaban locos por ella; yo mismo lo había estado hasta que ella se interesó por mí.

Una vez llegamos al centro, miré al rascacielos, luego a Rita, y me guiñó un ojo, sonriente. Nos despedimos todos y cada uno se fue a su casa, yo a la mía con Sara y Colette.

- Estás muy callado- me dijo Sara por el camino.
- He dormido poco.


(...)


Había planeado una escapada a Berlín con Sara. Le había comentado que tenía muchas ganas de ir y ella inmediatamente contactó con un amigo español que allí vivía y que nos iba a dar cuartelillo. Se informó del precio de los billetes de tren: iríamos empalmando cercanías tras cercanías, así resultaría mucho más barato. Estaba todo planeado y organizado, y aquel viernes, víspera de nuestra marcha, quedamos todo el grupo en una disco de reagge para tomar algo. El lugar tenía un restaurante-cafetería en la primera planta y la pista de baile en el sótano. Estuvimos todos cenando y tomando cervezas antes de bajar, con Rita sentada frente a mí, cada vez más desinhibida, haciéndome cosas con los pies y metiéndose conmigo cada vez que podía. Yo seguía luchando contra mi paranoia y aquella noche parecía que lo tenía todo más controlado. Mis distorsiones perceptivas parecían haber remitido y la volvía a ver como al pivón que en realidad era.

Una vez abajo, mi manera patosa de bailar me convirtió en una especie de mascota para todo el grupo. Todas mis amigas querían bailar conmigo, y me pasé así toda la noche, de brazos de una a brazos de otra. Cuando al final me tocó con Rita, la cosa se fue poniendo cada vez más caliente. Ella se me acercaba cada vez más, no parecía importarle ya que sus amigos nos vieran. Yo me dejaba hacer, claro. Y al final, allí, delante de todos, empezó a enrollarse conmigo igual que el día del rascacielos. En un momento en que Rita fue al baño se me acercó Sara.

- Supongo que será mejor que llame a mi amigo y le avise de que no vamos, ¿no? creo que hoy no duermes en casa y que te va a resultar imposible madrugar mañana...
- No- le dije- claro que iremos, me comprometí y lo haré.
- De verdad, no importa...
- Después de organizarlo todo no me parece bien dejarte tirada.

En esto llegó Rita y me volvió a atrapar. Tras un rato, los demás se marcharon y nos quedamos allí ella y yo solos. Sara me soltó un “no creo que vuelvas a casa...” antes de irse. Estábamos Rita y yo solos en medio de la pista, ya vacía, sin bailar, liándonos y riéndonos.

- Vamos a mi casa- me dijo.
- Hoy no puedo, de verdad- le respondí- le prometí a Sara que nos íbamos a Berlín mañana temprano, ha hecho todas las gestiones, no la quiero dejar tirada...
- Vaya...- y me miró como se mira a un granuja completo y sin vergüenza alguna- Vamos a la calle, anda...- y me agarró del jersey, tirando de mí.

Al lado de la puerta de la disco se apoyó de espaldas a la pared. Estábamos ya los dos bastante borrachos. Yo me quité el palestino y se lo puse alrededor de la cabeza, con los dos extremos en mis manos, y la atraje hacia mí para besarla. Ella se agarraba a los bolsillos de mi chupa de cuero. La luz de la calle entraba a través de los tejidos rojos y blancos. Hacía bastante frío. Ella estaba callada.

- Cuando vuelva será mejor, ¿no crees?- le dije. La volví a atraer hacia mí. La volví a besar.
- No; si no es hoy, no lo será nunca- me dijo en un tono a medio camino entre la seriedad y la broma.
- Venga ya...- y la atraje de nuevo, riéndome, esta vez dándole otra vuelta al pañuelo a nuestro alrededor, para ver sólo su cara y nada más. Nos dimos un beso largo y cálido.
- Si no vienes hoy, no pasará nunca...
- ¿Y tu compi, ya no te importa que lo sepa?
- Creo que ha quedado claro que ya no me importa nada...- y me volvió a atraer tirando de mi chupa de cuero.

Y seguimos así, con nuestras cabezas envueltas en el pañuelo, durante un buen rato, entre besos, recriminaciones, risas y excusas.

Al final me fui a mi casa y me fui a Berlín con Sara.


(...)


A las dos semanas me la volví a encontrar por ahí. Esta vez estábamos de nuevo solos los dos. Ahora se mostraba un poco reacia a reliarse conmigo. Estábamos en los sillones de un bar hippie charlando y tomando birras. La intenté besar, pero me apartó la cara en plan teatral.

- ¿Tanto te molestó?- le dije- tenía un compromiso con Sara, tu amiga. Cumplo con mis compromisos siempre, soy así, ¿no es eso lo que os gusta a las chicas?
- ¿No se supone que eres español, o sea, un completo desastre? Así pareces alemán...
- Venga ya, ninguno de los dos somos niños, cada cosa tiene su momento oportuno, como hoy...- y me volví a acercar a su boca. Me la volvió a apartar.
- Te refieres a oportuno para ti, ¿verdad?
- Venga ya, ¡si nos caemos bien!- le dije dándole golpecitos con los dedos por la cintura.

Pasamos así un buen rato, soltándonos pildoritas y recriminándonos cosas. Al final nos volvimos a liar.

- Me gustó lo que hacías con el pañuelo- me susurró al oído.

Sin embargo, me costó convencerla para ir a su casa. Estaba bastante ofendida por el feo que le había hecho. Fuimos paseando y atravesamos un enorme y oscuro parque, usando la luz de su bicicleta para medio ver por dónde caminábamos. De noche, con la nieve alrededor, con Rita, se me hizo un paseo gélido, sí, pero a la vez precioso.

- Vamos a mi casa- me puntualizó poniéndome el dedo índice sobre los labios- pero sólo dormiremos.
- Vale- le dije- ya pensaré algo.
- No pienses nada, nada va a funcionar, prefieres irte a Berlín con Sara a acostarte conmigo. Vaya tío...
- Dicho así suena fatal... pero ya pensaré algo.
- Ah, el orgullo de Don Juan...

La abrazé por la espalda y le mordí no demasiado suavemente el cuello, apretándola hacia mí por la cintura.

- No lo vas a conseguir.

Le besé la mejilla fuerte.

- Te crees que sí, pero no lo vas a conseguir...

