miércoles, 2 de octubre de 2013

Un Laertes cualquiera






Llévate mi bendición y graba en tu memoria estos principios: no le prestes lengua al pensamiento, ni lo pongas por obra si es impropio. Sé sociable, pero no con todos. Al amigo que te pruebe su amistad sujétalo al alma con aros de acero, pero no embotes tu mano agasajando al primer conocido que te llegue. Guárdate de riñas, pero, si peleas, haz que tu adversario se guarde de ti. A todos presta oídos; tu voz, a pocos. Escucha el juicio de todos, y guárdate el tuyo. Viste cuan fino permita tu bolsa, mas no estrafalario; elegante, no chillón, pues el traje suele revelar al hombre, y los franceses de rango y calidad son de suma distinción a este respecto. Ni tomes ni des prestado, pues dando se suele perder préstamo y amigo, y tomando se vicia la buena economía. Y, sobre todo, sé fiel a ti mismo, pues de ello se sigue, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie. Adiós. Mi bendición madure esto en ti.

William Shakespeare (Hamlet)






Lena me había llamado de nuevo aquella tarde. Me invitaba a otra sesión de música callejera. “Por mí, bien” le dije. Como siempre, me parecía estupendo casi cualquier plan que me propusieran. Me había gustado la primera sesión en aquel paso subterráneo (o perejod, en ruso, donde “pered” es la preposición “bajo”, que aquí hace las veces del prefijo “sub”, y “jod” significa “paso”), bajo la Perspectiva Lenin, kilométrica avenida moscovita, que era donde yo vivía. No había estado mal: tocas, te echan pasta y luego te compras una botella de vodka en un kiosco y te la bebes con tus compañeros. Tenía sentido. Y era de las primeras veces que me ponía a tocar para la gente de manera indiscriminada, una experiencia nueva. No hubo pedradas, lo que para mí ya era bastante. Corría el año 1993, tenía sólo 18 años y aporrear la guitarra en plan Ramones con mi chupa de cuero bien puesta era mi mayor aspiración en la vida.

Llamé a Irina, más que nada por la formalidad. Sabía que ella, como moscovita algo pija, con su carrera de Derecho entre manos en nada menos que la Universidad Central de Moscú, no se sentía del todo a gusto con mis amigos músicos, que iban de bohemios y hippies anacrónicos; pero tenía que llamarla para al menos contarle mis planes, invitarla y que ella dijera que no. No era tan difícil, pero desde luego era una burocracia por la que había que pasar sí o sí. A mí tampoco me tenía por algo muy respetable: debido a mi aspecto, a mi indumentaria y a mis pelos, me solía llamar “chuchila”, o espantapájaros, en ruso, lo que acabó derivando en el diminutivo “chucha”, que se convirtió en mi segundo nombre. El ruso es un idioma que se presta mucho a hacer todo tipo de diminutivos, y los rusos gustan mucho de expresar sus sentimientos hacia la gente mediante su uso. Ella se llamaba Irina, pero también Ira, Irka o Irishka (este último el más familiar y cariñoso, y el que yo empleaba cuando me la quería llevar al huerto).

- Irishka- le dije musicalmente tras colgar a Lena y llamarla a ella a su casa- me han invitado Lena y su gente para irnos a tocar por ahí, ¿te apetece venirte?
- No, Chucha- me contestó con una mezcla de ironía, cariño y condescendencia- estaré en casa, ven por aquí cuando acabes.

Ira vivía en la misma planta del bloque que yo, la cuarta, en el hogar materno, junto a sus dos hermanas pequeñas y a un vil chucho blanco de esos ratimorfos. Le gustaba iniciar las violaciones a que me sometía delante de su madre, y luego agarrarme del cuello de la camiseta y llevarme casi a la fuerza a su cuarto para culminar, sobre todo cuando ya estaba borracha, se le encendían las mejillas y se le ponían ojos de felino hambriento. Yo me limitaba a seguir a rajatabla el dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, tras el pánico inicial. A todo se acostumbra uno. Cuando me fui a Moscú, mi padre, ya en el aeropuerto, me recitó de memoria los consejos que Shakespeare puso en boca de Polonio al despedir a su hijo Laertes, en Hamlet. Y dio igual que yo intentara escaparme a toda costa del tostón: me agarró de los hombros y me obligó a escuchar todo el discurso, enunciado en un cierto tono mezcla de teatral y sarcástico. Y, al final, siempre fui fiel a este consejo en concreto: “a todos presta oídos; tu voz, a pocos. Escucha el juicio de todos y guárdate el tuyo”. Sin embargo, al consejo “viste cuan fino permita tu bolsa, mas no estrafalario; elegante, no chillón, pues el traje suele revelar al hombre” no le hice nunca el más mínimo caso.

