jueves, 28 de agosto de 2008

República de Demencia II

Uno de los máximos exponentes de la literatura de la República de Demencia fue Johan Autofelatorsten. Su trayectoria artística, sin embargo, fue señalada como la propia de un modélico ejemplar de candidato a ejecución pública. Johan Autofelatorsten fue ejecutado con una batidora de brazo sobre mesa azul de cuatro patas, con ambientación consistente en fondos verdes bajo tenues cortinas azules, y acompañado por orquesta de trombones, pianos y perro aullador solista. Esa aparente incongruencia entre la buena, generalizada e institucionalizada apreciación del creador y su conversión en material artístico llevada a cabo por el Ministerio de Happenings, se explica por la trayectoria misma del poeta a lo largo de su vida. Joven con inquietudes, ya en su adolescencia escribió una de sus más celebradas obras.

Efectivamente, Chupádmela, malditos reflejaba el malestar de toda una generación de jóvenes contestatarios ansiosos de algún tipo de consuelo en una sociedad que no generaba muchas ni muy atractivas expectativas. Su contenido, además, destripaba las bases de aquel sistema político que pronto sería sustituido. En ese sentido, se podría afirmar que Autofelatorsten fue un visionario que supo adelantarse a los acontecimientos y discernir qué era lo necesario, lo básico, las cuestiones de corte más profundo y los deseos más elevados de su generación. Fue obra de lectura obligatoria entre los círculos revolucionarios que forjaban, por aquel entonces, los drásticos y dramáticos acontecimientos que traerían como resultado la instauración de la República de Demencia. Prohibida durante muchos años hasta el triunfo de la revolución, actualmente se considera uno de los pilares de la cultura de Demencia.

Malditos, chupádmela fue escrita a continuación, casi sin interrupción. Autofelatorsten, de hecho, contempló la posibilidad de fundir ambas obras en un solo volumen. Ciertamente, expone las mismas opiniones, pero con un orden y argumentación distintos. Las objeciones de su editor, de tipo económico, lo disuadieron de sus tempranas intenciones. En esta segunda obra desarrolla la idea del carácter cómico de la humanidad en su terror ante la posibilidad de ser triturados. La musicalidad de la palabra tri-tu-rar contrasta, según Autofelatorsten, con el aura de horror y tragedia que este vocablo irradia sobre la humanidad, lo que la ridiculiza e indignifica. El espanto por ser transformado en materia escanciable es, de esta guisa, un indicio del carácter oligofrénico de la humanidad en su totalidad. Con el tiempo, el mismo autor podría comprobar cuán ciertos eran sus postulados, lo que engrandeció la validez y adoración de estas sus primeras obras en la misma república que lo ejecutó.

Tras la publicación de Malditos, chupádmela pasó dos años en la clandestinidad. Durante esos duros años de persecución, Autofelatorsten entró en contacto con los círculos vanguardistas de la literatura, interesándose por la idea de la construcción de un nuevo lenguaje literario a través de la destrucción del vigente. Evidentemente, sus lazos con el Neodadaísmo fueron muy fuertes. Fruto de esta etapa vio la luz su obra La malditos me, chupad, que introduce importantes cambios en la postura del poeta ante el mundo, al igual que ligeros matices en su impostura ante la naturaleza.

Pronto, de todos modos, rompe con el círculo neodadaísta y, con la llegada de la revolución, se involucra fervientemente en la acción política. Son años agitados en los que nace su siguiente libro, de un marcado carácter comprometido. Chupádmela, malditos cabrones capitalistas ilustra toda su etapa revolucionaria. En esta obra se retracta definitivamente del Neodadaísmo y se reafirma en las posturas de sus años de juventud, si bien añade matices muy políticamente marcados. Esboza la idea de la obra de Arte Total con relación a la eliminación de los elementos antirrevolucionarios. Esta nueva percepción del arte conceptual fue aplicada al autor, años más tarde, con mucho éxito, como ya se ha mencionado y descrito. Tras estos años de fervor y con el triunfo de la revolución el poeta se integra dentro del nuevo sistema y se entrega a las actividades políticas ostentando cargos de distintos grados de responsabilidad.

Comienza su etapa de madurez, y publica Chupádmela, inaugurando una serie de obras tendentes a la simplificación de todas sus ideas dando como resultado fórmulas mágicas. Una de sus conclusiones fue la famosa noción de la trascendencia de los actos inocentes, o la negación de la inocencia de los actos inconscientes, base teórica para el desarrollo de la tecnología de los aparatos detectores de gestos polisémicos, aparatos que tan útiles serían para el régimen. Él mismo pudo comprobar lo eficaz de esos postulados con posterioridad. Esta tendencia a la síntesis fue aplaudida en un principio por todo el aparato revolucionario, al reducir las nuevas ideas establecidas a conceptos más accesibles para la masa a reeducar.

Sin embargo la publicación a continuación de Chupadme suscitó una polémica dentro de las altas esferas políticas. Su tendencia a la síntesis alcanzaba niveles muy altos de falta de concreción, lo que podía dar lugar a ambigüedades no deseadas y a posibles interpretaciones condenables y peligrosas en caso de ser ofrecidas a un público masificado. Autofelatorsten se convirtió en un personaje sospechoso, y fue, gradualmente, apartado de la vida política e intelectual. Chupadme fue divulgada en círculos muy restringidos de intelectuales y políticos, algunos parte activa de la represión revolucionaria, que hicieron sonar la voz de alarma. Finalmente fue censurada, considerada por sus retractores más benévolos como una extravagancia de una mente privilegiada para la que la masa no estaba preparada. Estas reacciones, sin embargo, no disuadieron, sino alentaron al poeta a continuar y radicalizar sus contenidos.

Chupad refleja toda esta respuesta del artista, que ahora vuelve su afilada poética contra la revolución que él mismo animó y de la que formó parte activa. Chupad, considerada ofensiva y contrarrevolucionaria, provocó que Autofelatorsten fuera internado en una granja de reeducación. Una vez allí, fue sorprendido lavándose los dientes, lo que provocó su reclusión de castigo.
Allí escribió, a duras penas, Chupádsela a vuestra puta madre, donde se retracta de toda su labor vital y condena todas las bases de la revolución. Esta obra no fue publicada hasta hace escasos años. Conservada por un guardia penitenciario anónimo, fue escondida con muchas dificultades hasta la desaparición de la censura.
Tras dos años de prisión, Autofelatorsten fue acusado, procesado y ejecutado por roncar con la intención de aplastar con un menhir a los dos Cónsules de la República de Demencia, Rogelio y Pájaro, como indicó un aparato detector de gestos trascendentes oculto en su celda.
Rogelio y Pájaro no asistieron: bebían champán en un globo aerostático, desde donde lanzaban flechas a una manifestación de apoyo a la labor del régimen biconsular. Antes de morir, Autofelatorsten susurró: Seréis vencidos, será un pato...
...
...
...
..
..
.
.
.

martes, 26 de agosto de 2008

Sombras

El viento me pasa de largo como si fuera una proyección de diapositivas…

lunes, 25 de agosto de 2008

Los poetas-roedor y el monasterio

Había un concierto en un antiguo monasterio junto al río. Íbamos toda la caterva de poetas-roedor jugando a dormir despiertos, creyéndonos purificados por un atípico bautismo de vino de cartón que nada tenía de purificante. Teníamos muy poco dinero. No teníamos la más mínima intención de pagar entrada, y sabíamos con seguridad que iba a ser requerida. Fernando restaba toda importancia a ese detalle.

No te preocupes, tío, no te preocupes, de verdad. ¡Saltaremos la tapia! ¡Escucharemos la música y bailaremos con las chicas! ¡Robaremos los vasos a la gente! ¡Va a ser fantástico, tío! ¡Mira la noche, es verano, no hace calor, tenemos porros, el río está precioso!

Caminábamos por las avenidas. Nos dirigíamos a una agradable zona peatonal situada a la rivera del río para seguir el camino a pie, un larguisimo y agotador paseo por las suelas de nuestros zapatos. Tampoco teníamos para el autobús.

Alex se había parado para rebuscar en un cubo de basura de una hamburguesería. Tiran las patatas que les sobran aquí, están en perfecto estado y las bolsas de basura están limpias, decía con los ojos desorbitados por la emoción; los comensales lo miraban estupefactos desde sus mesas exteriores, a apenas dos metros de él. ¡Fernando tiene razón!, continuaba sin levantar la vista, absorto en su búsqueda de tesoros, ¡Nos vamos a colar, Uli, nos vamos a colar! ¡No se hable más!

Cuando encontró las patatas, con su envoltorio, cerrado y todo, prosiguió el camino, disfrutando de todo lo bueno que esos sucedáneos de tubérculo pueden ofrecer. Alex tiene la habilidad de extraer hasta la última gota de oro a los más mínimos e insignificantes placeres de la vida diaria. ¡Ajá, no están nada mal, las patatas, no están nada mal!, decía mientras comía con apetito voraz.

Esperanza, la por entonces amante de Fernando, lo miraba con una mezcla de ternura, inocencia y desaprobación. Todos caminábamos junto al río, decididos a lograr la hazaña. Era emocionante. Nos sentíamos miembros de unos inusuales cuerpos especiales de operaciones, dispuestos a tomar por asalto el monasterio, defendido por los temibles guardias a quienes íbamos a burlar. Fernando caminaba por delante. Se sentía el comandante de la expedición. Botella en mano, cantaba canciones de los Beatles para sí mismo. Y lo hacía sinceramente así: Fernando nunca necesita tener público. En esta ocasión parecía considerar su voz como un don exquisito para cuyo deleite sólo él era digno, aunque en la práctica se lo regalara a cualquiera. Cantaba y serpenteaba. Rogelio y Pájaro saltaban y se perseguían, y a veces tiraban botellas al agua. Esperanza caminaba siempre perdida en alguna divagación, con delicadeza. Era toda ella delicada. Su existencia era tan suave que parecía romperse con nuestros gritos. Quizás por ello fuera tan difícil que nos enseñara sus poemas: temía que los rompiéramos.

Fernando sería nuestro comandante de destrucción en este caso, supongo...

