lunes, 2 de febrero de 2015

La longitud del verbo


Como una cometa,
mi vuelo queda atado por las palabras...

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El catalizador






Había regresado a mi piso de mi retiro temporal tan pronto como le pagué lo que le debía a la casera. Todo se había precipitado en los últimos días: la llegada de la transferencia, el pago de todas las trampas, recuperar mi habitación, la compra del billete para volar de vuelta a España. Para mi sorpresa, Suzanne estaba contenta de verme, se la veía más animada que hacía unos meses, cuando aquellos encuentros nocturnos furtivos de ese tipo del que se supone que no-se-debe-hacer-con-compañera-de-piso ocuparon varias semanas con algún que otro trastorno sentimental de por medio. O trastorno a secas, directamente. Estaba más alegre, más viva, con esa mirada gris que al sol de verano que entraba de costado por la ventana se le llenaba de luz. Aquella delicadeza de elegancia innata se le seguía notando en la manera en que sujetaba con los brazos su pierna, flexionada y apoyada en el asiento de la silla en que estaba sentada, con la rodilla abrazada contra su pecho y la barbilla y su sonrisa sobre ella, mirándome. Y yo sabía perfectamente que no eran rasgos fingidos. Esa sensualidad delicada y a la vez ardiente, esa entrega desde sus ojos entrecerrados por el sol tan sincera, era real. La conocía, la había probado. Y estaba enganchado a eso.

Tenía que ir a casa de Katrina y Stefan, donde había alquilado una habitación meses antes. Necesitaba escanear unos documentos que debía llevar conmigo a España y Katrina me dijo que podía usar su scanner. Eso había sido un par de días antes en el flower power, donde me la había encontrado borracha perdida. “Nos portamos muy mal contigo” decía, “se suponía que éramos tus amigos”.

(...)

Bueno, todo había sido extraño desde el principio, cuando nos presentó un amigo común allí en su casa, con motivo de una invitación a cenar. La cena estuvo bien, la cocina de Katrina era estupenda, y luego me obligaron a jugar al magic con las cartas de marras. Al parecer les caí bien, como luego me contara este chico. “Son de muy pocos amigos, es raro que alguien les caiga bien y se abran con él”. Yo, sin embargo, nunca me doy cuenta de nada, ni siquiera de lo extraordinario. Katrina era bastante guapa, despierta, inteligente y aguda. Más tarde descubriría el otro lado de estas virtudes: si tenía una papa chunga, toda esa agudeza se convertía en una afilada y fina hoja de afeitar con la que hacer daño en los lugares más indicados con una total y refinada puntería. Su padre era pastor protestante, ella se sentía freudianamente abandonada por él y por ello tenía pulsiones simultáneas de adoración y rechazo paternal, y una necesidad de aprobación permanente de los hombres, y de dominarlos, a la vez. Por eso estudiaba sociología, ciencias políticas y teología. La gente se reía cuando lo contaba y ello la complacía. Stefan era un metal-kid que no tenía estudios pero sí una dilatada experiencia en fiestas, festivales y acciones degeneratrices en general. Muy guapo, apuesto y con un cierto deje de pasotismo que hacía las delicias de Katrina.

- La primera vez que lo vi- contaba Katrina en aquella primera cena- yo bajaba las escaleras de la entrada de una discoteca y él las subía hacia la calle, y al volverme para mirarle el culo me caí escaleras abajo, jajajajaja

Ambos eran de Lübeck pero estaban en Leipzig por los estudios de ella. Stefan no trabajaba ni estudiaba. Ambos vivían de las becas y ayudas sociales. Stefan se quejaba de la situación en la antigua RDA. “En Lübeck estaría trabajando sin problemas” decía.

Al día siguiente me llamaron de nuevo para volver a quedar. Me invitaron de nuevo a cenar a su apartamento. Esta vez fue la misma Katrina la que resaltó por teléfono que, desde que llegaron a Leipzig, no eran gente de muchos amigos y que lo mío era una rara excepción. El caso es que fui, cenamos de nuevo, bebimos grandes cantidades de cerveza, pusimos música, etc. Era una noche invernal de nieve y me invitaron a dormir en su casa. Me instalaron en el salón, trajeron más colchones y todos pasamos la noche allí incluido su perro Jackie, quien por supuesto se pasó la noche pegado a mi cabeza. Todo habría sido normal de no ser porque al final no salí de allí en cinco días.

La cosa fue sucediendo así: cada vez que quedábamos o nos veíamos era para varios días, no me dejaban irme antes. Me llevaba bien con ellos, aunque a ratos me extrañaba que una pareja como esta pusieran tanto empeño en tener a un tercero allí metido. Tal vez jugaban a cuidarme como si fuera su criatura, o hubiera problemas para los que mi presencia actuaba como un catalizador de malas reacciones sentimentales latentes entre ellos. Tras navidad tuve que mudarme de mi piso y ellos me ofrecieron la habitación libre a muy buen precio, así que acabé viviendo allí.