Salimos a la calle y decidimos irnos a un perejod más lejano que el de la primera vez, uno que lindaba con los límites del Parque Gorky. Estábamos Lena, Andrei (ambos vivían también en mi bloque, plantas vigésima y octava, respectivamente), Pasha y Anya. Normalmente tocaban versiones de grupos rusos como Kinó (legendario grupo pionero del pop ruso en los ochenta, cuyo líder y cantante Víctor Tsoy había muerto trágicamente en un accidente de moto y se había convertido en una especie de Jim Morrison nacional- todas las niñas tenían su póster en su cuarto, que lamían en la intimidad) o solistas como Mamonov (con mi cachondeo sistemático por motivos obvios cada vez que lo mencionaban, quien también había compuesto su blues con letra cómica tal como aquí hicieran Pata Negra, motivo por el cual lo despreciaba con una inquina personal y exclusiva). En general me reventaban ambos porque todas las canciones estaban compuestas sobre armonías menores, que se me han hecho siempre empalagosas e hirientemente estomacales, ya desde edad tan temprana; de las letras, además, pillaba bastante poco. Pero procuraba ser tolerante y me adaptaba e intentaba seguirles en la medida en que podía.

Estábamos a gusto. La gente pasaba, nos miraba, echaban billetes. El rublo estaba tan devaluado que los kopecs, en fin... haría falta varios sacos de ellos para una cerveza y sencillamente estaban fuera de circulación. Todo eran billetes. Se iban amontonando en las fundas vacías de las guitarras y nos íbamos calentando y nos lo pasábamos bien. A mis colegas les gustaba llamar la atención con su indumentaria hippie y les encantaba que los miraran. También escuchaban metal satánico en sus casas y besaban sus reproducciones en miniatura de famosos iconos ortodoxos con música de Mayhem de fondo, porque ser religioso allí, con el imperio del materialismo histórico, era de outsider, y el metal satánico, en tanto que fenómeno occidental, también. Yo procuraba pasar de todo, no merecía la pena buscarle un sentido a tanta contradicción de modas y aspiraciones que no eran más que una pose, tan absurda como las de aquí, más que otra cosa.

Me había logrado aprender una de las canciones de Mamonov cuando un tipo nos interrumpió. Llevaba un perro pastor alemán cogido con una correa muy corta y que no paraba de ladrarnos. Iba vestido con indumentaria militar y llevaba el pelo muy corto, aunque no rapado del todo. Era el típico corte castrense. Sin embargo, no era un tipo como los de Fuerza Nueva o Bases Autónomas que por entonces circulaban en España: este era lo que allí se conocía como un joven ejemplar del partido comunista. Patriota, conservador, racista e intolerante. El modelo soviético de ciudadano.

- ¡¡Hola!!- empezó con una amabilidad sarcástica. Los demás guardaban silencio y pude intuir por sus caras que la situación era peligrosa. Decidí callar y observar, y pasar todo lo desapercibido que pudiera. Mi acento me delataría como extranjero y ya había sido denunciado por una vecina a la policía como sospechoso de espionaje. Con los patriotas era mejor no dejarse ver demasiado. Además, el comisario político de mi bloque tenía un largo expediente a mi nombre por embriaguez pública, quejas por el volumen de mi tocadiscos pick-up o denuncias por tocar demasiado alto la guitarra eléctrica; la vehemencia expresiva de Irka en la cama también había quedado registrada en otra queja de la misma vecina, una vieja estalinista hija de puta. Ser extranjero te hacía sospechoso en el Moscú de 1993, aunque Yeltsin ya estuviera en el poder. Había tensión, así que me limité a observar. Ellos eran nativos. Conocían su país y su gente. Era mejor dejarles hacer.

Se hizo un silencio de varios segundos en el que el tipo nos miró uno a uno.

- ¿Vosotros trabajáis?- inquirió.
- No, somos estudiantes- dijo Pasha. Pasha era de esos tipos delicados, frágiles y enclenques que pecan de ingenuidad. Los demás lo miraron sorprendidos, como si hubiera cometido una estupidez supina al responder y dar lugar así a un diálogo peligroso.
- Ahhh- dijo el tipo- y si no tenéis dinero, ¿por qué no trabajáis en vez de estar por aquí pidiendo? ¡A mí es que estos jovencitos guapos y saludables me tocan muchísimo los cojones!

El perro seguía ladrándonos como si le fuera la vida en ello. Daba la impresión de que si el tío lo soltara nos destrozaría a todos.