También venía con nosotros Blanca, una bala perdida de alguna fiesta rave que a veces se juntaba con nosotros, aunque solía desaparecer al poco tiempo. Me pidió que la cogiera de la mano para guiarla al caminar con los ojos cerrados. Me pareció buena idea y, sin decirle nada, caminé yo también como un sonámbulo, y pasamos así la mayor parte del camino. Sienta como si la brisa te meciera, te hiciera volar como un trozo de papel, y los pies caminaran sobre un suelo ondulante. Se puede viajar sin necesidad de aditivos, a veces. Rogelio se pasó algunos porros que se iba liando paulatinamente. Se puede viajar sin necesidad de aditivos, pero si te pagan el viaje...

La luna llena lucía en el cielo como una bola de billar incandescente que imitaba a una enorme estrella polar, la que marcaba nuestro rumbo inconstante y nos hacía dar vueltas sobre el mismo sitio.

Pronto tuvimos a la vista el monasterio y tuvimos que organizarnos, trazar planes, observar la entrada, sopesar inconvenientes. Subimos del río a la avenida y vimos la puerta principal. Había dos guardias de seguridad, pero a través de la verja se distinguían algunos más dando vueltas al fondo. El monasterio estaba rodeado por un muro, tras el que había una amplia zona ajardinada en cuyo centro estaba la iglesia y el edificio, con su patio principal, objetivo principal nuestro. Estábamos en una amplia acera frente a ellos, al otro lado de la calle. No circulaba apenas gente, aunque se podía sentir el bullicio de dentro. Nos miraban. Se decían cosas. Nos mirábamos mutuamente, nos examinábamos, nos analizábamos.

¡Bueno, vamos allá! dijo Fernando para romper la situación congelada, lo mejor es que empecemos a dar vueltas por los alrededores del monasterio. Mientras tanto cruzábamos la avenida y parecía que nos dirigíamos directamente a la entrada, como si fuéramos a acceder al interior como personas normales. Yo me asomaré por alguno de los muros y encontraremos la entrada gratuita. Pásame un trago de ese vino, Rogelio. Oh... vaya, no queda...

En este punto arrojó la botella, que había sostenido boca abajo intentando extraer de ella hasta la última e inexistente gota, y estalló contra el suelo en miles de pequeños trozos de cristal. Los guardias, que habían oído toda la disertación, nos comenzaron a mirar con cierto aire alarmado.

Al acabar de cruzar, justo cuando se pusieron alertas, pues estaban seguros de que nos dirigíamos a ellos, giramos en sus narices hacia la izquierda, y Fernando les saludó con la mano, hecho todo una sonrisa. ¡Hola!. Rogelio los saludó con una mueca bilabial, Pájaro pareció no haberse enterado de nada y nos seguía por inercia, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, la mente en otra parte, pensando en la rutinaria vida de las cucarachas. Alex iba con su guitarra, cantando y haciendo eses a causa de la masiva ingestión de vino. Tampoco pareció percatarse de sus miradas inquisitivas, ni siquiera de su presencia.

Esperanza les saludó encantadora y tímidamente. Blanca y yo cerrábamos el desfile de neuróticos, cogidos de la mano, caminando con los ojos cerrados, a un paso de tropezar, a un paso de estrellarnos contra las farolas o las paredes, con una ligera risa estúpida y cogórcica.

Nos vieron dirigirnos hacia un lugar donde no había nada. No había bares, ni tiendas, ni edificios: nada. Nuestro estratega fue curiosamente ingenioso a la hora de ocultar nuestras intenciones a los guardias. Nos metimos por los solares que rodeaban al monasterio para investigar. Allí la oscuridad era casi plena. Teníamos que caminar entre matorrales. Alex guardó su guitarra en la funda y se la colgó a la espalda, listo para la acción, y yo me solté de Blanca y mantuve los ojos bien abiertos.

¡Bien! dijo Fernando, mirad, mirad. Ahí, en la esquina, hay un agujero en el muro donde podemos apoyar el pie, pero cuando nos acerquemos tenemos que evitar hacer ruido a toda costa. Todos asentimos. Ya estábamos caminando medio agachados, Fernando al frente. Los hierbajos sobresalían por encima de nuestras cabezas. Incluso parecíamos simular portar un arma, a juzgar por la postura de nuestros brazos. Todos muy en nuestro papel. Todos muy bien vestidos.

De pronto se armó un estruendo de ramas y hojas que nos alarmó a todos. A Alex se le había enganchado la funda que llevaba a sus espaldas, por la zona del mástil de la guitarra que sobresalía tras su cabeza como una peineta-tubo-de-PVC, en las ramas de un arbolito. Perdonad, susurró.

Seguimos avanzando sigilosamente hacia el muro. Fernando estaba totalmente concentrado. Se paraba, levantaba la cabeza para otear con sus dos ojos abiertos como platos, ajeno por completo al mundo real. Luego reanudaba la marcha. Alcanzamos, al fin, el punto señalado y nos reunimos en corro, rodilla al suelo, al pie del muro.

Bien, voy a hacer una cosa. Yo subiré por el muro y miraré desde arriba, a ver si está despejado, dijo Fernando, que debió haber oído esa expresión en alguna película en blanco y negro. Lástima que no quede vino... añadió con cierta visible tristeza. Cuando notó que yo lo estaba observando, pudo por un momento verse a sí mismo desde fuera, toda aquella situación, me miró a los ojos y empezó a reírse entrecortadamente. Hubo una pequeña crisis nerviosa en la expedición cuando todos nos tuvimos que poner en cuclillas y luchar con todas nuestras fuerzas, lágrimas en los ojos, por no estallar. Cuando logré recuperarme, Fernando ya había saltado.

Todos nos miramos indecisos y decidí que yo sería el siguiente. Dado que Fernando, desde dentro, no parecía habernos advertido sobre nada, yo salté directamente sin pararme a mirar. Caí al otro lado junto a él, en pie, apoyado en la pared. ¡Hola!, me dijo, pero sonaba a “buenos días”. Miré al frente y teníamos a cinco guardias de seguridad observándonos. Ajá, dije. Ajá.

Nos acompañaron amablemente a la puerta, donde nos esperaban los demás que, alertados por Rogelio, que se había asomado después de mí, nos recibían como a prisioneros de guerra devueltos por el enemigo. Éramos héroes absortos. Nos sentíamos muy bien. En la puerta, al lado de los guardias, Fernán dijo totalmente animado, totalmente excitado ¡Vamos a intentarlo por otro sitio! ¡No está todo perdido!

Los guardias empezaban a estar cabreados, pero eso carecía de importancia para nosotros. Formaba parte del pulso. Nos dirigimos al mismo solar, pero con la intención de avanzar más, de buscar otra posible entrada, algún cabo suelto de la organización del recinto. Mientras caminábamos junto al muro podíamos escuchar cómo daban instrucciones a los guardias para interceptarnos. ¡Perfecto, perfecto!, decía animado Fernando. ¡Es genial tener enemigos! ¡Es mucho mejor que la indiferencia! ¡Los grandes tuvieron maravillosos enemigos! ¡Pensad en el Siglo de Oro! ¡Yo necesito enemigos que me critiquen! ¡Los vapulearé en las tertulias literarias de la tele!

Finalmente, Fernando gritó a los guardias que seguían nuestros pasos tras el muro, lo que no era muy difícil, ¡Os necesito, malditos, os necesito! Yo caminaba en silencio. Mientras escuchaba los resoplidos de Rogelio, empecé a pensar en las enemistades a que se refería Fernando. Recordé entonces las miradas de desprecio, las guerras personales, los ataques injustificados, el daño gratuito producto de un resentimiento de origen incierto. Pensé en aquellos que se sienten enemigos nuestros. Yo no soy enemigo de nadie, me hacen enemigo, y eso me deja absorto.

De modo que volvimos, de nuevo agazapados entre la hierba, a buscar una entrada más efectiva. Pasamos de largo el lugar del primer intento, pero seguíamos sintiendo las pisadas de nuestros interceptores al otro lado del muro. Íbamos en fila india, en silencio, serios por la gravedad del asunto. Pasado un tiempo, cuando quedaron lejos las luces de la avenida y tan sólo nos iluminaba el resplandor de la luna, percibimos que ya no nos seguían. Parecía ser el momento. Podíamos oír la música, podíamos intuir la fiesta. Podíamos oler el vino y embriagarnos con su proximidad. ¡Bien!, dijo Fernando, Ahora, en vez de saltar directamente, miraré primero para que estemos seguros. El muro estaba en muy mal estado, de modo que no resultaba muy difícil trepar por sus agujeros y desconchones. Fernán subió hasta arriba, oteó en silencio, y volvió a bajar sin decir nada.

Bueno, susurró, una vez abajo, esta es la situación: este muro da a una zona del monasterio que está totalmente descuidada, así que tendremos que tener cuidado con las ratas. Todos estábamos de nuevo alrededor suyo, rodilla en el suelo, incluso Esperanza, que lucía un bonito vestidito de verano. Blanca se limitaba a murmurar cosas ininteligibles, con una sonrisa risueña en la cara. Alex me miraba con expresión plácida. Rogelio y Pájaro estaban en silencio disfrutando de sus miradas de medusa. Aquello era un jolgorio de diálogos de ojos, una fiesta de destellos de pupilas.

He visto, continuó Fernando, que hay una verja que cierra la zona de entrada al concierto: como ya ha quedado atrás no nos han podido seguir hasta aquí. Lo que podemos hacer es, después de saltar, acercarnos hasta esa verja sin hacer ruido, y encontrar una manera de pasar. Detrás hay camiones aparcados, así que podemos parapetarnos entre ellos para avanzar una vez hayamos superado la valla. La idea era tan loca e irrealizable que resultaba irresistible.

Empezamos a saltar el muro uno por uno, una por otra, todos por todos, hasta que quedamos agachados al otro lado, juntos, protegidos por la vegetación. Era una zona arruinada del monasterio. A nuestra derecha, es decir, hacia el norte, a unos cincuenta metros, se levantaba la valla metálica tras la que brillaban las luces que iluminaban lo que parecía ser la entrada de descarga. Al frente se extendía el solar, lleno de matorrales, con el muro de la otra cara del monasterio, el que daba al oeste, al fondo. A la izquierda se distinguían, iluminados por la luna, unos extraños agujeros, enormes, y se levantaba tras ellos un muro, el muro sur del monasterio, que hacía esquina con el que acabábamos de saltar.