Era curioso; ese día me parecía tan atractiva como el primero. Parecía que había controlado mi síndrome de rechazo: estaba como siempre, arrebatadora. Llegamos a su casa ya de día. Fui al baño y al regresar me la encontré metida en la cama y tapada por el nórdico. Me quité la ropa y cuando aparté las sábanas para meterme con ella la vi, en bragas, con una camisetita de tirantes. Estaba aún mejor de lo que nadie hubiera podido imaginar. Caí sobre ella como un gato salvaje.

- No vamos a hacer nada- me decía mientras le devoraba el cuello.
- Claro que no- le respondía besándole la boca mientras intentaba quitarle las bragas; pero no me dejaba hacerlo. Yo me detenía y la miraba con una sonrisa pícara.
- ¿De verdad vas a ser tan cruel?
- Quiero dormir, como no me dejes dormir, te echo.
- No me lo creo- le dije mientras le levantaba la camiseta y le chupaba las tetas.

Diez minutos después estaba en la gélida calle intentado averiguar dónde había una parada de tranvía. Me había echado. Sí, había sido un error ir a Berlín. Caminaba también buscando un estanco donde comprar tabaco, pero era demasiado temprano y todo estaba aún cerrado. Hacía un frío de cojones y había descubierto algo: con una chica, lo único peor que puedes hacer que estar a la altura de sus ideas preconcebidas en cuanto a que todos los tíos somos unos salidos de mierda, es no estarlo. No te lo perdonarán jamás. Así es la vida.

Y me marché a casa recordándola, libre de distorsiones ya, sin ninguna duda sobre ella y con mucho que lamentar al respecto...


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miércoles, 16 de octubre de 2013

Indolencia en expansión




Le acababan de llamar por teléfono. Era sábado y por lo tanto, al parecer, era inconcebible que pretendiera quedarse en casa. No importaba que hubiera salido bastante en las últimas semanas o que incluso la víspera hubiera optado por no recluirse; se trataba de la actitud, ahí estaba el problema, y ellos creían que transportando su cuerpo por los lugares comunes de encuentro y apareamiento eso cambiaría.

Él, por su parte, llevaba un tiempo pensando en cosas que había leído de filósofos escépticos sobre el camino de no retorno que ciertas certezas llevan consigo. El sentido trágico de la caída en el tiempo y, aún peor, la conciencia de esa tragedia, el vacío de los instantes o del infinito; el sinsentido de tener un cuerpo y pasearlo de aquí para allá para proveerse de alimento, agua y sensaciones que lo adormezcan o lo narcoticen frente a ese sinsentido general. La existencia se compone esencialmente de pasatiempos absurdos, entre medias del aprovisionamiento necesario para mantener la maquinaria vital en marcha, para seguir evitando aburrirse mediante el ejercicio de la alucinación voluntaria. Órganos, extremidades, para caminar hacia la comida y el agua que te posibiliten poder seguir caminando hacia la comida y el agua. Y dormir para poder volver a empezar. No basta con tener una conciencia del universo. Tienes que salir al exterior para que tus ojos lo vean, trasladarte. Tienes que ir hacia los paisajes, hacia las personas; incluso hacia el precipicio. Y caer es trasladarse. Y chocar. Es todo demasiado imperfecto para una conciencia que abarca tanto. Se fue a su dormitorio. Le volvieron a salir por el chat.

- Tío, no te quedes en casa, no seas tonto, vente, hemos quedado a las once en el central
- B=======D

Cerró el chat. Había leído algunas cosas y visto varias series de documentales sobre el cosmos y el sistema solar; por ejemplo, el destino del planeta, independientemente de que nos lo carguemos nosotros, no es muy halagüeño. La Tierra será engullida por el sol transformado en gigante roja, todo esto si antes no destruye la vida un meteorito pertinente, lo que estadísticamente es casi seguro, o no se enfría el núcleo del planeta desapareciendo el campo magnético y, de esta forma, quedar la superficie a merced de temperaturas que aniquilarán la vida mientras los vientos solares arrastrarán hasta hacer casi desaparecer la atmósfera, si no eliminarla del todo, como postulan que sucedió en Marte. Así que, tal como defienden los ecologistas, es malo cargarse nuestro hogar y privar a las futuras generaciones de él, pero incluso si la especie no se extinguiera y continuara su evolución, o bien aprendemos a hacer agujeros de gusano pronto o nos iremos a tomar por culo inexorablemente. Está muy bien cuidar el patrimonio histórico, pero tarde o temprano se irá todo al carajo. Y siendo así, la destrucción global de este hermoso paraíso en que vivimos dista mucho de ser el pecado mortal que pintan los más religiosos moralistas de la ecología, sino, en término absolutos, un breve adelanto de lo inevitable. Se fue al baño. Ahora eran mensajes de texto.

- Sal, no seas maricona!

Ya le empezó a resultar violento negarse tanto.

- OOOk, allí estaré.

Empezó a ducharse. ¿Y la luna? La luna se separa varios centímetros al año de la Tierra. Los dinosaurios veían una luna notablemente más grande que la nuestra y las mareas eran mucho más brutales. Cuando esté demasiado lejos, no habrá mareas, la luna tal vez entrará en órbita solar y dejará de estabilizar nuestro movimiento de rotación, y el norte y sur geográficos dejarán de ser estables, la Tierra girará caoticamente, los días y noches perderán su regularidad, las estaciones se descojonarán. La vida será imposible tal como la conocemos: ¿los agricultores se quejan del tiempo? Que se preparen si es que sobrevivimos hasta entonces. En cualquier caso, pensó mientras se ponía champú en la cabeza, a más corto plazo, apenas unas décadas, el mar entrará triunfal en esta ciudad. ¿Cómo pensar en jubilación alguna? Seremos refugiados hambrientos sin hogar, seguramente. Los que pagan hipotecas son unos ingenuos por partida doble: por el timo bancario y porque tendrán que entrar en sus hogares con escafandra. Habrá guerras, se están estableciendo tiranías, las sociedades se derrumban y el arreglo inmoral que proponen los neoliberales es tan sólo un parche. Y mientras se enjabonaba el cuerpo, repasó ese futuro que tantas veces había entrevisto: él moriría de hambre, es lo más seguro, como tantos millones más. Tal vez lo más razonable sería hacerlo con algo de dignidad. Armarse, organizarse, luchar. Pero para ello es necesario caer aún más bajo, que la gente alcance el grado necesario de desesperación para ponerse en marcha. En algún lugar había leído que para que estalle una revolución sólo es necesario que falte el pan dos días. Y eso aún no ha pasado. De todas formas, sabía con seguridad que es demasiado tarde, y lo lleva siendo desde hace ya bastante tiempo, para ninguna salvación; la revolución se hará por una mera cuestión de honor y luego se devorará a sí misma, como siempre.