La convivencia resultó extraña, todas las noches dormíamos el clan humano más el perro en el salón en plan comuna, y yo, que veía pasar los días, semanas y meses, me preguntaba cuándo cojones echarían un polvo estos dos. Ese ritmo casi inexistente resultaría intolerable para mí si viviera con mi pareja. Esa falta de intimidad. No comprendía el miedo que tenían a quedarse solos cara a cara; o lo comprendía tan bien que prefería hacer como que no lo sabía. Se había formado una extraña familia que de algún modo servía para tapar algo que subyacía.

El caso es que cada vez me sentía más controlado por estos dos y procuraba desaparecer cada vez que se terciaba, lo que era bastante fácil, brindándoles de paso la oportunidad de estar solos. La convivencia estaba relajando demasiadas cosas: Katrina se paseaba desnuda camino del baño sin ningún problema y a mí, la verdad, era algo que no me importaba, no me provocaba turbación alguna, pero notaba que a Stefan sí. En nuestras charlas de horas con cervezas había visto que sus valores en cuanto a las mujeres eran en el fondo bastante tradicionales. Y en cierta ocasión en que Katrina se la pilló gorda en un pub, tuve que llevarla a casa, tras enfadarse con Stefan (la acusaba de tontear con unos tíos en la barra), aguantarle la llorona y un abrazo largo que yo, desde luego, tomé como un mero gesto de amistad. Luego llegó Stefan, borracho también, y me preguntó directamente si yo me tiraría a Katrina. “Para mí es como una hermana”, le dije. Pero todo estaba muy viciado y me di cuenta de que me había metido en un extraño juego del que sólo me había percatado cuando ya era tarde. “Katrina se estresa mucho contigo”, continuaba Stefan, “cuando te ve sentado mirando a la pared durante horas no sabe qué te pasa, si estás bien o te sucede algo malo”. La vieja historia de siempre.

La transferencia de febrero se atrasaba, y se atrasaba por tanto el pago de mi alquiler. Desde aquel suceso había procurado ausentarme más, buscar aire fresco, salir de allí. Eso exasperaba a Katrina. “Me siento como una imbécil”, decía, “viéndote siempre de fiesta y sin dinero mientras nosotros pagamos lo nuestro y casi nunca salimos”. Otras veces, si llevaba a alguna chica, la examinaba con rigor de madre y ninguna le parecía bien. “Dos semanas” sentenciaba Katrina al salir ella por la puerta, “os doy como mucho dos semanas”. Llegó un momento en que la situación se hizo insoportable, la transferencia seguía sin llegar, y mis colegas me sacaron de allí tras recibir en casa de un amigo, que celebraba una fiesta, el siguiente mensaje telefónico de Katrina: “no vengas a dormir”. La transferencia llegó finalmente una semana más tarde, fui a su casa, pagué lo que les debía, y nos despedimos de manera fría. Katrina estaba muy cabreada. Stefan estaba más bien confuso. Jakie, el perro, se alegró de verme.

(...)

Así que me la había encontrado en el flower power dos días antes. Habían sucedido cosas desde entonces: ella se quedó embarazada para recibir la ayuda estatal para maternidad. Tras la noticia, Stefan regresó Lübeck para trabajar y ganar pasta con el mismo fin. Katrina había sufrido un aborto natural mientras tanto, Stefan le dijo que era culpa suya por estar todo el día de juerga y la abandonó. Así que estaba sola, sin niño, completamente tirada. Y esta vez sí que estaba borracha perdida y buscando la aprobación masculina, como siempre que le daba la papa chunga, y se dedicaba a cabrear y provocar a todos los tíos que estaban en la barra. Demasiados palos juntos para una sola persona, pensé, a pesar de toda esa extraña relación en que me había metido casi sin darme cuenta.

Tenía delante a Suzanne. Qué distinta había sido nuestra convivencia, haciendo lo que no se debe hacer, sí, pero desde luego lo mío con ella era sano sin duda. Sexualmente maravilloso. Sin oscuridades. Así que le dije que tenía que ir a escanear esos papeles en casa de Katrina, que tardaría un poco, y ella me prestó su bici para que regresara antes.

Llegué, me recibió fríamente, escaneó los papeles rápido y me dio el diskette (era 1999). Tenía prisa, ya que tenía que ir a trabajar. La acompañé hasta la parada de tranvía y, una vez allí, me miró con ojos llorosos. Esperaba un beso, un beso de verdad. Eso se lee muy bien en los ojos, eso que nunca había querido ver en los de ella. Lo que no quería que hubiera sucedido jamás por mi amistad con ellos.

Le besé la frente en cambio, y le deseé buena suerte tras un abrazo, y me fui de allí pedaleando con la sensación de que, a pesar de todo lo que había pasado, en cierto modo era yo, al final, quien más daño había hecho de los tres por una suerte de viscosidad en mi comportamiento. Porque esa noche la pasaría con Suzanne, quien me pediría entre gemidos que me quedara en Leipzig con ella, mientras yo me escabullía como una anguila de toda suerte de vínculos y ataduras, en medio de una deriva de muerte de la que sólo yo era inconscientemente responsable, empeñado en creer que se puede pasar por la vida sin afectar gravemente la vida de los demás, como si un veneno sonriente y bienintencionado pudiera dejar de ser tóxico al capricho errático de su voluntad ciega y enferma...


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