miércoles, 26 de febrero de 2014

Lo mejor que le puede pasar a un gato





Me gusta acercarme a esa confitería en concreto, no sólo porque el género sea excelente, sino porque además te dan bebida caliente para llevar. Un buen croissant, o una napolitana rellena de crema o de chocolate, un buen café y un banco de la alameda bajo el sol de las diez o las once es la mejor manera de empezar un día ocioso. Ninguna tostada de mierda servida por un camarero a través del aire suicida de las terrazas se puede comparar con eso. Pronto van llegando las familias, los niños, los grupos de amigos y en general toda la gama de decadencias varias que van a dejarse servir comida que sabe siempre igual mientras miran al más allá acariciando la idea de suicidarse porque ese sumum para el que han trabajado toda su vida no les hace felices. La insatisfacción de la infancia perfectamente intacta desde una inconsciencia de cabeza de chorlito. Una vida tirada a la basura, en lo que respecta a lo que realmente importa. Comer solomillo y no alcanzar la plenitud. Qué abismal testimonio ante el que quedarse sin ningún plan B. Ah, sí, el alcohol es el plan B de todo el mundo, pero con distinción. No se trata de ponerse al sol mientras un trabajador que gana una mierda te sirve la comida lista para que sólo le tengas que hincar el diente como si fueras un imbécil inerme. No funciona, de alguna manera la treta hace aguas, algo se escapa entre las manos como si fuera arena. Hay que ser feliz, felicitarse a uno mismo o a los demás dentro del fingido círculo de amistad pura y desinteresada, ejercida por depredadores de la comparación dolosa, en un marco de olímpicas vanidades disimulado con una pretensión de elegancia que sólo queda en ordinariez evidente; hay que encumbrarse a base de cerveza. Entonces sí, todo parece no ser lo que es. Unidades de insatisfacción en torno a mesas encantadoras y bajo un sol primaveral medicándose con etanol para no morir del dolor del absurdo de sus vidas, mientras se desean lo peor unos a otros tras hipócritas sonrisas y muestras de altruismo que sólo pretenden ser reclamos publicitarios de un ego que atrae todo hacia si como si hubiera tirado de la cadena del retrete. Van llegando a las doce, a la una. Lo invaden todo. Las unidades de insatisfacción acuden en manada para calmar la conciencia con un fracaso soleado de sábado o domingo más. Ese es el momento de largarse.

Lo he intentado otras veces. Vas, te sientas, te sirven, y te sientes un discapacitado, un paciente de una residencia para inútiles, y no puedes disfrutar del sabor. No puedes disfrutar de nada. Occidente se ha convertido en un infierno de césped donde los tontos tragan basura servida con diligencia mientras los bancos se quedan su dinero y hacen guerras por el mundo que ninguno de los idiotas, que las pagan, ve. Me voy a una frutería. Plátanos y manzanas. Me largo al parque, pero está lleno de gente. Y también hay bares para que las familias se pregunten por qué lo hicieron, mientras corren tras los niños sin poder saborear nada, como cada vez que lo intentan y lo intentarán. El mejor momento del día, el croissant y el café al sol en la independencia de mi banquito. Lo demás lo estropea la desesperación comunitaria y sus tretas.

Así que me largo del parque. Es difícil huir de un sábado o un domingo. Me siento junto al río y me pongo hasta arriba de fruta. El río está lleno de deportistas, pero al menos pasan de largo. Como siempre, sentado en el suelo con algún gato cerca. Luego me largo al local.

Al entrar en el corralón veo un gato negro que me mira como si me conociera. Me paro. Lo saludo. Lo acaricio. Me maúlla como si fuera un hermano que llevara mucho tiempo sin ver. Quiere algo. Lo acaricio otra vez, le hablo un poco y sigo. El gato va tras mis pasos. Entro en la nave y abro el local. El gato me sigue. Me siento en el sillón. Se me sube encima. Maúlla. Me da cabezadas. Ronronea, se pone cómodo en mi regazo y se duerme. Entra Carlos.