Mientras se secaba, repasó algunas teorías sobre el destino del cosmos. El tiempo transcurre porque el universo se expande. Cada segundo que sentimos pasar es el tejido espacio temporal creciendo. Nos hacemos más grandes, como todo lo que nos rodea. Por eso no percibimos la expansión salvo en el paso del tiempo, al dilatarse. La interacción de los cuerpos sólo sucede en una dimensión temporal en expansión. Si no, todo sería un único instante detenido. Pasará la era estelar, cada vez habrá menos hidrógeno. Las estrellas nuevas irán siendo cada vez menos, las existentes envejecerán. Veremos un universo poblado mayoritariamente por estrellas rojas y enanas blancas, y agujeros negros, y oro procedente de supernovas. Luego, oscuridad. Fin de la era estelar. Y tras un espacio de tiempo inconmensurable sólo habrá neutrones solitarios a millones de años luz unos de otros. Y la expansión se detendrá, sin vuelta atrás. Un espacio semivacío sumido en un instante oscuro y eterno sin dinamismo ni vida. Incluso la era estelar, en comparación con el espacio de tiempo de oscuridad que nos separa de la detención total, será apenas un accidente breve y anecdótico; y dentro de la era estelar, los numerosos episodios de vida en distintos mundos apenas representarán un milisegundo de milagro accidental y pasajero. La vida es sólo un accidente breve y necesariamente finito. Regresó al dormitorio a vestirse.

Tan sólo la conciencia, como gran misterio, le dejaba preguntas. ¿Para qué venir aquí sólo para comprobar que es la oscuridad el origen y el final de todo? Pensar en “dónde”, con respecto a “qué” existe este espacio incomprensible en el que nos expandimos en forma de segundos, minutos, horas o milenios te da vértigo. Y al mirar a tu alrededor ves que sólo hay mamíferos preocupados por nimiedades sin trascendencia y, más básicamente, por aparearse y reproducirse como si todo fuera eterno. Y qué mal casan la inteligencia y los órganos sexuales, pensaba mientras elegía la camisa. Qué grandes tragedias y cuantos sufrimientos nos han infligido el no poder compatibilizar un alma propensa a tener un sentido de la justicia frente al opuesto de la animalidad visceral, que sólo entiende de lo que es posible o imposible. Da igual que esté mal moralmente: si tu polla se encuentra en disposición de penetrar a esa amiga sexy de tu novia, seguramente lo hará, porque puede hacerlo. Luego la mente intentará dar sentido a algo que por naturaleza no lo tiene. Hará juegos malabares, inventará sistemas morales supersofisticados para poder convivir con ese hecho. Le buscará una interpretación, una lógica, un sentido a ese acto cuando, de hecho, desde una perspectiva global, el “sentido” no existe. Ya estaba vestido. Salió a la calle.

Mientras caminaba, pensaba en el absurdo de trasladarse, etc. Intentó pensar en cosas más inmediatas. El amor se ha convertido en la religión del Siglo XXI. En sus interminables paseos por las redes sociales podía a diario constatar que la mayoría de las personas estaban traumatizadas por la tragedia de tener un cerebro con una cierta propensión hacia la moral y la ética, y unos genitales a la vez. Y a esa combinación nefasta la llaman amor. Y el amor degenera en traumas, en inseguridades, en crisis de personalidad, en depresiones y en tragedias. Ves a diario frases y citas hechas por inermes mentales que sirven para convencer a los abandonados de que en realidad son cojonudos, que se arrepentirán de haberlos abandonado, que les caerá un rayo divino y llorarán suplicando regresar porque existe la justicia universal. Mentira. Lo que sucede sucede porque es lo único que puede suceder en ese lugar e instante. La justicia no existe fuera de eso; es eso, y punto. La justicia es la rebelión humana frente a la arbitrariedad del todo. Cuando ves todas esas tretas desesperadas por dar sentido a todo este absurdo te dan ganas de joderles la marrana y decirles la verdad, que no es otra que la mentira de sus aspiraciones. Que no les quieren. Que los han olvidado y que es para siempre, y que, lejos de arrepentirse, se alegrarán de hacerlo. Sin más epílogos, sin más esperanza. Y que en realidad los seres humanos no son tan distintos los unos de los otros, y que sólo una predisposición voluntaria hace posible que cualquiera sea sustituido por cualquiera. Que depender de la aprobación psico-genital de otro es un signo de inmadurez emocional. Que nada nos libra de la infelicidad y que no existen los salvadores. Que debemos tomar apego a nuestra conciencia y aprovecharla y compartirla siempre que sea posible, pero no a cualquier precio. Que el amor es sólo reproducción disfrazada. Que nadie quiere desinteresadamente. Que sólo somos individuos egoístas que aspiran siempre a más, y se vuelven locos gradualmente hasta alcanzar el grado de obnubilación alucinatoria que llaman ser feliz.

Por otro lado están los paranoicos que creen que todo el mundo les odia, les envidia y hablan a sus espaldas. Y llenan también las redes sociales de mensajes dirigidos a esos enemigos velados que no dan la cara, seguramente porque no existen y en realidad a nadie les importa sus vidas supuestamente tan envidiadas; vidas tan cojonudas que precisan de ese reclamo indirecto de atención. En general, las redes sociales reflejan una población sumida en deseos superficiales, traumas sin resolver y trastornos de personalidad de todo tipo. Un mundo pirado, confuso, desorientado y obsesionado por el amor como único absoluto, como aspiración suprema. De todo, menos mirar a la realidad más inmediata. Cuando el hambre y la guerra les sorprendan, ¿qué harán? son demasiado enfermos y decadentes para suicidarse.