- Pero nosotros lo hacemos por placer- contestó de nuevo Pasha. La mirada asesina de los demás fue ya patente hasta para el tipo.
- Ah, ¿sí?- nos dijo acercándose a la funda que contenía el dinero recaudado- entonces- se agachó y empezó a coger la pasta- no os importa que me lleve el dinero, ¿verdad, jóvenes guapos y saludables?- y siguió guardándoselo hasta que no quedó nada- si sois tan buenos y tan desinteresados, ¿no os importa que me lo lleve yo, que no soy un joven guapo y saludable, no os parece?

Todos callaron y nadie hizo nada por impedírselo. Yo ya me imaginaba de qué iba esto. La mafia cobraba su impuesto en todo tipo de actividad económica, desde la más baja hasta la más alta.

- ¿Sabéis?- continuó- tengo muy buenos amigos ahí arriba, no sé si entendéis de lo que hablo.

Todos callados como putas. Entonces me miró a los ojos.

- Y a ti, ¿se te ha tragado la lengua el gato?

Momento peligroso, pero supe reaccionar. Puse mi cara de cobarde acojonado sin palabras y miré al suelo. Dejó de mirarme. Miré a Lena. Me lo dijo todo con los ojos.

- ¡Qué encantadores!- dijo el tío volviendo a los demás- es por culpa de gente como vosotros que la patria, Rusia, la grande Rusia, sea hoy el hazmereír del mundo, es por culpa de gente como vosotros- y en esto nos fue señalando uno por uno con el dedo, yo incluido- que la Unión Soviética, el país más grande y poderoso del mundo, haya desaparecido. Malditos jóvenes guapos y saludables...

Y justo cuando parecía que la cosa se iba a poner peor, cogió y siguió su camino insultando a regañadientes mientras se alejaba dejándonos así: acojonados, congelados, en silencio. Ninguno movió un dedo. Debía tratarse de algo seriamente peligroso porque esta gente no eran de los que se amedrentaban fácilmente. Cuando llegó al otro extremo del perejod y él y su perro desaparecieron de nuestra vista, volvimos a tocar.

Parecía que todo había pasado, volvíamos a disfrutar de la música y de la gente, y tan metidos estábamos en ello que no nos dimos cuenta hasta que estaba a apenas cinco metros de nosotros: llegó andando muy rápido y decidido, sin perro, con una pistola en la mano.

- Ahora mismo estáis largándoos de aquí, basura- nos dijo.

Todos a una velocidad vertiginosa cogimos las guitarras, las fundas y las mochilas y salimos corriendo hacia el otro extremo de paso subterráneo, subimos las escaleras y seguimos corriendo, y no paramos hasta llegar al piso de Lena. Entonces caímos en que faltaba Pasha.

- Ya llegará- me dijo Lena para tranquilizarme- mientras tanto, vamos a fumar anashá.

El anashá era un derivado del cannabis que nunca he vuelto a ver en ningún sitio. Tenía textura de musgo y estaba rico que te cagas. Todos nerviosos aún, vaciamos un bielomorcanal (una marca de tabaco negro asqueroso llamada “canal del mar blanco”, en cuya construcción en tiempos de Stalin murieron miles de represaliados políticos) y lo rellenamos de la rica sustancia. Ya estábamos fumando y partiéndonos de risa por lo sucedido cuando llegó Pasha.

- Es que me fui por el parque para cruzar un lago por si nos rastreaba con el perro- nos explicó. Todos proferimos en una carcajada general e histérica. Las ideas peregrinas de Pasha...

Al cabo de un rato se hizo la noche y bajé a ver a Irina. Estaba algo pedo de champán. Su madre había tenido visita y estaban privando en el salón. Ella estaba tumbada en el sofá. Saludé primero a la madre y luego me presenté a su invitada mientras Ira me llamaba incesantemente desde el otro lado de la habitación. “¡Chucha, ven aquí!” gritaba con impaciencia “¡Chucha, ven aquí!”, sin dejarme ser educado con las señoras. Cuando acabé las formalidades, llegue hasta ella y me agaché para llegar a su cara.

- ¿A que no sabes lo que nos ha pasado?- le dije.
- Seguramente os han intentado matar- dijo riendo, y sin darme tiempo a responder me agarró por la nuca y me dio un muerdo largo y caluroso, mientras oía a las otras con su conversación como si nada, a mis espaldas.- te estaba echando de menos- me dijo algo más bajito después.

Se levantó, sonriente y feliz, me cogió la mano y me llevó inmediatamente a su cuarto y me puso a follar sin más dilación.

En realidad daba igual: para bien o para mal estaba vivo, allí, sumido en el momento...


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