- ¿Y este gato?
-  Pregúntale a él.
- Qué raro, araña a todo el mundo- me responde, y se va.

Grabo unas armónicas sin poder desembarazarme del minino. Desde entonces, sólo tengo que tocar la armónica para que acuda desde donde esté cada vez que voy. Punto del día. Luego recibo un mensaje. Julia viene. Me voy a casa, me ducho, la espero, llega.

Nos revolcamos toda la tarde desnudos por la cama. Una piel suave, un olor que despierta, besos y caricias. Palabras agradables, abrazos cálidos y fuertes. Todo tan extraño, tan sorprendente, tan absurdo. Sé una persona un rato. Déjate engañar por lo inmediato. ¿Recuerdas cuando el tacto abría mundos? No todo es sólo piel y vanidad.

Pero no lo puedo evitar, al final la aferro por la cintura, aprovechando que está tumbada a mi lado y me da la espalda, mientras le muerdo la nuca como un gato y se ella se retuerce en medio de un no-sé-qué que sólo es una proyección de todo este no-sé-qué general en que vago de delirio en delirio sin entender nada, esperando a procesarlo todo a la mañana siguiente mientras bebo café y pellizco el croissant bajo la luz cálida de una explosión nuclear eterna a la que transijo en llamar sol, aunque sólo sea hidrógeno sin nombre, casi como los gatos...

... casi como todos nosotros...


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martes, 25 de febrero de 2014

El por qué de los gatos




Cuando era niño solía pasar tardes enteras subido a la azotea de la casa familiar, completamente solo, para observar el paisaje, la puesta de sol, dejarme llevar por las ráfagas del viento, o pasar las horas entre alguna travesura y muchos sueños. A veces disponía de un carrete y hacía fotos. Otras, observaba con los prismáticos a los pájaros, o las viejas torres de las iglesias; a veces, cuando tocaban a muerto, buscaba el campanario, luego la campana más grande, que daba la nota más grave, y después localizaba el martillo o el badajo con la intención de verlo percutirla antes de oír esa nota tan trágica; la que estremecía el corazón de un niño que pensaba en los difuntos. Eran tardes llenas de magia: el naranja del atardecer en un cielo abierto de par en par, la muerte en el aire, las nubes y el aliento soplado desde los cielos. Te hacía suspirar sin un motivo claro. La mayor parte del tiempo me dedicaba a dejarme llevar por los pensamientos o a procesar las vivencias del momento, tirado sobre el suelo, al sol o bajo las nubes. 

Solía ocurrir que siempre, en algún momento de la tarde, los gatos solitarios que pasaban de largo por los tejados como si vivieran en otra dimensión, me llenaran de curiosidad durante un rato, absorbieran mi atención. Los observaba, los seguía con la mirada, se daban cuenta y se volvían y me miraban a los ojos desde una distancia segura. A veces se quedaban allí unos minutos, intrigados al sentirse tan vigilados, para intentar averiguar si había algún negocio que les interesara. Luego se marchaban y seguían su camino.

Me preguntaba qué asuntos importantes y graves ocupaban la mente de estos gatos que les hacía vivir una vida solitaria y, sin embargo, llena de una extraña responsabilidad secreta que les llenaba la vida.

¿Cómo se hacía eso de estar solo y sin embargo sentirse pleno?


Ahora, cuando recuerdo y pienso en ello, me resulta curioso que investigara el por qué de la soledad serena de los gatos, cuando era yo quien pasaba las horas arriba, como ellos, sin ninguna compañía y sin siquiera darme cuenta de ser un solitario feliz.

Yo era un gato que observaba gatos, tan intrigado por ellos que olvidaba ser otro felino eremita; ese, al que observo ahora desde la distancia segura del tiempo con mucha atención: siempre en la exclusiva compañía de sí mismo y cerca del cielo abierto, con los ojos de par en par como dos lunas.

Le pregunto cómo lo hace;
se lo pregunto en el sueño y en la vigilia,
se lo pregunto en todos los segundos de mis días...