Llegaba al lugar. Aquel día no quería ligar, ni mucho menos follar. Era un coñazo la seducción. Había roto el juguete y, por no creer, ya no se creía ni el deseo. Era un todo-lo-mismo que ya ni siquiera engañaba a sus sentidos: podía ver la desesperación hasta en los gestos más tiernos de cariño. Todo era demasiado transparente. No había lugar para la ilusión. Se supone que eso era algo temporal: él también estaba enfermo de desamor, no dejaba de ser alguien unido a su tiempo y época. Fuera lo que fuera lo que sucediera, no estaba en condiciones. Algo estaba roto en el mecanismo con que la vida te la juega para perpetuarse inútilmente (al final nos tragará el sol). Pero la vida es astuta, pensaba. Se las arreglará para hacerte caer de nuevo, pero no hoy. Por el momento esa total indolencia y autosuficiencia le daba una consciente ilusión de ser intocable, y una oportunidad de ser él mismo sin necesitar fingir para introducir el pene en una vagina y eyacular en ella. Todo se le presentaba en un absurdo global sin puntos de referencia sólidos.

Al llegar se encontró bastante dicharachero. Después de tanta reflexión, hablar con personas le resultó refrescante. Le solía chocar esa contradicción cuando sucedía, pero al fin y al cabo él era humano también. Estuvieron un rato de cerveceo por allí y luego se fueron a una disco pequeña que no estaba lejos. Eso ya le gustaba menos: la música es una mierda en general en cualquier parte, demasiado alta para charlar y el paisaje demasiado deprimente para observar: gente desesperada buscando a gente igual de desesperada con quien copular y tal vez crear una nueva paranoia de salvación mutua que desembocará en un nuevo mar de frustración que descargar en facebook mediante mensajes, citas e indirectas obvias. La gente feliz, salvo excepciones, no suele tener mucha actividad en la red.

Al llegar se encontró el panorama que esperaba. Gente vestida para follar que disimulaba que quería follar mediante una entusiasta apariencia de pasión por la vida social. Todos mirándose de reojo. A él, que estaba en esa suerte de depresión en la que todo te la suda bastante, le resultaba cómodo no fingir nada en absoluto, y ello tenía como resultado un aspecto de no necesitar nada. Y claro, chocaba en medio de gente que necesitaba de todo y que encontraba en fingir no hacerlo, un arte. Mientras sus amigos bailaban, miraban de reojo a las chicas, hablaban con algunas o entre ellos para fingir ser muy interesantes y tener mucho que contar y no necesitar follar a pesar de estar ahí tan bien peinados, él se iba apartando gradualmente del grupo y buscando un lugar cómodo desde donde reflexionar sobre otras cosas, tales como el momento histórico que vivía. Esa discoteca acabaría bajo las aguas del mar y nadie parecía ser consciente de ello, a pesar de ser una certeza científica. Este momento se parecía al hundimiento del Imperio Romano. Se avecinaba una segunda Edad Media. Luego pasó directamente a mirar el reloj del móvil, chequear la actividad social, y después aburrirse y cagarse en la lay antitabaco que no permitía a los abúlicos como él ni el escape de hacer el transcurso del tiempo más ameno fumando. Todos nos expandíamos junto a nuestro tejido espacio-temporal sin darnos cuenta y lo único que ello le proporcionaba era una sensación de vacío, hastío y aburrimiento total.

Estaba haciendo cuentas sobre el tiempo que debía quedarse de más dentro de los límites de la educación cuando lo interrumpieron. Elevó la cabeza. Era una chica que musitaba cosas que no entendía por la mierda de música criminal con que el Dj se vengaba de su frustración por no ser músico.

- No te he entendido- le gritó al oído- la música está demasiado alta.

La observó: era una chica muy sexy, con un vestido muy ceñido y corto de color negro, tenía el pelo liso y negro, un flequillo a la altura de los ojos e iba bien maquillada con los labios, bonitos y carnosos, muy rojos. Piel pálida, ojos grandes y una figura estupenda con un escote generoso que ofrecía unas tetas que parecían ser muy bonitas al desnudo. Y olía estupendamente.

- ¡Que si estás bien!-le gritó ella en la oreja.
- No demasiado- le contestó- me aburro y la música es una mierda.

Se iban alternando en gritarse al oído.

- ¿Y por qué estás aquí si no te gusta?- dijo ella.
- Creo que no tengo personalidad en absoluto. Estaba pensando en salir a fumar.
- Ok, te acompaño, aquí no se puede hablar.

Se volvió para hacer un gesto a sus amigos y entonces se dio cuenta de que lo observaban desde hacía un rato. Los miró, se encogió de hombros y les dijo mediante señales que salía fuera. Ellos no respondieron, se limitaron a seguir mirando.

Fuera, el cretino de la puerta los obligó a alejarse unos veinte metros.

- Deberías ser policía nacional, tienes madera, lo que resulta esencial para ser madero- le dijo al portero.
- Ni te molestes en intentar volver a entrar, gilipollas- le respondió. Ella prefirió no decir nada: sus amigas estaban dentro.
- Bueno- dijo ella una vez lejos de la puerta- aquí al menos se puede hablar.
- Sí- respondió él- es un alivio, la verdad.
- Es que te veía muy apartado, como fuera de sitio.
- Y es verdad, no me apetecía salir, me insistieron mis amigos. Y este sitio tampoco es que me vuelva loco, la verdad- dijo mientras se iba liando un cigarro.
- ¿Me puedo fumar uno de los tuyos?- le preguntó.
- Claro- dijo él, extendiéndole la cartera con el tabaco y todo lo necesario. Ella lo miró un segundo a los ojos fijamente y sonrió después. Tenía una sonrisa bonita.
- Se me da fatal liarlos, ¿me lo podrías liar tú?

Él ya conocía de sobra el capricho de algunas mujeres por que les hagan cosas. Observan cómo lo haces, se fijan en tus dedos, en tu reacción, y luego saborean el cigarro como si les fuera a dar alguna pista sobre tu persona. A él le jodía tener que hacer dos, pero no quiso ser maleducado y se prestó al juego. Era raro. La miraba, era simpática y decidida, iba a por lo que quería y eso eran rasgos que él valoraba mucho; sin embargo, empezaba a entrever otras cosas. En el fondo de su mirada había una tristeza de una especie bien conocida. A la vez, no podía evitar sentir una tremenda pereza por entablar una conversación banal estándar, tener que explicar de nuevo qué había estudiado, en qué consistía su trabajo. Lió el cigarro en silencio con la esperanza de que su carácter introvertido la aburriera. Le dio el primero y se puso a liar el segundo. En plena labor ella le pidió fuego. Claro. Nunca tienen fuego. No sabía qué coño le pasaba a todas las tías que nunca compran mecheros.

- Espera un segundo que acabe-le dijo.