Fernando se puso al frente y decidimos avanzar hacia el otro lado de la extraña y derruida explanada. La idea era atacar la valla no perpendicularmente, sino en paralelo, pues la verja sólo tapaba un pequeño segmento que era más fácil de alcanzar desde el lado oeste, sin ser detectada nuestra presencia. Fernán hizo un gesto con el dedo para que calláramos, y entonces avanzamos. Todos en silencio. Muy serios. Cuando llegamos al otro lado nos pusimos a cubierto bajo el resto de un tímpano de lo que parecía haber sido una iglesia. Fernando me llamó con mucha gravedad. Quería decirme algo. Algo importante. Me susurró al oído.

- Parece gótico, ¿no Uli?

En aquel sitio no estábamos a la vista de nadie, pero nos encontrábamos a diez metros del comienzo de la verja, de modo que debíamos mantenernos en silencio. Esperanza se puso a mirar aquel antiguo tímpano, Alex la acompañaba de cerca. Rogelio estiraba los brazos en cruz y miraba al cielo. Blanca permanecía de pie sin diferenciarse mucho de un árbol al que le han talado la copa. Pájaro fumaba sentado sobre una piedra.

- Sí, claro, es gótico- se contestó a sí mismo Fernán, sin dar tiempo para que le respondiera.

Después de descansar, nos acercamos, en fila india, sigilosamente, pegados a la pared, al comienzo de la verja. Llegamos por fin hasta ella. Entonces la examinamos. Era como esas vallas provisionales que se colocan para las obras públicas, cuyas piezas se unen y sustentan por y sobre unos bloques pequeños de hormigón con dos agujeros. Resultaba tremendamente fácil sacar el extremo de la verja del primer agujero del primer monolito de hormigón, y abrirla así como si fuera una puerta. Como fue idea mía, alcancé la posición adelantada de Fernando y procedí, lo menos ruidosamente que pude, a realizar la operación.
Estaba totalmente absorto en ella cuando vi unos zapatos al otro lado.

- ¿Quiénes sois vosotros?- preguntó el de seguridad.
- ¡Somos poetas!- se anticipó Fernando.

Interceptados de nuevo, esta vez desfilamos todos juntos paradójicamente triunfantes, a lo largo de todo el jardín hasta la puerta. Era un magnífico y precioso monasterio y nos deleitábamos con sus detalles. Eso irritaba a los guardias y no lo hacíamos por casualidad. Todo el camino nos reíamos juntos a honestas carcajadas.

Una vez en la puerta, la noche nos saludaba con una elegancia y solidaridad inusitadas, y el aire cálido del verano era como una bebida energética reconstituyente. Nada es tan honroso y digno como la derrota, nada tan glorioso como el fracaso.

- ¡Tíos, vamos a comprarnos unas botellas de vino y disfrutar de la noche!- dijo Fernando. Yo dije ajá.


Y caminamos junto al río por donde habíamos venido. Estar dentro no habría sido mejor que eso.

Diatriba Nº 2: En la vertical

Comprender la incomprensión es lo único a lo que se puede aspirar: comprender la incomprensión de los demás. Un ejercicio de empatía en absoluto bilateral.

Todo va cuesta arriba. No hay cima ni cumbre que sean conocidas, ya que nadie las ha visto jamás, y existen conjeturas de todo tipo a ese respecto, y adictos a las conjeturas por millones. Tampoco hay fondo o verde valle, dicen que es interesante saborear cada metro de ascensión, y punto. A veces sientes la necesidad de desvanecerte y dejarte caer en el abismo sin fondo. Se nace y se muere en la vertical, ¿quién fue el primero, el que abandonó la tierra horizontal, el que los convenció a todos?

Los compañeros de escalada van a lo suyo. Sudas y sudas armado con tus picos y tus cabos, pero nadie sigue tu ruta, que siempre resulta ser anómala. Exigen explicaciones, indagan sobre ella y sacuden la cabeza con perplejidad. Tienes que comprender su incomprensión por el argumento irrebatible de su mayoría; por ende, nadie se digna a comprender la tuya hacia ellos. Soy el enemigo absorto. Yo soy el que vive sentado en la roca, el que se ha construido su torre y la mora. El que ya no necesita escalar. El que se ahoga solitario y mira hacia abajo temerariamente. Hay que minar las montañas sin cumbre, derribarlas para liberar el alma de un ascenso sin sentido. Livianos como los suspiros, los corazones se elevarían al cielo con el esfuerzo de un globo aerostático; hay que cortar todos los cabos que sostienen a los mudos insensibles, para que vuelen, para que leviten, para que liberen su alma de cristal.

Me balanceo en la pared, en la vertical, de un lado a otro, como un péndulo, suspendido en el aire mientras el tiempo dicta una ascensión hacia la nada. Lo correcto es seguir el mismo camino de ascensión, por solidaridad, pero ha llegado la hora de ser incorrecto. Ha llegado la hora de aullar. Ha llegado la hora de no admitir evasivas ni fracasos edulcorados.

Dejo que mis entrañas se desplomen de sus lugares y caigan, se desvanezcan en el abismo infinito. No alcanzo a ver el fondo. No veo isla ni horizonte que no estén firmados por una línea difusa, como a través de una lente pretendidamente sucia.

viernes, 22 de agosto de 2008

Trampa-trapecio de ojos

Espera manante de mar,
espera;

que la lluvia te enseñe
a desbordar tu sal galante
de gala-mar.

Espera manante de mar,
espera;

cierra los ojos en que
se ahoga mi vasto respirar
de galerna-cala-mar;

No me contengas,
espuma manante de mar,
mirada continente de mi cantar
de sol poniente...

Espera, sanante de mar,
espera;

... que aún he de soplar expiraciones
ahogadas en mi gaita-mar de primavera...

Espera, alante de mar,
espera;

... que un corazón de tormenta
puede hacer volar a las
galeras con cometas desairadas...

... espera, amante de mar,
espera...

... y mírame respirarte de cerca,
como un fantasma que
sobrevuela la nube blanca
en la que fuiste vertida,
derramada,

... predestinada como un viento...

miércoles, 20 de agosto de 2008

En la carretera

El coche roza el asfalto con el silbido sordo con que vuela un avión de papel. Rogelio sostiene el volante con la punta de sus finos dedos y mantiene una media sonrisa. Los coches nos pitan cuando los adelantamos y cuando nos adelantan, pero apenas lo percibimos porque la música suena altísima. Por el mismo motivo el coche se sobrerevoluciona, pues no se oye el sonido del motor, pero no parece importarle a Rogelio. Es más, parece que eso esté bien.

Rogelio se fumó a sus padres. Los quemó con un soplete mientras aullaban como sirenas de coches de bomberos. Los mezcló con una carretilla de tabaco y se los fumó durante un fin de semana.

- Es igual de asqueroso que fumar orégano con nuez moscada, pero con un buqué mas refinado.

Yo dije ajá.

La carretera no tiene normas para Rogelio. Por lo que a él respecta, se es libre de disfrutar de todos sus detalles, aunque se descuide la conducción. Rogelio no quiere perderse ningún rasgo del paisaje, lo considera a su servicio. Invadimos eventualmente el carril contrario: Rogelio se distrae al deleitarse observando un arroyo precioso a la derecha de la carretera, hasta girar su cabeza hacia atrás al pasarlo de largo. Su belleza está a su servicio. Hay árboles verdes que tiritan al compás de la brisa amable de la mañana. Sus brillos susurran mensajes en código morse, miles de mensajes de los dioses de los vientos. Rogelio atrapa sus emisiones y las descodifica. Su contenido está a su servicio.

Los coches nos pitan por delante y por detrás. Nos cruzamos con autobuses, colmenas móviles, sarcófagos. Los coches son personas empaquetadas en aluminio chapado. El nuestro es un paquete de plástico que contiene bombillas encendidas, nuestras cabezas como luces en el resplandor del día. El paisaje se hace irreal con el cielo azul y los focos artificiales, las sombras huyen de nosotros, quedan rezagadas a nuestro paso veloz. Otras veces nos adelantan las sombras de otros coches, con la misma indiferencia que muestran hacia las personas los perros cuando son paseados por la calle y se sienten seguros con la correa del amo que los pasea. Hay un saludo de aromas frescos cuando nuestras ventanas arañan el aire de los prados verdes que, como las olas del mar, rompen en las cunetas de ambos lados de la carretera. Por los campos cultivados nos ciega la luz del sol. Por las montañas nos saludan las siluetas escarpadas. Surcar el asfalto, hacer crecer la hierba a nuestro paso como guerreros anti-hunos.

El corazón, metrónomo de la música vital, late fuerte y vertiginosamente y entra en fase con la vibración del motor.

Ramón se siente por un momento hermano nuestro.

Las miradas bailan y todo da vueltas entre nuestras risas. Es una mañana preciosa, los pájaros trinan pero no los oímos con los oídos: trinan en el corazón al ritmo sedante de una atronadora canción de Lou Reed.

Todos agitamos la cabeza al unísono. Estamos contentos. Nos esperan para recitar, nos van a pagar por hacerlo, nos van a pagar por ser nosotros mismos, por haber nacido así. Sí. Un honor de monarca: la atmósfera es la única corona. Sí. Una intención diabólica: nuestro tridente tiene un mango de rosas. Sí. Un desafío: ser un haz púrpura sobre un mundo gris. Sí. Un objetivo: flotar en la oscuridad de los corazones que permanezcan atentos, trinar en las vibraciones de su pecho. Sí. Volamos juntos a desperezarnos a lo largo de la tarde en un bosque de cipreses, bajo sus copas alargadas, agujas entre agujas verdes.

Rogelio conduce poseído por las yemas de sus dedos, que se recrean en sentir el tacto del volante de plástico. Cuando conduce, Rogelio demuestra, conduce con significado. Su volante es trascendente, y a cada gesto sonríe, detecta su propio sarcasmo, se ríe de estar conduciendo y, sobre todo, de seguir haciéndolo. Regula la velocidad a capricho, elige los carriles según su deseo más inmediato con la tranquilidad con que un niño estrella un juguete contra la pared, seguro de su propiedad. Considera a la carretera como un juguete más, y toma propiedad sorprendido de sí mismo. Y resopla. Y sonríe. Y esboza en su cara un tic bilabial.