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lunes, 24 de febrero de 2014

Tarde, o más tarde



Era natural que la envidia y los celos hechos profesión nos acabaran salpicando; no era ya ser más que ellas, cualquiera; la que te disputara el puesto de jarrón erectador en cualquier ámbito o la que te disputara el de la profesión más remunerada y vistosa, sino ir más allá y ser más que yo. Las almas mezquinas no hayan la tregua ni en el afecto. Por la osadía de referirme a tu cordón umbilical sin romper me creíste por encima, y la altura y sus estratos son muy del gusto de los niños que miran estanterías como si fueran el mundo. Como un borrón sin definir...

Y entonces las sospechas, la deslealtad, el desprecio, y la marcha.

El cordón sigue sin romper, has encontrado enfermero nuevo, y yo sigo por encima en tu cabeza.

La verdad no es cuestión de voluntades. No te necesita ni a ti ni a mí.

Pero te encontrará tarde, o aún más tarde...


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miércoles, 19 de febrero de 2014

En la vida no hay botón "deshacer"





El empedrado está cada vez peor. Me preocuparía si tropezar y caer significaran algo para mí. Saludo a los que pasan. Algunos, demasiado modernos, no responden; si algo he observado con el paso de las décadas es una gradual aceptación social del “yo y mis cojones”. Empezamos nosotros. Pagar a escote. Antes se turnaban en pagar las rondas. O las comidas al completo. No es ya una cuestión de crisis. Nosotros ya fuimos un niño-una bicicleta. Tal vez sea eso lo que más me avergüenza. Estos cretinos que no devuelven el saludo son sólo unos continuístas de lo que inició mi generación. Con nuestros tempranos ordenadores MSX hicimos del cálculo una religión. Pagar más de la cuenta, o dividir entre todos sin hacer un correcto fraccionamiento de los conceptos implicados, es como cometer sacrilegio. No puede ser. Veinte céntimos es un trozo de alma robada. Ahora sólo veo gente que piensa mediante una hoja de cálculo y me da asco. Ante todo que el balance no sea negativo. Van al psiquiatra. No saben qué les pasa pero yo sí.

El egoísmo es vergonzoso y me gusta que se intente disimular; a eso se le llama educación, o hipocresía agradable. Sé cómo es la naturaleza humana y no necesito que me lo restrieguen permanentemente por la cara: es algo que cuando se sabe nunca se olvida. Al menos quienes lo disimulan demuestran, en cierta medida, ser conscientes de ello y parecerles feo, y eso sin duda es mejor que el canto de jilguero que la mayoría de inconscientes tontopollas entonan groseramente desde su nicho ecológico. Creo en la mordaza y el bozal. El hipócrita al menos demuestra una cierta resistencia a la inmundicia, aunque no se enfrente a ella. La falta de raciocinio actual se pone de manifiesto así: nadie da por sobreentendido el egoísmo porque nadie piensa excepto para sumar, restar, multiplicar, dividir. La impertinencia está de moda. La hipocresía es un rasgo genuinamente humano. Ahora, en esta sociedad positivista, se aprende a partir de argumentos sensibles: la farola que descubres en tu boca, la coz del burro, el piano que te cae right-on-the-chorla desde el cielo, o las ondas de la frase “todos somos egoísmo y nada más que eso” que alguien como yo entona para el desagrado general. Deducir de tu propia vida, de tus propios actos, analizar lo que ves, es demasiado arriesgado; es mejor que se atreva otro. Ante la posibilidad de perder la compostura en esta galería de vanidades superficiales donde uno no puede ni equivocarse porque vive rodeado de estrategas que intentan aplicar el viejo y simiesco esquema de robar plátanos al resto de los niveles de la existencia, nada como adquirir ojos de reptil y mirada de encefalograma plano mientras el tiempo transcurre bajo el sol libre de contenido.

Pero yo no he tomado ninguno de esos caminos.