Una vez liado el segundo, rebuscó en su bolsillo y le acercó el mechero. Como era de esperar, ella dejó que sus manos rozaran levemente las suyas al encender el cigarrillo y lo miró de soslayo fugazmente, lo suficiente para analizar su reacción. Fumó profundamente y expulsó el humo con fuerza y hacia un lado. Lo miraba con mucha seguridad: sabía del poder de sus encantos, y con una media sonrisa mezcla de simpatía y curiosidad. Él se encendió el suyo y miró al suelo.

- ¿En qué pensabas?- le dijo directamente.
- Puf- dijo él.
- ¿Prefieres que te pregunte a qué te dedicas?
- No, no, odio eso.
- ¿Por qué?
- Eso equivale a preguntarlo, ¿no crees?
- Bueno, pero, ¿eres capaz de decirme en qué pensabas, o es que sólo te hacías el interesante?
- No seas borde, no estoy en la obligación ni de impresionarte ni de estar a la altura de ninguna de las expectativas que hayas creado. Las chicas como tú olvidáis eso fácilmente.
- ¿Como yo? Esto se pone interesante, ¿cómo soy yo?
- Joder...
- Joder, sí; contesta.
- Bueno, seré honesto. Tienes miedo en tus ojos y dolor. Lo disfrazas todo con tu imagen imponente, y haces bien porque así te va bien: impones respeto a los hombres y se prestan a todos tus tests. Creo que eres inteligente, a la vez insegura, te han hecho daño y eres bastante sensible e intuitiva.
- Hum...- dijo ella- ¿esto te funciona con todas las chicas?
- No lo sé, estoy fuera de circulación.
- ¿Tienes novia?
- Ni loco.
- Ajá, la has tenido y acabas de romper, o al menos no hace mucho.
- Ya te he dicho que eres intuitiva, no me lo tienes que demostrar.
- Entonces, ¿en qué pensabas?
- Te responderé si me prometes responderme tú luego a mi pregunta.
- Prometido- dijo ella, ofreciéndole un apretón de manos.
- Trato hecho- dijo él, sellando el pacto con el apretón. Tenía las manos suaves y los dedos largos y estilizados. Las uñas largas y pintadas de negro. Se miraron a los ojos, sonriendo, como si descansaran para el siguiente round.
- ¿Y bien?- inquirió ella.
- Pues estaba pensando en que todos los que están allí dentro actúan como si Sevilla no fuera a ser tragada por el mar.
- Venga ya...- dijo ella con incredulidad y decepción a partes iguales.
- Pues sí, lo siento.
- Eso es mentira.
- Yo nunca miento.

Ella lo inspeccionó de nuevo con la mirada.

- ¿Y bien, tú qué me querías preguntar?
- Pues muy sencillo: ¿por qué te has fijado en mí?
- Ya te lo he dicho, te veía apartado y mal.
- Eso es mentira.
- Eres listo, sabes que no lo es.

Se hizo un silencio. Se miraban a los ojos. Sonreían. Miraban a un lado y a otro.

- Yo no voy a volver a entrar, tengo la excusa perfecta: no me dejan- dijo él.
- ¿Y qué vas a hacer?
- Caminaré y seguramente al cabo de unos metros decida ir a casa y tomarme un café, ponerme música y fumar hasta que me entre sueño. O tal vez ver una peli o un documental.
- Planazo- dijo ella.
- Siento ser tan aburrido, pero es lo que hay.
- No era sarcástico, chaval.
- ¿Te parece un planazo? no me molesta la compañía, puedes venir, pero no pienso follar contigo.
- Eres tan insolente...- le dijo, y lo miró de arriba a abajo- ¿me lo prometes?

Él le ofreció estrechar la mano. Ella la estrechó.

- Prometido- dijo- lo has prometido chaval- añadió resaltándolo con el dedo índice. Lo tomó del brazo y se pusieron a andar camino de su casa.

Caminaron en silencio todo el rato. Era raro. Tanta familiaridad y cercanía. Él no podía evitar verlo todo con una lejanía de irrealidad. Su aspecto no lo hipnotizaba, y si había alguien con esa capacidad en el mundo, esa era ella. Algo estaba roto en él. Sólo quería compañía. Hablar. Todo lo demás no le interesaba, y eso era sin duda grave con alguien así a su lado. Llegaron a la puerta. Ella lo detuvo.

- Si voy a entrar en tu casa sería interesante saber tu nombre, ¿no crees?
- No- respondió mientras abría la puerta- a la mierda los nombres- y la abrió ofreciéndole pasar primero con modales exagerados, extendiendo el brazo.
- Hum... Capullo...

Entraron en la casa y la llevó al dormitorio. Allí estaba el ordenador, los altavoces, la cama y un sofá.

- Ponte cómoda, navega si quieres, voy a ir haciendo el café, supongo que quieres.
- Sí- dijo ella mientras escudriñaba pistas sobre él en el orden de la habitación, los posters, dibujos y cosas que colgaban de las paredes.

Fue haciendo el café en la cocina, preparando las tazas: le gustaba el café en tazas grandes y bien cargado, y solo. Entonces cayó en que no sabía si ella lo quería solo, con leche, con azúcar o tal vez sacarina. Volvió a la habitación y se la encontró sólo con el tanga y los ligueros puestos, reclinada toda sexy en la cama, mirándolo fijamente. “Oh, no”, pensó, "esto no, ahora no". Efectivamente, tenia unas tetas preciosas en el peor momento de su vida.

- Ehm... ¿el café lo quieres solo o con leche?- le dijo mirándola a los ojos.
- ¿Qué?- dijo ella algo contrariada.
- Solo o con leche; azúcar o sacarina; y cuánta.
- ¿Cómo?- dijo ya cabreada.
- Creo que me has entendido perfectamente.
- ¿De verdad te has traído aquí a una tía como yo sólo para tomar café?
- Y para ver un docu sobre el futuro nefasto del cosmos. Siempre digo la verdad. No estoy para juegos. Te lo dije y te lo prometí.

Ella se incorporó y se sentó en la cama.