Hay un orgullo en las naturalezas vulnerables que escuece a la irritabilidad del Detritus. El Detritus nos circunda veloz, lo sentimos a cada ráfaga de viento, a cada coche o camión o autobús o tractor o motocicleta o ciclomotor o bicicleta o avioneta de tratamiento agrícola o cazabombardero o peatón o patinete o monopatín o coche policial o cápsula espacial o insecto u hostal o pueblo o ciudad o señal o desviación o resonancia alguna. Rogelio permanece inmutable, sonríe, resopla, y esboza en su cara un tic bilabial. Y punto.

¿Qué se esconde tras los gestos más inconscientes e intrascendentes? Configuran un mural críptico que precisa ser descifrado e interpretado por una mente visionaria que recoja las resonancias de nuestra respiración y las traduzca; alguien que conozca el idioma del aire. Un aparato detector de gestos trascendentes que interprete los gestos más insignificantes y les dé un sentido mucho más amplio.

Rogelio y Pájaro lo tuvieron durante los años únicos de la gloria de la República de Demencia.

- Tosa, por favor.

El aparato detector de gestos trascendentes recoge el gesto.

- Ajá, usted pretende sustituir el macrocosmos por un microcosmos, ajá. Eso es ilícito. Ya nos habían llegado denuncias por su manera sospechosa de toser. Ayer tuvimos que ejecutar a un señor que al pedir café pretendía en realidad asesinar a su vecina. ¡Ha usted de acudir inmediatamente a un campo de reeducación!

En aquellos campos no sobrevivía nadie por lo general. Había aparatos ocultos en los baños y casi todo el mundo tenía la tentación de orinar para que el jefe del campo sufriera un colapso eléctrico con su máquina de depilar. Había también aparatos para depilar la superficie de la tierra, ciudadanos incluidos. El acto de fumar personas sólo era permitido en caso de que se tratase de familiares cercanos. Un conocido caso fue el de quien rehusó fumarse a su abuela. Fue reciclado junto a unas latas de cerveza. No quedó mal. Ajá, sí, muy bien, siga así. Hum...

Me siento solo. Es detestable que Fernando no esté con nosotros, así que imagino que me escucha y me cuenta cosas.

- Es cierto, sí, pero cuéntame más cosas, Uli, cuéntame. Ayer me encontré unos libros viejos en una acera, frente a un bar, y los quemé. Es maravilloso, tío. El fuego es precioso. Al principio quemé uno sin intención de quemar los demás. Pero me encantó, casi me agreden unos niños y aparecí de espontáneo en el rodaje de una performance, quería besar a la actriz a distancia ¡Creo que lo entendieron! ¡Creo que lo entendieron! Luego quemé más libros. Tío, hasta para arder Kafka es magnífico. Sí, cuéntame cómo estuvo.

Alex se queda ensimismado y Ramón está algo ausente. Somos una bala de poesía que vuela hacia su destino y sólo escucho el viento y la música. Raudos nos dirigimos al destino con trayectoria lineal. Raudos Budas de raídas prendas volando hacia el ocaso de este sábado. Es una mañana preciosa. Volamos cada uno en nuestro ensueño directo unipersonal.

Rogelio toma las curvas y al unísono rodamos como canicas hacia un costado del habitáculo. Rogelio resopla y en su cara esboza un tic bilabial. Rogelio acelera y al unísono rodamos como canicas hacia la parte trasera, y Alex cae en el maletero y sonríe, y encuentra una de las guitarras bajo su culo.

- Vaya, no está nada mal. Ajá, no se hable más, sí...

Rogelio frena y rodamos como canicas hacia la parte delantera del habitáculo, lo aplastamos contra el parabrisas. Con la cara apretada al cristal, a duras penas manteniendo el volante, sonríe, resopla y con mucho esfuerzo esboza en su cara en su cara un tic bilabial.

El viaje, como el luto o la alegría, para que pese se ha de llevar por dentro. Los que pueden llevarlo, además, por fuera, son los más dichosos, pero no es imprescindible.

En la República de Demencia estaba terminantemente prohibido viajar sólo por fuera.

- Veo que ha viajado usted a Austria, pero no ha significado para usted mucho más que visitar el retrete. ¿Podría explicarlo?

En la República de Demencia también estaba penado llevar algún tipo de luto.

- Nuestro aparato detector de gestos trascendentes nos indica que tiró la basura como penitencia por la reciente muerte de su hermano, ejecutado a su vez por llevar luto por su madre, que fue ejecutada porque sonrió por la muerte natural de su abuelo. Es usted lamentable. Lamentable.

Fue ensartado a flechazos por Rogelio y Pájaro. Esto no fue más que el comienzo de una cadena que aniquiló a toda una familia.

-¡Cuidado, tío, ja, ja! ¡Tienes que darle en el estómago, idiota! ¡Eh, que se le ha desatado un brazo! ¡Espera, que le tiro una piedra, espera! ¡Ja, jaa, justo en la cabeza! ¿Ves? Ahora ya no corre, apunta bien ahora apunta bien, sí...

Poco a poco el trayecto se va completando, sólo nos hemos perdido un par de veces, nada importante. Nos habremos fumado del orden de quinientos porros de preguntarnos en este momento cuántos, pero no lo hacemos. No tiene importancia. Nada importante, nada. Pero en lugar de eso tomamos por fin el último desvío y decimos ajá. Maravillosas minas de tierra roja nos rodean por doquier, como si estuviéramos en Marte. Rogelio mira el paisaje con cierta visible nostalgia mientras invadimos el carril contrario. Nos pita un camión cargado de piedras. Ignora que la carretera y sus carriles y sus normas están al servicio de Rogelio. Ya es mediodía. Hambre, sed, ansia. Y sol.

martes, 19 de agosto de 2008

Arcos y flechas


Nos encontrábamos en casa del Pájaro. Nos íbamos a un pueblo de la montaña a pasar el fin de semana y dar un recital el domingo. Antes de salir nos mostró con solemnidad su arco nativo y sus flechas.

- Disparad, disparad- decía. Y disparamos.

Disparábamos a las paredes, a los cuadros, nos apuntábamos amenazantes unos a otros, sonriendo, contoneándonos por una especie de nerviosismo de origen incierto. Sosteníamos el arco en tensión y movíamos las caderas, como si bailáramos un bula-hop, o bailáramos el twist, y nos sentíamos cabaretesas de bodega de vino, cantantes de music-hall en mitad de la campiña, rockeros glam entre bandidos, y tras disparar descubríamos nuestra vocación de asesinos en serie, nuestro pasado de francotiradores de Roma. Pero todo es apariencia: en realidad no éramos más que nuevos mentores de una falacia ancestral y eterna, el mal sueño de Narciso.

Poníamos los puntos sobre cada una de las íes del texto de nuestra mentira a cada disparo. Era fantástico ver con cuánta potencia partían aquellas flechas, raudas y veloces, y se clavaban por todos los rincones de aquel piso, siempre a una preocupante distancia del objetivo elegido, errados los disparos; erradas las mentes y las miradas, como erratas de un libro invisible, errantes flechas hiriendo el aire, flechas lanzallamas, nuestros escupitajos, nuestras palabras-flechas. Era el zumbido de nuestras alas de insecto el que cruzaba las estancias, el que guiaba aquellas saetas en una y otra dirección a lo largo de todo el apartamento.

Y la gran falacia se configuraba poco a poco con una conducta caprichosa, dictando aquí y allá: el Pájaro y Rogelio son vampiros hermanos. Nosferatu es una dualidad melliza. Nacieron en el mismo estercolero rosa, un vertedero de Marte del que fueron expulsados, una acequia de vitaminas y proteínas de origen reptil.

Las risas eran entrecortadas tras el silbido de las flechas. Zuuuum ji, ji... una y otra vez. Yo seguía imaginando un recuerdo mientras apuntaba.

Fundaron una nueva sociedad, una nueva república, y aniquilaron las algas del planeta. Exterminaron el Parlamento de los Marcianos con su séquito de arqueros, pero su política fracasó. Sin embargo continuaban siendo grandes aficionados, como iba comprobando.

Pájaro me miraba como si yo fuera un alienígena y eso me preocupaba, pero sólo en parte, para dar coherencia a mi historia. Zuuuum ji, ji...

Fueron coreógrafos de la estulticia masiva en su planeta. Aquello fue genial mientras duró. Aquello tenía sentido.

Destrozábamos las paredes, los marcos de los cuadros, las puertas. A veces zumbaban demasiado cerca de nuestros oídos. Nos reíamos bobaliconamente, casi competíamos por ser el más temerario, cuando en realidad no éramos más que cuatro salvajes bastante cobardes. Los cobardes aburridos son muy peligrosos. Un grupo de mariposas asustadas puede dar un golpe de estado, puede derrocar imperios de alienación. Pájaro insistía en que disparáramos sin parar.

-¡Disparad, disparad!

Para mí no era la primera vez.


En su república marciana había que hacer imperar el miedo, convertir a todos en cobardes, formar un ejército de acojonados en busca de venganza. Legiones enteras de tiritantes soldados masacrando hipopótamos, legiones enteras graznando. Lo estoy viendo:

Pájaro y Rogelio observan desde lejos, desde su campamento, con sus prismáticos. Son estrategas del ejército de la República de Demencia, un ejército sumido en una guerra abierta contra la fauna del país. Se mueren de risa. Son los Cónsules que dictan las leyes y campan a sus anchas, y a veces disparan con su arco nativo para ver que pasa y matan algunos soldados suyos.
¿Suyos? Jo... Se desternillan.

Rogelio cae de nuevo en grandes llamadas a la grandeza de la Voluptuosidad. Brindan con vino dulce y continúan mirando, señalando con el dedo la lejanía indefinida.

- ¡Mira, jaja, mira a ese tío, mira, se está comiendo el rabo de esa cebra con los dientes, ja, ja, jaa, mira, las gacelas, los leones huyen, míralos a todos!

Un enjambre de boticarios actúa de ejército de Atila. La artillería está compuesta por una bandada de estudiantes de empresariales. Ya no importa mancharse los pantalones de pinza, ya no importa arrugarse la camisa, ya no importa chapotear con la lengua fuera en barrizales de lodo y sangre. Pasado el miedo, todos son primates salvajes y lo hacen con especial brutalidad para desquitarse de tantos años de comedimiento y prudencia; todos olvidan las manos y usan los dientes, y se revuelcan en un lodazal donde reina la pureza más atávica. Los chimpancés se descojonan de nosotros...