Abro la puerta del estudio. Voy enchufando cacharros, extendiendo cables, saco la guitarra, le pongo la bandolera, la dejo descansar en el soporte antes de empezar. El tiempo se consolida como bloques de granito y sabes que los actos, los hechos acaecidos, pesan demasiado. Sólo se madura cuando se quiere perdonar y, sin embargo, se descubre que resulta una tarea imposible; maduras al verte proyectar imposibilidades sobre lo que quisieras que fuera de otra forma, pero desde tu voluntad. No puedes olvidar nada de lo sucedido y recordarlo equivale a castigar eternamente. Así que le ahorras el castigo y lo das por imposible. Maduras cuando descubres en ti mismo que hay hechos inmutables que lo son por tu voluntad negativa, un no determinado por tu manera de ser y por tus valores. Un no que es fidelidad a ti mismo. Te gustaría hacer de estos sucesos algo frívolo, pero simplemente no puedes. Hay cosas irreversibles con efectos irreversibles también. Es extraño luchar contra las debilidades de otra persona: la ves plegarse ante cada una de las pulsiones absurdas de la manada como si deseara ser una res. ¿Lo era ya o se ha hecho a si misma? ¿Y qué más da?

Me enchufo. Color. Sonido. Saciedad. Intensidad.

Nada puede modificar el perfil de una vaca a la que has descubierto en virtud de una extraña serenidad de ermitaño que observa desde su pico de montaña.

Nada, y nada más que eso...

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martes, 18 de febrero de 2014

Espacio




Las estrellas no tienen planetas bajo la manga por si las órbitas les fallan,
atraen porque sí, sin precaución.
No puedes llorar bailando la peonza con Júpiter

- Neptuno vaga sin estrella, acostumbrado al frío,
dueño de todo el verdadero espacio...

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jueves, 6 de febrero de 2014

Las preguntas que importan






A veces hay preguntas que contienen la respuesta que buscan; en realidad, de las que importan, la mayoría posee esa virtud.

Por el taller de Richard solía pasar mucha gente. Ello era debido en parte a que muchos de los alumnos eran generalmente chicas extranjeras que andaban por Sevilla de erasmus; a los tres o cuatro meses se marchaban y llegaban otras nuevas. Era bastante común que probaran con la pintura, de mismo modo que unas semanas después iniciarían, además, cursos de yoga, se interesarían por el budismo, harían sus pinitos con el baile flamenco, caerían en las garras de los cursillos de expresión corporal, naturismo, vegetarianismo, etc. Yo empecé a ir al talller de pintura porque ello me obligaba a ser regular con ella. Con seis horas semanales, en un ambiente de trabajo, no caía en mis trances de desesperanza con respecto a la obra. Parecía hacerse sola.

Enseguida puedes ver a quien vale y a quien no: se ve en cómo mojan el pincel. Los que miden la cantidad justa para ahorrar, simplemente no pertenecen a la especie. Hacer eso es como follar contando flexiones, intentando minimizarlas de un polvo a otro; dan ganas de gritar "¿es que no te has enterado de nada en todos los años de tu vida, imbécil?". Pero no importaba, pintar no es como follar, no es imprescindible, no es necesario ser pintor para el que quiera pintar sin serlo (y ser pintor no es sino tener vocación de pintar- ¿y la vocación? depende de cómo se entienda su significado o sentido; ¿y la semántica? todo es en realidad tan personal que lograr una comunicación completa nos impediría vivir), y hoy en día todo puede redefinirse como una terapia- un esperanzador indicio de lucidez, al implicar el recurso a lo terapéutico el hecho de que se es consciente de que la sociedad está enferma, indicio esperanzador que, sin embargo, desgraciadamente, no cumple las expectativas generadas sino, más bien, las defrauda. Así que simplemente estos estaban allí por los efectos beneficiosos de "ser creativo" y etc. Como luego el yoga, el budismo, la anti-gimnasia, la meditación tendrían también efectos beneficiosos sobre ellos- un esperanzador indicio de lucidez al implicar que saben que están completamente enfermos, que, desgraciadamente, no pasa más allá de generar una estúpida esperanza- a años luz de acertar con el diagnóstico.