- ¿TU ERES MOÑA O QUÉ?
- No; el café se va a enfriar.
- Pero, ¿QUÉ COÑO TE PASA TÍO? ¿DE QUÉ VAS? ¡ME PODRÍA HABER LARGADO CON CUALQUIERA DE ALLÍ, TE ELIJO A TI! ¿Y ME HACES ESTO?
- Te lo dije, paso de las tías por el momento, haber elegido a otro.
- ¿Te gustan mas los tíos o qué?
- No; ni siquiera entiendo por qué os gustan a vosotras.
- Aún estás pillado con esa tía.
- Mira, no tengo por qué contarte esto, pero me he acostado ya con cinco desde entonces; no es eso. No estoy en condiciones, paso demasiado de todo, de las otras cinco sólo una me habla, las demás o ya lo estaban, o se volvieron locas.
- ¿Y QUÉ TENÍAN ESAS QUE NO TUVIERA YO? ¡¡MIRA, YO TAMBIÉN ESTOY LOCA!!- dijo levantándose y gesticulando con las manos- ¿NO CREES QUE DEBERÍAS SACAR ALGUNA CONCLUSIÓN?
- ¿Que estáis locas de todas formas, se os eche un polvo o no?
- Mira- le dijo vistiéndose rápido toda enfurecida y nerviosa- pedazo de moña, me voy a largar, ¡¡Y NI TE CREAS POR ASOMO QUE VOY A SER AMIGA TUYA!!
- Bueno...

Ella se le quedó mirando un breve momento en que se podía sentir cómo crecía su indignación e impotencia a la vez que el espacio-tiempo se expandía.

- ¿¿CÓMO PUEDES PASAR DE TODO?? ¿¿SABES LO HUMILLADAS QUE HACES SENTIR A LAS PERSONAS??
- Sí
- ¡¡AAAARGH!!- gritó mientras salía de la habitación, cruzaba la casa y se iba dando un tremendo portazo.

Él se quedó un momento pensativo. La verdad es que no. Era mejor tomar café. Fue a la cocina, tomó las dos tazas y se puso un documental sobre otra teoría que hablaba de otro final estupendo del universo: que el tejjido espacio-temporal se rompería alcanzado un límite de manera análoga a como estalla un globo de goma cuando se infla demasiado.

Tal vez fuera él, y esa extraña curiosidad por ver hasta dónde puede llegar la poesía de la gente. El caso es que no podía evitar no sentir absolutamente nada en esa millonésima de millonésima de millonésima de segundo cósmico que significaba su vida en medio de este breve estallido de luz previo a una oscuridad eterna y sin sentido...


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miércoles, 9 de octubre de 2013

Corazón escultor





La extraña quietud de lo estático es difícil de mantener, porque en cuanto sonríes, la rompes, y se vuelve a desencadenar la eterna sucesión de causas y efectos de la que por un breve instante parecías haberte sustraído. Es una quietud aparente, es tan sólo un equilibrio de planeador. No te sustraes a nada, sólo logras un pacto entre la gravedad y la dinámica del viento y te crees al margen de todo cuando estás en realidad pringado hasta las cejas como cómplice secreto de la naturaleza. Pero que bonita ebriedad la del dolor levitante en la que por un momento intimas tanto contigo mismo que te das un calor que sólo se hace agradable al tacto del frío del exterior: te haces un ser de invierno.

Pero no puedes evitarlo: incluso permanecer invisible e inalcanzable en medio de una tormenta polar es actuar e influir y ser influido y coaccionado. La vida es así, supongo. Se trata de eso: ser una mosca que choca contra el cristal de lo imposible y se fascina por sus golpes y sus heridas inventándose nada menos que una Historia llena de algunas notables biografías. Dios debe estar ahí con el insecticida en la mano, sacándose un moco o algo. Danzar sobre tus alas como agonía es el papel del artista si es elegido para el gran momento. Si es más importante que sacarse un moco celestial.

Y no estabas solo, estaban los demás: eran tus compañeros de dolor, detenidos como tú, fascinados en la inflamación del instante que no se va, y daban algo de sentido y significado a la muerte en vida- los zombies nunca van solos. Ahora se van, gradualmente vuelven a escena, la vida llama porque nunca se fue. Y tú mismo acabas por actuar. Pero el absoluto, el infinito, el tiempo en conjunto, todo se veía tan claro desde allí, en esa dolorida inspiración con luz propia...

Hay un momento en que te reconcilias con la música, la risa, el sexo, incluso la gente. Poco a poco. Una charla por aquí. Y un polvo por allá. Y se encienden las chimeneas del verano y cuando te das cuenta...

¿¿¿Dónde está mi invierno????

Y lo que es peor:

¿¿¿Dónde está la fuente autónoma de calor que había nacido en mi pecho????


Porque el dolor se había hecho tan familiar que había adquirido la forma de un segundo corazón, gemelo del otro, hecho de lava incandescente. Que genial autosuficiencia era aquella fuente de calor, no depender de nada ni nadie, estar siempre irradiando luz roja y derritiendo polos. Ahora parece haberse enfriado y hacerse de una piedra impenetrable incapaz de latir, pero indolente al menos. El cadáver de un dolor.

Y el otro, el original, el culpable de todo, parece sonreírse al haber encontrado la manera de salir siempre intacto esculpiéndose a sí mismo en el mineral. Y vuelve a latir a temperatura normal.

¿Ha aprendido el corazón de mi, o yo de mi corazón?

Mis corazones clonados, antaño incandescentes y luego petrificados, se van sucediendo y deshaciéndose en mi pecho hasta no quedar nada, como obra del latido escultor primigenio; de manera análoga yo, entero, voy dejando garabateos, textos y melodías con las que expulso de mí a la parte menos interesante del dolor para mi fisiología y supervivencia. Quién habrá enseñado a quién...

Se ha hecho la luz y el verano y la interacción, y ahora echo de menos la soledad dolida del volcán solitario que escupía en rojo su desprecio al blanco helado de un océano glaciar que permanecía en permanente noche iluminado sólo por mi pecho profundo de corazón de planeta...

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miércoles, 2 de octubre de 2013

Un Laertes cualquiera






Llévate mi bendición y graba en tu memoria estos principios: no le prestes lengua al pensamiento, ni lo pongas por obra si es impropio. Sé sociable, pero no con todos. Al amigo que te pruebe su amistad sujétalo al alma con aros de acero, pero no embotes tu mano agasajando al primer conocido que te llegue. Guárdate de riñas, pero, si peleas, haz que tu adversario se guarde de ti. A todos presta oídos; tu voz, a pocos. Escucha el juicio de todos, y guárdate el tuyo. Viste cuan fino permita tu bolsa, mas no estrafalario; elegante, no chillón, pues el traje suele revelar al hombre, y los franceses de rango y calidad son de suma distinción a este respecto. Ni tomes ni des prestado, pues dando se suele perder préstamo y amigo, y tomando se vicia la buena economía. Y, sobre todo, sé fiel a ti mismo, pues de ello se sigue, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie. Adiós. Mi bendición madure esto en ti.