En la República de Demencia se dio el caso de una familia cuyo único hijo comenzó a actuar de manera sospechosa. El padre quería que, como él, dedicara la totalidad de su tiempo a aplastar cucarachas y beber cerveza. Él, en cambio, prefería pasar el tiempo ordenando su habitación o asistiendo a cursos clandestinos de ofimática, y tenía la costumbre de peinarse todos los días, sin parecer importarle la posibilidad de ser detenido por ello; como colofón, se lavaba los dientes después de cada comida, a escondidas.

- ¡Hijo!- le decía su padre- ¡Sé perfectamente lo que haces metido en el baño! ¡No me trago el cuento de que te estás masturbando! ¡Te estás lavando los dientes! ¡Te vas a quedar ciego! ¡Te pudrirás en el infierno!

Su padre se preguntaba qué había hecho mal, que dirían los vecinos si se enteraran. A pesar de la prudencia con que había intentado ocultar la verdad, ya corrían rumores sobre la actitud antisocial de su hijo por el vecindario, quien no se quiso alistar en la guerra contra la fauna que se libraba en aquellos momentos. Todos los chicos del lugar luchaban allí. La Guerra contra la Fauna era una fábrica de héroes.

- ¡Oh! ¡Mi hijo ha muerto por una coz de cebra!- dijo una madre angustiada.
- Su hijo es un héroe, señora, luchó hasta el final. Sodomizó a más de cincuenta avestruces antes de morir. Jamás le interesó la literatura del Realismo, jamás- consolaban Rogelio y Pájaro con sus uniformes de bailarina de ballet.

Un día el chico problemático se acercó a su padre y le confesó que quería estudiar Derecho. Lo echaron de casa. Rumores afirman que fue detenido al intentar asistir legalmente a un pato prisionero. Rogelio y Pájaro lo ejecutaron con su arco nativo como parte de un espectáculo lúdico que tenía como fin amenizar una recepción de embajadores que tuvo lugar en palacio.

- ¡Sí, ahora! ¡Oh, casi le das! Pero no te preocupes, toma, toma, más flechas, más ¡En el ojo, jajaaa!, muy bien...

La primera vez que disparé el arco de Pájaro coincidió con mi primera visita a lo que Alex suele denominar la pocilga, el cubil donde se guarecían Pájaro y la entonces su novia, Noelia. Más tarde se abandonaron mutuamente a la inercia absorta, pero entonces se movían, se movían de un lado para otro de manera incomprensible, conducta considerada saludable por los gimnastas de la psique. Sin embargo, es pertinente matizar que en lo relativo a lo práctico Noelia se movía por los dos, y su movimiento tenía una cierta constancia que no tenía el de Pájaro, quien es lo más parecido a un exabrupto en ese sentido. Su parto fue un exabrupto. Eso tiene que marcar. Desde entonces toda su relación con simios es de esa naturaleza: exabruptos nerviosos. Su novia, en su tiempo libre, era igual, pero con más insistencia. En otras palabras: ambos caían como una patada en la ingle a la primera impresión. Sin embargo, Pájaro resultó ser más humano a pesar de sus explosiones imprevisibles. Quiero decir que resultaba tratable de un modo más constante a pesar de sus patadas verbales. Ella no. A ella la conocí encima de un árbol, en un bulevar, mientras me dedicaba a descubrir un canto fúnebre en la caída de las hojas.

Caen hojas secas en el bulevar. Se despiden del viento, del murmullo. Yo las cuento desde el suelo, las anoto en una libreta de cristal. La lluvia de hojas antes verdes, fundidas en un crisol de clorofila muerta. Yo las cuento. Las maravillas de los destellos están en algún sitio. Hay millones de lugares donde no están. Yo los cuento. Porque a veces cuento mis pasos. A veces camino por bulevares donde mueren las hojas, aún verdes. Aún verdes, las hojas caen mecidas por la brisa. La brisa proporciona dulzura a los muertos. La brisa mece nuestras cunas y nuestros lechos. Ahora las hojas caen verdes, y los pájaros trinan un réquiem. La brisa hace de mensajera. La brisa es la testigo. La brisa permanece impasible.

Idas y venidas


Ayer monté un lienzo enorme. Hum. Mezclé óleo blanco con mucho aceite y armé una escabechina viscosa. Y luego, sobre la fina lámina blanca, tracé con viscoso negro siluetas y quemaduras.

Doctor, he de confesarle que cuando viajo en coche y miro por la ventanilla, sueño con tener una cuchilla hacia el infinito que pode de árboles, casas, montañas y personas la superficie del suelo...

Estaba liso, estaba tirante; sudaba con mi grapadora en una mano y mi tensador en la otra; las gotas caían al suelo, igual que cuando imprimé la tela y quedaron estampadas sobre ella, a pesar de las capas consecutivas. Se me salían los ojos de las órbitas. Me encanta pintar oyendo “Kick out the Jams” de MC-5. Por cierto, viva la cola blanca con agua. Me gusta. Plastificar. Voy a plastificar cosas. Echar a perder camisetas.

Doctor, he de confesarle que cuando veo un avión o un helicóptero, me pongo a imaginar las maravillas que haría con una buena batería de misiles tierra–aire... ¡Padre Doctor! ¡Confesor moderno! ¡Una absolución de Prozac y valium-10!

Llegué solo, ¡llegué solo!, pero de pronto se llenó todo de gente, tuve que dejar de pintar. Toda la familia Adams en una cena sorpresa reunida de nuevo. Todos locos. Me olían las manos a aceite. Volver a casa con Elisa. Pero no podía dormir.

Doctor, he de confesarle que sueño con electrocutarle. Quiero lobotomizar la sanidad. Quiero lobotomizar el Estado. Quiero, sobre todo, electrocutar por doquier. Tranxilium. Vale. Me irá bien. Pero volveré...

Pedalear hasta que duelan las piernas. Ser un gorrión. Pedalear es ser un gorrión...


Amarillo, rojo, azul, violeta, verde...

Hoy.


Por favor, no lo recargues demasiado.

Que chorree...


Mantra

La puerta hacia el infinito, esa caída constante en catarata...

El agua rociada por sí misma y por las espirales del aire...

Oxígeno y rocío fresco, helado, sobre una selva verde, lejana desde la altura inalcanzable...

Mi mantra es una hoja que gira verde sobre sí misma.

La puerta está en cualquier sitio.

La llave está en el cerrojo.

Caer en el infinito de uno mismo desde fuera...

... desde un destello,
desde una brisa,
desde un escalofrío de hielo...

viernes, 15 de agosto de 2008

Nomenclaturas

Cuando dicen Dios, yo digo viento;
cuando dicen amor, yo digo vientre;
cuando dicen muerte, alzo mi frente;

¿Y cuando dicen pasado, futuro y presente?

Yo me presiento inerme, inerte ante los ojos brillantes de una fuente...

miércoles, 13 de agosto de 2008

Caricia en el pelo

Es porque contienen la inmensidad del océano
que digo que tus ojos son de mar;

mas no por azules, sino por oscuros,
como lo es la noche en que explotan en celeste
las dunas de destellos metálicos de estrella.

Eres de mar porque miras con mar,
porque oscilas con la cadencia secreta
de la marea gobernada por la luna.

Eres de luna llena y de mar, y es tu aroma una bruma,
de nocturno despertar.

De luna llena,
porque navegas envuelta
en las esferas blancas de tu piel pulida,
y anuncian tu mar eterno tus focos de cine de ojos,
contenido en tu cuerpo,
que es de duna, bruma y luna.

Ojos de mar, cuerpo de luna llena,
fricción de marea contenida en el vibrar
de tus pestañas serenas...

Eterna luna, lupa-linterna,
tiernas las mañanas derramadas
por la noche que anhela
tu corazón de vela;

y un mar en celo de viento por tu pelo,
sombra del sol y las estrellas,
entre mis dedos de sueño,
que dibujan el tacto de tus rizos,
y esas otras,
esas raras perlas sobre la arena...

viernes, 8 de agosto de 2008

EL PODER DEL JAMÓN

Como forma. El jamón te arrastra, es una forma de gran potencia evocadora. Es un compendio de virtudes. Su orografía es compleja, diversa centímetro a centímetro: erupciones, volcanes, montañas, flemones, eczemas, laceraciones, secreciones, llagas, paisajes diversos plagados de misterios.
Lo sensual del jamón. Él arrastra nuestros sentidos. Confluyen la vista, el olfato, el gusto, el tacto. Me da a mí que en nuestra conciencia debe figurar como icono rotundo, arquetipo de lo sensual, sexual. Tó lo negro, tó lo rojo, lo aromático, esa fragancia profunda, asentada, el jamón que penetra y es penetrado, lamido, comido, digerido, amado. Su grasa, que resbala, que suda, que pringa. Al jamón lo hacemos objeto de culto sexual final. Los sentidos nos llevan de viaje hacia el fin que es la pata negra ¡Cómo huele la pata negra! A la pata negra se le mete mano, se la violenta y ella consiente ¡Amo el jamón!
Lo que esconde el jamón. El poder misterioso de ese objeto, eso que esconde. El empaque serio y severo, castellano, de su estampa; exterior ocre tierra, ceniza, camino, sol, sudor, despensa, ese bicho de cuidao, ¿qué encierra? ¿no deseamos acaso mancillar esa superficie en busca del rojo magro, algarabía de color, bajo capas y capas de inmaculado tocino? Aparece sin duda la esperada veta, olorosa, gloriosa, el secreto del jamón, lo que esconde, ese misterio. ¿Acaso algún neófito no habrá sentido curiosidad por ver lo que esconde bajo la epidermis? ¿no es sorpresiva la llegada del magro que huele a amor verdadero? Asín es el jamón. Da y recibe. ¿Y qué decir del hueso?, ¿no es bello en sí, rotundo, bruto, graso, basto? Es un arado. Y aún nos da, nos da hasta el último momento amor de puchero.

David López Panea

La salud de los bonsais

Siguiendo el consejo de su amigo, comenzó a apuntarse a todo tipo de cursos vespertinos: alfarería, pintura, cuidado de bonsáis, cocina creativa, decoración, restauración de muebles, etc. Lo hacía para conocer chicas. Era así la cosa. Se quería reproducir o, al menos, hacer los debidos méritos.