Todo trata de lo mismo, todo lo que no sea estar estático. El tacto tiene magia, y esa magia te ayuda luego a vislumbrarla metamorfoseada en todo lo demás; el equilibrio de la mano, el movimiento ondulatorio en trance o sereno, el baile; la viscosidad de la pintura que se extiende como una caricia o como un extraño manjar. El olor aparece entonces y lo respiras: tu nariz ha aprendido de tu mano, tus pulmones bailan. Todo es lo mismo. Mirar y ver a los colores luchar por salir gritándose unos a otros. El tacto, la caricia, el movimiento de la mano, todo baila ahora en la luz y te dice cosas. ¿Y la música? Naciendo de las yemas de los dedos como vino o como sangre o como frambuesas; todo es lo mismo: el equilibrio o el trance, la mano que se hace baile que se transfigura en música. Tacto. El tacto en la luz y en el sonido. Y escribir- dejarte dictar por palabras que son manos y son dedos y son luz y son música. 

Y tal vez consista en eso la falta de vocación: en no desarrollar el tacto, en no saborear- no observar, no reflexionar, no interiorizar, no esperar. Querer ser en vez de ser. Y a veces, ni siquiera eso; no contentos con no ser ellos mismos, tampoco saben qué quieren ser. A veces surgen preguntas que contienen su solución; preguntas que se distraen de si mismas; preguntas que, al formularse, se condenan de antemano a no hallar la respuesta resplandeciente que llevan tatuada en la frente, aún cuando disponen de un espejo que está delante de sus narices. Los ojos que no se quieren mirar. Los ojos que no miran al espejo porque creen que lo que buscan aparecerá por la derecha o por la izquierda; nunca desde sus almas vacías.

Estas chicas deambulaban buscándose a sí mismas cuando aún no habían aprendido ni a respirar, y ni siquiera sabían qué era realmente eso. ¿Y la semántica? todo es en realidad tan personal que lograr una comunicación completa nos impediría vivir.

Ese deambular sin vocación para evitar mirarse a sí mismas cara a cara las hacía, a la vez, lánguidas almas en pena de largos cabellos rojos, piel pálida y ojos grandes, que nadaban como sirenas en su mar de melancolía, condenadas a él, pero esperanzadas en los espejismos. Casi almas gemelas- salvo por el error imperdonable de la esperanza. Y hasta los mejores cuadros se convierten en una mera excrecencia con tan solo un simple y leve cambio en el equilibrio compositivo. Aspiran a trascender, cuando son sólo superficie. Al no disponer de tiempo suficiente para profundizar, van ocupadas alimentando el ansia de ser otra cosa que ni siquiera están seguras de cuál es, mediante la divagación a través de los actos erráticos.

Una de ellas nos invitó a todos a su fiesta de cumpleaños, en su piso con patio y azotea. Yo estaba ya bastante ciego y llegó la hora de la cena; ella entró en la cocina americana y empezó a sacar lo que iba a utilizar: pasta, obviamente, y dos botes de salsa preparada, mientras todo el mundo bailaba ya en el salón resguardándose del frío.

- Eso es un crimen- le dije- ¿así la vas a hacer?
- Sí.
- Espera- y solté nervioso el cubata sobre el frigorífico- ¿qué tienes?
- No me digas que vas a cocinar...
- Pues eso quiero hacer.

Me apetecía. Picar la verdura, usar los dedos, el olor de la cebolla que empieza a freírse, el equilibrio de la mano que baila con la cuchara de palo, ser todo ojos y oídos y olfato y tacto; el movimiento sereno o poseído de la muñeca, etc. etc. Todo es lo mismo. Me puse a buscar. Había aceite de oliva. Había pechugas de pollo. Había cebollas. Había ajos. Había pimientos verdes, amarillos y rojos. Había leche. Había harina.

- Sí, ya está. Te vas a cagar- le dije todo ciego.
- Genial, me libras del marrón.
- Ok.