William Shakespeare (Hamlet)






Lena me había llamado de nuevo aquella tarde. Me invitaba a otra sesión de música callejera. “Por mí, bien” le dije. Como siempre, me parecía estupendo casi cualquier plan que me propusieran. Me había gustado la primera sesión en aquel paso subterráneo (o perejod, en ruso, donde “pered” es la preposición “bajo”, que aquí hace las veces del prefijo “sub”, y “jod” significa “paso”), bajo la Perspectiva Lenin, kilométrica avenida moscovita, que era donde yo vivía. No había estado mal: tocas, te echan pasta y luego te compras una botella de vodka en un kiosco y te la bebes con tus compañeros. Tenía sentido. Y era de las primeras veces que me ponía a tocar para la gente de manera indiscriminada, una experiencia nueva. No hubo pedradas, lo que para mí ya era bastante. Corría el año 1993, tenía sólo 18 años y aporrear la guitarra en plan Ramones con mi chupa de cuero bien puesta era mi mayor aspiración en la vida.

Llamé a Irina, más que nada por la formalidad. Sabía que ella, como moscovita algo pija, con su carrera de Derecho entre manos en nada menos que la Universidad Central de Moscú, no se sentía del todo a gusto con mis amigos músicos, que iban de bohemios y hippies anacrónicos; pero tenía que llamarla para al menos contarle mis planes, invitarla y que ella dijera que no. No era tan difícil, pero desde luego era una burocracia por la que había que pasar sí o sí. A mí tampoco me tenía por algo muy respetable: debido a mi aspecto, a mi indumentaria y a mis pelos, me solía llamar “chuchila”, o espantapájaros, en ruso, lo que acabó derivando en el diminutivo “chucha”, que se convirtió en mi segundo nombre. El ruso es un idioma que se presta mucho a hacer todo tipo de diminutivos, y los rusos gustan mucho de expresar sus sentimientos hacia la gente mediante su uso. Ella se llamaba Irina, pero también Ira, Irka o Irishka (este último el más familiar y cariñoso, y el que yo empleaba cuando me la quería llevar al huerto).

- Irishka- le dije musicalmente tras colgar a Lena y llamarla a ella a su casa- me han invitado Lena y su gente para irnos a tocar por ahí, ¿te apetece venirte?
- No, Chucha- me contestó con una mezcla de ironía, cariño y condescendencia- estaré en casa, ven por aquí cuando acabes.

Ira vivía en la misma planta del bloque que yo, la cuarta, en el hogar materno, junto a sus dos hermanas pequeñas y a un vil chucho blanco de esos ratimorfos. Le gustaba iniciar las violaciones a que me sometía delante de su madre, y luego agarrarme del cuello de la camiseta y llevarme casi a la fuerza a su cuarto para culminar, sobre todo cuando ya estaba borracha, se le encendían las mejillas y se le ponían ojos de felino hambriento. Yo me limitaba a seguir a rajatabla el dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, tras el pánico inicial. A todo se acostumbra uno. Cuando me fui a Moscú, mi padre, ya en el aeropuerto, me recitó de memoria los consejos que Shakespeare puso en boca de Polonio al despedir a su hijo Laertes, en Hamlet. Y dio igual que yo intentara escaparme a toda costa del tostón: me agarró de los hombros y me obligó a escuchar todo el discurso, enunciado en un cierto tono mezcla de teatral y sarcástico. Y, al final, siempre fui fiel a este consejo en concreto: “a todos presta oídos; tu voz, a pocos. Escucha el juicio de todos y guárdate el tuyo”. Sin embargo, al consejo “viste cuan fino permita tu bolsa, mas no estrafalario; elegante, no chillón, pues el traje suele revelar al hombre” no le hice nunca el más mínimo caso.

Salimos a la calle y decidimos irnos a un perejod más lejano que el de la primera vez, uno que lindaba con los límites del Parque Gorky. Estábamos Lena, Andrei (ambos vivían también en mi bloque, plantas vigésima y octava, respectivamente), Pasha y Anya. Normalmente tocaban versiones de grupos rusos como Kinó (legendario grupo pionero del pop ruso en los ochenta, cuyo líder y cantante Víctor Tsoy había muerto trágicamente en un accidente de moto y se había convertido en una especie de Jim Morrison nacional- todas las niñas tenían su póster en su cuarto, que lamían en la intimidad) o solistas como Mamonov (con mi cachondeo sistemático por motivos obvios cada vez que lo mencionaban, quien también había compuesto su blues con letra cómica tal como aquí hicieran Pata Negra, motivo por el cual lo despreciaba con una inquina personal y exclusiva). En general me reventaban ambos porque todas las canciones estaban compuestas sobre armonías menores, que se me han hecho siempre empalagosas e hirientemente estomacales, ya desde edad tan temprana; de las letras, además, pillaba bastante poco. Pero procuraba ser tolerante y me adaptaba e intentaba seguirles en la medida en que podía.

Estábamos a gusto. La gente pasaba, nos miraba, echaban billetes. El rublo estaba tan devaluado que los kopecs, en fin... haría falta varios sacos de ellos para una cerveza y sencillamente estaban fuera de circulación. Todo eran billetes. Se iban amontonando en las fundas vacías de las guitarras y nos íbamos calentando y nos lo pasábamos bien. A mis colegas les gustaba llamar la atención con su indumentaria hippie y les encantaba que los miraran. También escuchaban metal satánico en sus casas y besaban sus reproducciones en miniatura de famosos iconos ortodoxos con música de Mayhem de fondo, porque ser religioso allí, con el imperio del materialismo histórico, era de outsider, y el metal satánico, en tanto que fenómeno occidental, también. Yo procuraba pasar de todo, no merecía la pena buscarle un sentido a tanta contradicción de modas y aspiraciones que no eran más que una pose, tan absurda como las de aquí, más que otra cosa.

Me había logrado aprender una de las canciones de Mamonov cuando un tipo nos interrumpió. Llevaba un perro pastor alemán cogido con una correa muy corta y que no paraba de ladrarnos. Iba vestido con indumentaria militar y llevaba el pelo muy corto, aunque no rapado del todo. Era el típico corte castrense. Sin embargo, no era un tipo como los de Fuerza Nueva o Bases Autónomas que por entonces circulaban en España: este era lo que allí se conocía como un joven ejemplar del partido comunista. Patriota, conservador, racista e intolerante. El modelo soviético de ciudadano.