Así que estaba frente a un tiesto con un abeto diminuto siguiendo los consejos para la poda que el profesor japonés les daba a todos los alumnos, tijeras en mano. Había una chica muy guapa justo frente a él que podaba su bonsái con parsimonia y lentitud, y había en su cara un algo de melancolía, tristeza y palidez. Él, que solía escoger sus víctimas según el grado de debilidad que mostraran, consideró a ésta como la candidata más propicia para sus malévolos planes. Frío y calculador, sabía que primero tendría que indagar hasta averiguar la causa de su desdicha, y lo demás sería pan comido.

- Esta lo acaba de dejar con el novio, fijo- pensaba- va a ser coser y cantar.


Calculó fríamente las ingeniosas palabras que pronunciaría con aparente naturalidad y, una vez bien memorizadas, se aproximó a su mesa.

- Es seguro- pensó conforme se acercaba a ella y veía mejor los rasgos de su cara, sus ojeras- lo acaba de dejar, va a ser sencillísimo. Le ofreceré comprensión, cariño y la venganza que necesita, je, jeee...

Ella podaba hojita a hojita su abeto, ramita a ramita, despacio, abstraída en otros pensamientos. El se situó frente a ella y ella levantó la cara de manera interrogativa.

-¿Puedo sentarme? Gracias- dijo sin esperar a que contestara.

Ella bajó la vista y siguió podando con la misma parsimonia. Él le tomó la mano derecha, con la que la chica sostenía sus tijeras, y comenzó a hablar, mirándola a los ojos, esperando que entreviera en sus palabras que sabía por qué sufría, que le ofrecía una mano amiga.

-A veces- dijo- cuando una rama está enferma es mejor cortarla de raíz a limpiarla hoja a hoja...

Ella, algo preocupada y molesta, no comprendió el tono trascendente de lo que le decía. Él, sin bajar la vista de sus ojos, posó sus tijeras en la base de la rama y apretó con fuerza, sin dejar de mirarla fijamente.

La cara de ella cambió de golpe. Dos lágrimas surgieron inmediatamente de sus ojos, sus pupilas se dilataron y su palidez aumentó súbitamente. Él pensó fugazmente que había salido bien la jugada, que la había impresionado, pero no era así.

Le acababa de amputar un dedo a la chica.

El visitante

El portero se encontraba fregando el portal cuando llegó un hombre con aspecto muy serio y vestido con una levita. Se dirigió inmediatamente al portero.

- Buenos días, señor. Verá, estoy buscando a Don Adolfo de Guillena.

El portero, a quien le resultaba del todo imposible reconocer ese nombre, se quedó dudando, sin saber qué contestar.

- Se trata de un asunto de gran importancia, un asunto estrictamente musical- insistió el visitante.

“Don Adolfo de Guillena” era en realidad “El Larry”, ese molesto vecino que llegaba con frecuencia en un estado calamitoso y lamentable a causa de la ingesta de diversas drogas y cuyos vecinos no paraban de quejarse por los ruidos, la música, los malos modos del chaval y su forma de vida degenerada, pero esto no lo sabía el portero. Lejos de indagar la identidad buscada, y siguiendo su perruna afición por el cabezazo y el servilismo ante todo lo que dé señales de distinción y hieda a dinero contante y sonante utilizado sobre todo para labores de ostentación y ornamentación costumbrista-equino-plateresca-socio-narcisista, como manda la moral más elevada de esa ciudad, aún así, lejos de mandarlo a paseo, cual era su costumbre con todo aquel peatón de carne y hueso que osara hoyar con sus sucios pies su distinguido bloque, se sintió inclinado a mantener a tan preciado espécimen dentro de sus dominios, pues era de la opinión de que el caché de una casa se mide por el de sus visitantes.

Así que hizo lógica de aspectos: este señor tan educado, elegante y mayor, tan respetable, sólo podía buscar a Don Hernando, el administrativo de banco, jubilado recientemente, que vivía en el quinto A y quien, aunque despertaba a todos los vecinos con sus delirios nocturnos en los que enaltecía los valores del movimiento, del nacional-catolicismo, del ultra-nacionalismo, del nacional-socialismo y de toda forma de fascismo, siempre vestía bien y portaba ese gesto de seriedad y gravedad que caracteriza a esas naturalezas estoicas que inspiraban tanto respeto a personas como él. Y, al fin y al cabo, era de la opinión de que un hombre de derechas es siempre un hombre de orden.

- Mire, señor, suba al quinto A y allí estoy seguro de que le dirán de quién se trata- le dijo con una simpatía y una amabilidad piadosa que sólo podría calificarse de “pantojil”.

- Gracias, ha sido muy amable- contestó con su voz grave y su dicción meticulosa, y se dirigió al ascensor.

“Un asunto estrictamente musical” murmuró para sí, mientras seguía con la fregona con un halo de emoción y expectación en la mirada.

Don Hernando estaba sentado en el sillón, leyendo el ABC y tomando leche con galletas. Cuando sonó el timbre, se levantó no sin antes protestar en una mímica que sólo podría calificarse como onanista, dada la soledad en la que vivía.

- Este país va al colapso total- murmuraba solo, mientras llegaba a la puerta. Obvio. Un país donde la gente llama a las puertas va camino de la debacle. Cuando la abrió se quedó un poco extrañado. Aquel ser...

- Buenos días. Disculpe que le moleste a estas horas en su casa, pero he llegado al bloque buscando a Don Adolfo de Guillena y el portero me ha enviado aquí, pues presume que quizás usted pudiera ayudarme a encontrar el domicilio de este señor. Verá, se trata de un asunto estrictamente musical...

- Adolfo, Adolfo...- se quedó pensativo, mientras se rascaba la cabeza, unos instantes- mire...- le señaló al fondo del pasillo- Allí vive un tal Adolfo, aunque todos le llaman “El Larry”- en esto el visitante dio un bote de sorpresa- pero no creo que sea a él a quien busca...

- ¡No se apresure a sacar conclusiones precipitadas! Ese simpático apodo sin duda lo encuentro propio de la persona a quien busco. Nos une, como ya le he mencionado, un profundo lazo musical, y es precisamente un asunto muy importante, de naturaleza estrictamente musical, el que tengo que resolver con él de inmediato, pues...

- No sé si es músico o no ¡pero es un golfo y un sinvergüenza! ¡Un sinvergüenza! ¡Las pintas que lleva! ¡Anda siempre con putas! ¡Porque a las mujeres que se visten así y se comportan así sólo se las puede llamar putas!- y cerró de un portazo.

El visitante permaneció unos instantes en la misma actitud de educada dignidad y modales de respeto, pero frente a la puerta, en lugar de Don Hernando. Cuando seguir así fue lo suficientemente absurdo, se dirigió al apartamento señalado y llamó. Al abrir, música electrónica a todo volumen inundó el pasillo. Abrió uno de sus compañeros de piso, quien se limitó a mostrarse interrogante mediante la boca y los dientes.

- Verá, busco a Don Larry. Se trata de un asunto estrictamente musical...

(...)


Al cabo de unas horas encontraron a Larry y a todos sus compañeros descuartizados con un hacha. El visitante fue detenido en un parque cercano mientras daba de comer a los patos del estanque y tarareaba música de Mozart. No ofreció resistencia y confesó los hechos y los justificó con motivos “estrictamente musicales”.

- En asuntos de música no me meto- declaró el portero cuando fue interrogado por la policía.


Y siguió pensando que la gente seria y formal era mejor que esos golfos sucios y desaliñados.

jueves, 7 de agosto de 2008

La cena

Iba camino de la cena por una avenida brillante, barnizada por las miles de gotas de aquella llovizna suave pero continuada que llevaba lavando la ciudad de su aire ocre de arena y albero. Había dejado de llover, como si el cielo hiciera una tregua para no dejarle excusa para no acudir. La lluvia, el frío, la sensación de vulnerabilidad, de ser incompleto, de estar a un soplido de la muerte. La debilidad como recuerdo de la finitud incomprensible de nuestras almas inabarcables (“cuando sea viejo estaré a merced de los elementos más aún que ahora”); la muerte como frío eterno, o aún peor, como una extensión infinita de la agonía, como la aporía de la liebre y la tortuga de Zenón. ¿Será morir una aproximación eterna a la muerte por los eslabones de la expiración? ¿Qué sentido tiene el propio espacio donde el universo se contiene a sí mismo? ¿Una oscuridad vacía sin referencia? ¿A qué coño viene todo esto, la existencia? Hubiera sido mejor no individualizarse nunca, esparcirse como un barniz de lluvia, como una película casi invisible, sobre todo el espacio, la materia y el tiempo. Nadie tiene malos recuerdos de antes de nacer. Simple extensión. La vida es una broma pesada.

Al terminar de cruzar la calle tropezó con el bordillo y casi se cayó de boca.

- Y ahí siguen las putas piedras, sin embargo- dijo en voz alta. Una vieja se le quedó mirando extrañada. Sería por la bufanda raída y los pelos. Ellas son así.

Al llegar estaban ya todos, buena gente, sana como un vaso de leche, e igualmente plana. Hablaban de la medicina homeopática. Que Maribel había empezado a ir a uno de esos médicos. Aparte de los otros naturistas, herboristeros y shamanes-gurús-cuentacuentos a los que era tan aficionada. A todo el mundo le encantaba el tema, y al final, inevitablemente, le preguntaron a él. Tal como se lo temía.

Era difícil para él, desde un punto de vista ético, discernir cuándo debía mentir y cuándo debía ser sincero, honesto. Por una parte, teniendo en cuenta el cuidado de la apariencia que los anfitriones mostraban (preguntas innecesarias, interés tan sólo aparente en los avatares de su vida- trabajo, carrera y demás cosas que ni a él mismo le importaban- una exhibición narcisista de modales, hogar y generosidad para una suerte de auto-balneario donde masajear su autoestima), resultaría nefasto para el cuadro que dijera lo que pensara; pero por otro, era un gesto de desconsideración para sus amigos el mentirles. Y, además, estaba harto de callarse sus opiniones por delicadeza con sus congéneres.

- La medicina homeopática no me asusta tanto como los que a ella acuden- comenzó- puesto que, si bien ésta tiene fundamentos sólidos, huele a medicina “alternativa” a las narices más estultas que militan en esa corriente irracionalista tan popular hoy día...