A través del ventanal que comunicaba la cocina con el salón oía la música como cualquiera de ellos. Picaba verdura bailando. La anfitriona me reponía las copas. El agua hervía. Puse la pasta. La cebolla se freía. Se ponía perlada. Le añadí entonces los pimientos picados- rojos, verdes y amarillos. Añadí las pechugas en tiras cortas al sofrito de verdura. Removí la pasta en el agua hirviendo. Sentía la resistencia de los raviolis contra el movimiento líquido de la corriente que generaba mi muñeca. Con eso sabía en qué grado de cocción estaban. Tacto. Puse dos ajos muy picados. El pollo estaba ya dorado. Cucharada de harina en el centro de la gran sartén donde estaba todo. Mantener un chorro moderado y continuo de leche sobre la harina mientras a la vez haces un movimiento circular con la cuchara de palo y se mezclan bien y se van extendiendo entre la verdura y la carne. Más copas. Más leche. La bechamel ya estaba fina entre la verdura y el pollo. Pimienta. Orégano. Cuatro vueltas. Pasta escurrida. Todo mezclado en un enorme bol de madera. Voilá.

Estaba el doble de ciego que al empezar. Nos pusimos a cenar. Lo fliparon. Entonces simplemente noté su mirada. Estaba sentada a mi lado y no había reparado en ella. Esta no era del taller. Una italiana preciosa de Venecia de ojos grises y enormes, piel pálida, pelo oscuro y liso. Me perdía en su mirada, me quedaba absorto dejándome llevar por esos ojos, sentados uno junto al otro sobre la alfombra, entre dos sofás, donde antes había estado una mesilla de centro de cristal, rodeados de gente por aquí y por allá, casi a oscuras. Percibía el surfeo de los dedos, no sé si suyos o míos, entre las olas del pelo, en sus ojos encendidos. Cuando permitas al tacto ser tu amigo, descubrirás el tacto de los demás. El tacto de Carla entraba por los ojos y se extendía por el cuerpo como el calor de un trago de alcohol se apodera de ti.

- ¿De qué conoces a Juliana?- me dijo. Juliana era la anfitriona.
- Vamos al mismo taller de pintura.
- Ah, ¿pintas?
- Me flipa hacerlo.
- ¿Eres pintor?
- Depende de lo que tu consideres pintor.

Ella se rió un rato. Luego siguió.

- Aunque no vendas, ¿sabes pintar?
- Para saber pintar hay que saber mirar; yo sé mirar. Y pinto.
- ¿Alguien te compra?
- Si pensara como un comprador, alguien lo haría, sí.
- ¡Jajajajajajaja! ¿Perdona?
- Si sabes comprar realmente, significa que sabes distinguir lo que realmente importa de lo que es sólo relleno, cosa de agradecer en el arte; entonces, que te compren o no es una simple cuestión de voluntad si tienes las claves.
- Pero, ¿eres bueno?
- Soy malísimo.

Se rió a carcajadas otro rato. 

Nos levantamos y salimos a la plaza a la que daba el bloque de pisos. Nos paramos junto a una farola. Hacíamos eses los dos.

- ¿A qué hemos salido?
- Creía que lo sabías tú.

Dos minutos de carcajadas.

Luego el silencio de la calle, el frío. El tacto de sus ojos. Una caricia en la mejilla. Un largo beso. Una pregunta importante. 

Nos fuimos a su casa. Desperté sin recordar nada al principio de tanto que habíamos bebido. Ella no estaba allí. Entonces recordé: polvazo a pesar del ciego. Ella apareció con sólo una camiseta larga. Debía venir del baño. A la luz del día era aún más preciosa. Nada más llegar a la cama caí sobre ella. Y todo era lo mismo: el tacto, el movimiento equilibrado de las manos, el olor, el sabor. Todo no es más que una danza de curvas y Carla tenía alma de espiral.

Pasamos así todo el día hasta que por la tarde me decidí a marcharme. 

A veces hay preguntas que contienen en sí mismas la respuesta que buscan; en realidad, de las que importan, la mayoría posee esa virtud. Y esta pregunta nos la leíamos mutuamente en cada gesto.

¿La quería? ¿me quería?

No son preguntas propias de quienes saben querer.

Cuestión de tacto...


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P.D: ¿Y la semántica? todo es en realidad tan personal que lograr una comunicación completa nos impediría vivir.