- ¡¡Hola!!- empezó con una amabilidad sarcástica. Los demás guardaban silencio y pude intuir por sus caras que la situación era peligrosa. Decidí callar y observar, y pasar todo lo desapercibido que pudiera. Mi acento me delataría como extranjero y ya había sido denunciado por una vecina a la policía como sospechoso de espionaje. Con los patriotas era mejor no dejarse ver demasiado. Además, el comisario político de mi bloque tenía un largo expediente a mi nombre por embriaguez pública, quejas por el volumen de mi tocadiscos pick-up o denuncias por tocar demasiado alto la guitarra eléctrica; la vehemencia expresiva de Irka en la cama también había quedado registrada en otra queja de la misma vecina, una vieja estalinista hija de puta. Ser extranjero te hacía sospechoso en el Moscú de 1993, aunque Yeltsin ya estuviera en el poder. Había tensión, así que me limité a observar. Ellos eran nativos. Conocían su país y su gente. Era mejor dejarles hacer.

Se hizo un silencio de varios segundos en el que el tipo nos miró uno a uno.

- ¿Vosotros trabajáis?- inquirió.
- No, somos estudiantes- dijo Pasha. Pasha era de esos tipos delicados, frágiles y enclenques que pecan de ingenuidad. Los demás lo miraron sorprendidos, como si hubiera cometido una estupidez supina al responder y dar lugar así a un diálogo peligroso.
- Ahhh- dijo el tipo- y si no tenéis dinero, ¿por qué no trabajáis en vez de estar por aquí pidiendo? ¡A mí es que estos jovencitos guapos y saludables me tocan muchísimo los cojones!

El perro seguía ladrándonos como si le fuera la vida en ello. Daba la impresión de que si el tío lo soltara nos destrozaría a todos.

- Pero nosotros lo hacemos por placer- contestó de nuevo Pasha. La mirada asesina de los demás fue ya patente hasta para el tipo.
- Ah, ¿sí?- nos dijo acercándose a la funda que contenía el dinero recaudado- entonces- se agachó y empezó a coger la pasta- no os importa que me lleve el dinero, ¿verdad, jóvenes guapos y saludables?- y siguió guardándoselo hasta que no quedó nada- si sois tan buenos y tan desinteresados, ¿no os importa que me lo lleve yo, que no soy un joven guapo y saludable, no os parece?

Todos callaron y nadie hizo nada por impedírselo. Yo ya me imaginaba de qué iba esto. La mafia cobraba su impuesto en todo tipo de actividad económica, desde la más baja hasta la más alta.

- ¿Sabéis?- continuó- tengo muy buenos amigos ahí arriba, no sé si entendéis de lo que hablo.

Todos callados como putas. Entonces me miró a los ojos.

- Y a ti, ¿se te ha tragado la lengua el gato?

Momento peligroso, pero supe reaccionar. Puse mi cara de cobarde acojonado sin palabras y miré al suelo. Dejó de mirarme. Miré a Lena. Me lo dijo todo con los ojos.

- ¡Qué encantadores!- dijo el tío volviendo a los demás- es por culpa de gente como vosotros que la patria, Rusia, la grande Rusia, sea hoy el hazmereír del mundo, es por culpa de gente como vosotros- y en esto nos fue señalando uno por uno con el dedo, yo incluido- que la Unión Soviética, el país más grande y poderoso del mundo, haya desaparecido. Malditos jóvenes guapos y saludables...

Y justo cuando parecía que la cosa se iba a poner peor, cogió y siguió su camino insultando a regañadientes mientras se alejaba dejándonos así: acojonados, congelados, en silencio. Ninguno movió un dedo. Debía tratarse de algo seriamente peligroso porque esta gente no eran de los que se amedrentaban fácilmente. Cuando llegó al otro extremo del perejod y él y su perro desaparecieron de nuestra vista, volvimos a tocar.

Parecía que todo había pasado, volvíamos a disfrutar de la música y de la gente, y tan metidos estábamos en ello que no nos dimos cuenta hasta que estaba a apenas cinco metros de nosotros: llegó andando muy rápido y decidido, sin perro, con una pistola en la mano.

- Ahora mismo estáis largándoos de aquí, basura- nos dijo.

Todos a una velocidad vertiginosa cogimos las guitarras, las fundas y las mochilas y salimos corriendo hacia el otro extremo de paso subterráneo, subimos las escaleras y seguimos corriendo, y no paramos hasta llegar al piso de Lena. Entonces caímos en que faltaba Pasha.

- Ya llegará- me dijo Lena para tranquilizarme- mientras tanto, vamos a fumar anashá.

El anashá era un derivado del cannabis que nunca he vuelto a ver en ningún sitio. Tenía textura de musgo y estaba rico que te cagas. Todos nerviosos aún, vaciamos un bielomorcanal (una marca de tabaco negro asqueroso llamada “canal del mar blanco”, en cuya construcción en tiempos de Stalin murieron miles de represaliados políticos) y lo rellenamos de la rica sustancia. Ya estábamos fumando y partiéndonos de risa por lo sucedido cuando llegó Pasha.

- Es que me fui por el parque para cruzar un lago por si nos rastreaba con el perro- nos explicó. Todos proferimos en una carcajada general e histérica. Las ideas peregrinas de Pasha...

Al cabo de un rato se hizo la noche y bajé a ver a Irina. Estaba algo pedo de champán. Su madre había tenido visita y estaban privando en el salón. Ella estaba tumbada en el sofá. Saludé primero a la madre y luego me presenté a su invitada mientras Ira me llamaba incesantemente desde el otro lado de la habitación. “¡Chucha, ven aquí!” gritaba con impaciencia “¡Chucha, ven aquí!”, sin dejarme ser educado con las señoras. Cuando acabé las formalidades, llegue hasta ella y me agaché para llegar a su cara.

- ¿A que no sabes lo que nos ha pasado?- le dije.
- Seguramente os han intentado matar- dijo riendo, y sin darme tiempo a responder me agarró por la nuca y me dio un muerdo largo y caluroso, mientras oía a las otras con su conversación como si nada, a mis espaldas.- te estaba echando de menos- me dijo algo más bajito después.

Se levantó, sonriente y feliz, me cogió la mano y me llevó inmediatamente a su cuarto y me puso a follar sin más dilación.

En realidad daba igual: para bien o para mal estaba vivo, allí, sumido en el momento...


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