Algunos dejaron de comer, y todos lo empezaron a mirar algo incomodados. Él decidió no quitarse ni la bufanda ni el abrigo. Maribel afilaba su mirada de odio por momentos.

- Y es que- continuó- la emancipación de las clases obreras es un proceso con altibajos. La primera reacción tras romper las cadenas es la negación. Toda esta clase media surgida en el siglo pasado lleva aún tatuado el resentimiento social producto de siglos y siglos de explotación salvaje, y ahora, en lugar de empalar nobles o terratenientes, lo canalizan mediante la negación de todo lo que suene a burgués, a la vez que aspiran a ese modo de vida y comparten todos sus valores- trabajo, el mérito de la autoedificación y demás paridas decimonónicas- por eso, si bien desean la seguridad de una asistencia médica, al estar la medicina convencional tradicionalmente ejercida por burgueses y dirigida por investigaciones movidas por los mismos elementos e intereses, reniegan de ella, y en general de todo el conocimiento racional científico en beneficio de una nueva irracionalidad, que no es otra cosa que una materialización de sus miedos y supersticiones que ya denunciaban los ilustrados del siglo XVIII: la mentalidad de parroquia que posibilitó que permitieran bajo mandato divino que los condenaran a vivir en la miseria durante siglos, esa visión oscura y maniquea del mundo, sigue vigente mediante la figura de la “conspiración soterrada”, y sospechan todo tipo de maldades diabólicas de la medicina convencional. Esos padres que ahora no vacunan a sus hijos, y demás. Si bien siempre me enfrentaré a un gobierno que utilice los medios que ahora voy a mencionar, no puedo evitar pensar que a esos padres neuróticos e irresponsables (aparte de sumamente estúpidos) deberían aplicarles unas cuantas descargas eléctricas, a ver si salen de esa nube de reacciones endocrinas y son personas emancipadas intelectualmente de una vez.

Silencio.

Se levantó y salió de allí inmediatamente. La calle era ahora acogedora. Llevaba ya un rato deseando poder volver a sus reflexiones sobre la muerte. Le dolía haberles insultado, pero mentir también lo hubiera sido, aunque resultara más decorativo. Lo mejor hubiera sido no haberse individualizado nunca. Además, no hubiera soportado los comentarios sobre la textura de las patatas gallegas.

Sin embargo, en lugar de la muerte, empezó a pensar en el naranja de las puestas de sol de otoño, en la sensación de levitar que los escalofríos proporcionan, en la infinitud del instante de un beso.

LA DEGRADACION MEDIANTE EL TRABAJO

Los seres humanos trabajan en general demasiado para poder continuar siendo ellos mismos. El trabajo es una maldición que el ser humano ha transformado en voluptuosidad. Trabajar con todas nuestras fuerzas únicamente por amor al trabajo, regocijarnos de un esfuerzo que no conduce más que a resultados sin valor, estimar que sólo podemos realizarnos mediante una labor incesante, es algo escandaloso e incomprensible. El trabajo permanente y constante embrutece, trivializa y nos convierte en seres impersonales. El centro de interés del individuo se desplaza desde su ámbito subjetivo hacia una insulsa objetividad; el ser humano se desinteresa entonces por su propio destino, por su evolución interior, para apegarse a cualquier cosa: el trabajo verdadero, que debería ser una actividad de transfiguración permanente, se ha convertido en un medio de exteriorización que hace abandonar al hombre la intimidad de su ser. Es significativo que la palabra trabajo haya acabado designando una actividad puramente exterior en la cual el ser no se realiza: sólo realiza. Que todo el mundo deba ejercer una actividad y adoptar un modo de vida que, en la mayoría de los casos, no le conviene, es un hecho que ilustra la tendencia al embrutecimiento mediante el trabajo. El hombre ve en el conjunto de las formas del trabajo un beneficio considerable; pero el frenesí de la labor es signo en él de una propensión al mal. En el trabajo, el ser humano se olvida de sí mismo, lo cual, sin embargo, no produce en él una dulce ingenuidad, sino un estado próximo a la imbecilidad. El trabajo ha transformado al sujeto humano en objeto, y ha convertido al hombre en un animal que cometió el error de traicionar sus orígenes. En lugar de vivir para sí mismo –no en el sentido del egoísmo sino de una vida dedicada a la búsqueda de la plenitud- el ser humano se ha convertido en un esclavo lamentable e impotente de la realidad exterior. ¿Dónde encontrar el éxtasis, la visión y la exaltación? ¿Dónde está la locura suprema, la voluptuosidad auténtica del mal? La voluptuosidad negativa que encontramos en el culto al trabajo es más un signo de miseria y de mediocridad, de mezquindad detestable, que de otra cosa. ¿Por qué los seres humanos no decidirían de repente abandonar su trabajo para comenzar uno nuevo totalmente diferente del que están ejerciendo inútilmente? ¿No basta con tener la conciencia subjetiva de la eternidad? Si la actividad frenética, el trabajo ininterrumpido y la trepidación han destruido algo, es sin duda el sentido de la eternidad, del cual el trabajo es la negación. Cuanto más aumentan la búsqueda de los bienes temporales y el trabajo cotidiano, más se vuelve la eternidad un bien lejano, inaccesible. De ahí que los espíritus demasiado emprendedores posean perspectivas tan limitadas, de ahí la mediocridad de su pensamiento y de sus actos. Y, a pesar de que yo no opongo al trabajo ni la contemplación pasiva ni el ensueño vaporoso, sino una transfiguración desgraciadamente irrealizable, prefiero sin embargo una pereza que lo comprende todo a una actividad frenética e intolerante. Para despertar al mundo hay que exaltar la pereza. Porque el perezoso tiene infinitamente más sentido metafísico que el agitado.




E.M. Cioran
En las Cimas de la Desesperación, 1933.

La sinfonía de la verdad

La mítica Sinfonía de la Verdad fue compuesta por Alexandrus Disculpánicus allá por el siglo XVII. Lo que en un principio parecía un mero divertimento para ser interpretado a dúo por triángulo y corno inglés, resultó en algo inesperado para el propio autor, sus coetáneos y todo ser que a la obra se acercara en lo sucesivo. No obstante, a lo largo del proceso creativo notó, como anotara luego en su diario, que sus notas ejercían una extraña influencia en su conducta y que, a pesar de estar en la más absoluta soledad (como exigía para trabajar) hablaba en voz alta sobre temas no siempre apropiados para la vida en una comunidad civilizada. A pesar de todo, no renunció a presentar la obra, una vez acabada, a toda su familia como era su costumbre, pues consideraba aquellos episodios como meros accidentes fácilmente reprimibles.

Así, durante la primera interpretación de la obra ya terminada, al piano, comentó a su mujer de pasada, mientras sus manos recorrían con gracilidad y seguridad las teclas (era un excelente pianista) que su reciente afición por el sexo anal se la había enseñado la cabra que les daba la leche; que no era casualidad que su madre fuera coceada por una mula (famosa en la comarca por su salvajismo) que no debía estar suelta por el camino de la iglesia a la hora en que ella habitualmente regresaba de misa; que su hermana esperaba ansiosamente, como todas las noches, realizarle una inspección urológica oral y que, al contrario de lo que siempre le decía, dos kilos de tetas no eran un monumento a la fertilidad, sino un arma peligrosa de la que sus suegros debieron haberle advertido antes de la boda, motivo por el que había considerado la idea de demandarles, idea que luego desechó para tomar más en serio reclamar una alternativa compensación “ganadera”.

Su esposa, lejos de oponerse a las nuevas y confesadas inclinaciones de su marido, lo encerró bajo llave en los restos de la torre del castillo familiar con la sola compañía de una cabra, del veterinario del pueblo y de un toro salvaje, para que pudiera dar rienda suelta a sus nuevos motivos de deleite.

La obra fue guardada celosamente y sólo en el siglo XX fue recuperada.

El ascensor inteligente

Llegó a la puerta del bloque con la tarta de nata y fresa envuelta en papel, todo el paquete descansando sobre su mano derecha. Se trataba del cumpleaños de su sobrino primogénito y se había hecho cargo de esa importante compra. El edificio era una de esas ambiciosas construcciones nuevas donde se pretendía un acercamiento al hogar inteligente materializado en el palacio de Bill Gates. El acercamiento lo era de intenciones nada más, pero con eso era suficiente: lo importante era demostrar una filiación a los valores que caracterizaban el estado y la causa de la mayor fortuna del planeta, y la fortuna y la felación virtual de la misma era característico (constituía el estado y la causa a partes iguales) de la clase media pretenciosa (valga la redundancia) que lo habitaba.

Una de esas “mejoras” que traían consigo las nuevas automatizaciones era que ahora, en lugar de pulsar directamente el botón situado junto a la letra y piso que tenía como destino, había que leer el código anexo y teclearlo en un teclado numérico sito bajo la cámara que los inquilinos podían utilizar para satisfacer sus ansias de paranoya-persecutoria de robo, subtipo los-ladrones-se-pasan-el-día-vigilando-mi-gran-fortuna-de-funcionario-grupo-d, y luego pulsar el botón con el icono de una campana (para los visitantes torpes). Así, el increíble artilugio, y no el visitante, limitaba la duración de la llamada a un siempre-mismo-e-idéntico intervalo de tiempo (a la hipersensibilidad auto-sublimadora de la dignidad-hiperbólica-como-disfraz-de-egolatría-sin-digerir enerva sobremanera la impertinencia de una llamada de más de un segundo de duración). O sea, el logro consistía en que el dueño de la casa nunca podría averiguar si la llegada de la visita implicaba algún rasgo de urgencia (para así poder eventualmente enarbolar una indiferente tranquilidad de egoísmo), o adivinar la identidad del mismo por su característica forma de llamar: para eso estaba la cámara, aunque ello implicara dejar al niño en la bañera para ir al recibidor y mirar en la pantalla, y que este se ahogara mientras tanto. La automatización, en lugar de simplificar, complicaba las cosas. En eso parece consistir la modernidad (aparte de pagar lo mismo por unos servicios cuya calidad cae en picado mientras insultan la inteligencia).

Cada cual se hace pajas como le da la gana, por cierto.

Marcó, sonó el timbre digital, y cuando lo reconocieron los anfitriones, una campanita tipo aviso de aeropuerto (mas el zumbido de mosca habitual para abrir el cerrojo) hizo los honores y una musical y sensual voz femenina dijo “puerta abierta”, por si a algún memo aún le hiciera falta alguna aclaración sobre lo sucedido. La voz automática comunicaba la buena nueva con una alegría por semejante e increíble hecho similar a la que se adivina en la voz en off de un reportaje sensacionalista del Discovery Channel donde se congratulan como humanos por el progreso que significa un misil, mezclada con la satisfacción de plástico (con estética de peli porno) de un vendedor de cinturones auto-electrocutadores de teletienda. Las puertas se inventaron antes del Neolítico, pero al parecer los avances se aprecian cuando lo son de aspecto y no de esencia: ahora se nos humedece la boca porque hace falta energía eléctrica para abrir las puertas, lo que implica la existencia de centrales nucleares, etc. Un gran avance con respecto al Neolítico y su bárbara técnica de apertura-con-la-mano, que ni siquiera implica una civilizada emisión de CO2. Y siguen haciendo falta puertas. Eso es evolución.

Entró y se dirigió a los ascensores. Llamó.

Cuando entró, el interior le pareció más una cámara futurista de teletransportación que otra cosa. Había un hilo musical tipo dentista (“Satisfaction” interpretado por una especie de orquesta televisiva, en plan instrumental, donde las cuerdas sustituían a la voz y unos coros angelicales completaban el infernal arreglo, que inspiraba tedio de caramelo de anís en boca de forense de bata blanca), pero no había hilo dental. Pulso el botón correspondiente a la tercera planta.

- ¡Ha elegido subir a la tercera planta!

La voz, inesperada, similar a la de la puerta, sonó a un volumen tan alto que dio un respingón y tembló el piso del ascensor. Claro. Alguien que ha pulsado un botón con el número tres necesita de una aclaración que explique o comente su acción. “Si no hay consecuencia audio-visual, no ha existido”.

El aparato, sin embargo, pasó de largo la tercera planta y no se detuvo hasta la decimotercera.

- ¡Decimotercera planta, señor! ¿Desea continuar el protocolo?

¿“Protocolo”? Aquello ya le parecía demasiado. Se quedó esperando a que se abrieran las puertas pero permanecieron cerradas, así que pulsó el botón en el que, gráficamente, se representaban dos puertas que se abrían.

- Ha elegido continuar el protocolo, señor. Procedemos a abrir la compuerta del suelo, señor.

Antes de que pudiera interpretar las palabras que acababa de oír los hechos fueron mucho más elocuentes: el suelo comenzó a abrirse desde el centro y un hueco que mostraba el vacío de trece plantas bajo sus pies se fue haciendo con la cabina, avanzando desde el centro hasta ambos extremos. Se puso muy nervioso. La tarta se le cayó y el sonido en el fondo no lo tranquilizó en absoluto. Llegado un extremo, tuvo que sostenerse en ambas paredes con los pies y los brazos, presionando hacia afuera para no caer en el vacío. Respiraba muy fuerte.

- ¡Compuerta del suelo abierta, señor! ¿Desea continuar el protocolo?

Miraba al fondo, haciendo toda la fuerza que podía con ambos brazos y piernas. Sudaba, las gotas caían una tras otra en el hueco oscuro que se presentaba bajo él. Entonces se dio cuenta de que el botón con la campana de emergencia estaba casi bajo el dedo pulgar de su mano derecha. Lo pulsó.

- Ha elegido continuar el protocolo, señor. Procedemos a desmantelar la cabina, señor.

Un estruendo de trastos con alarido incluido inundó la paz de aquel bloque residencial automatizado.

Los trituradores de basura del fondo del hueco del ascensor eliminaron los restos y un técnico de la empresa instaló otra cabina esa misma tarde.

Todo va llegando poquito a poquito.

miércoles, 6 de agosto de 2008

The office


El trabajo da sed. Una especie de desesperación, un estado de pobreza, necesidad y... acecho ansioso sin objeto. Sentado ante este ordenador, dios, cuántas rememoraciones o fantasías sexuales me he procurado. Estoy seguro de que los ganadores del concurso La Sonrisa Vertical son todos oficinistas, o lo han sido, o lo son de alguna análoga manera. El fluorescente es el verdadero afrodisíaco del siglo XXI, sumado, eso sí, al vaivén de la abulia ofimática, el resentimiento de grupo de los departamentos y el odio sincero a los jefes por parte de nosotros, los indios; ese clima de cretinidad generalizado (resulta increíble que el país no se derrumbe con semejante proliferación de inermes mentales; por supuesto que Kafka se suicidó), esa falsedad en el trato de los compañeros (infatigables carroñeros de picos curvos), esa imitación a los modelos televisivos... Claro, uno se evade al lugar donde estaba tan a gusto antes de venir aquí: la cama, y claro, eso lleva al último polvo, y de ahí, la mente vuela...

Odio mi trabajo. Mi vida es una mierda. Soy un no-ser. De verdad. Ocupo una plaza que no debería, pero mis papeles indican otra. Cojonudo. Soy un no-ser. Parece ser (o mejor, no-ser) que el principio de identidad de Parménides tenía excepciones: yo. La excepción. El no-ser. Nadie me cree.

Es curioso. Un día ejerciendo de no-ser en el Fun Club se me acercó una chica por sorpresa. Como soy más perezoso que un perro a la hora de la siesta, inmediatamente visualicé todo el posible proceso que seguiría a su saludo: que si cómo te llamas, a qué te dedicas, decir algo gracioso, y lo peor, el inevitable “en qué trabajas”, lo odio tanto... Para en el mejor de los casos mal-echar un polvo (no hay nada como conocerse bien para follar bien, a mí que no me jodan) y salir corriendo... Buf, yo, que estaba tan a gusto sintiendo lástima por mí mismo y moradísimo de porros... Decidí cortar por lo sano. “Soy un borracho, tengo treinta años, he vuelto a casa de mi madre, tengo un trabajo de mierda que no me permite ni salir de tapas, ni ir al cine, ni ir a la playa los fines de semana, ni ir de compras al centro, y no tengo carné de conducir, ni coche, ni me importa”. A veces la mayor de las determinaciones resulta contraproducente, pero mi obstinada indiferencia venció finalmente. En realidad, podría haber sido más simpático o agradable. No. Mejor no.

En fin, recuperé mi autonomía, pero sigo en el mismo trabajo de mierda (se ha vuelto a averiar el aire acondicionado de mi “sector” de este non-environment...). El calor, verdadero protagonista de mi corazón estos días, amplifica mis sentimientos misántropos.

“Matar a Clousseau...”

El aire acondicionado de casa, sin embargo, funciona, encimita del sofá. Bien. Comeré con mi amor. Mi oasis en todos los sentidos. Rebien.

A las siete, sin embargo, ayudo a un amigo a desalojar un local de todos sus cuadros. Sudaré, pero dormiré la siesta con mi niña. ¿Qué más se puede pedir?

Quiero reunirme con Juanele a leer poemas. Sería genial reactivar el grupo de poesía.

Ciencia ficción, vamos...

lunes, 4 de agosto de 2008

Al sol de las cinco

Al sol de las cinco

Calor.
Pesa el sol.
Calor.

El alma es un globo y se quiere escapar del cuerpo.

Y puede, casi se cala el corazón
con un gesto…

Calor.
Aplasta el verbo del sol.
Calor.

El corazón late como si hiciera un favor entre lamentos.
Chirría. Se toma su tiempo. Espera.
No hay curso del tiempo.

Calor.
Quema el amor el sol.
Calor.

Piel y ardor- paso tras paso,
imagen tras gesto, metro a metro,
memoria mágica
del pálpito del cuerpo.

Calor.
Refleja tu cuerpo desnudo el sol.
Calor.

Borrón de vapor- el último susurro de mi voz.
Bruma- el sentido consciente
y el dormirse presto en una duna;
flameo de duda- silueta danzante del instante,
un momento
de fulgor.

Se deshace el azul del cielo en el ocre del desierto bajo el sol.

Calor.

A la sombra del silencio.

La arena conquista el horizonte y lo eleva como si fuera viento.

Calor.
Opongo Tu nocturno candor al sol.
Calor.

Aire-piedra condenación,
al rojo vivo del claro.

Bicicleta, llanura-cuesta,
sudor de oro ,
ríos hirientes por los ojos,
lágrimas hiladas en sal en tu reclamo.

Tus labios bajo una ducha fría de verano…

Calor…

Un beso, un Demiurgo,
dos almas de agua,
cascadas en balanzas de manos;

Contenido a ramos en tu pelo todo el Mundo.

Calor, que se escurre
por la fricción de agua que hidrata tus pétalos de flor.

… como una cómplice de lluvia,
vences al sol…

… victoria de roca, hierba, arrollo, viento
y musgo …

Consecuencias

Algo me pasa. Anteayer noche se me descojonó la rueda trasera de la bici (se le saltaron los cojinetes) y ayer por la mañana ya la había arreglado. Esta diligencia en resolver problemas no es propia de mí. En una situación normal habría necesitado dos meses de concienciación para ir a la tienda de repuestos, comprar la rueda, montar la cámara y la cubierta y ponerla en la bici, con el consiguiente reajuste de los frenos, etc; sin embargo, lo hice todo ayer en media hora.


¿Replanteamiento filosófico? No... Maldito poema el del albatros, de Baudelaire. Me gustaba la idea de ser un gigante de los cielos y un trapo mojado de la tierra. Y descubro entonces que soy hábil con las actividades mundanas. Es peligroso; sobre todo, que no se entere nadie. Matizo: que no se entere NADIA. No, no estoy con una rusa, hago femenino el término “nadie” (divertido convertir un género gramatical en uno semántico mediante una inversión, para luego aplicarlo a la nada, a la ausencia) porque no quiero que se enteren “ellas”, las mujeres de mi vida (mi adorada Elisa, mis hermanas, mis amigas, mi madre...), pues parecen sentir una especie de satisfacción en verme hacer cosas prácticas, una satisfacción que roza el sadismo. En serio. Verme subir y bajar muebles por una escalera hace que les fluyan hectolitros de endorfinas por la sangre, a juzgar por la frecuencia con que me lo piden.


Lo único bueno del verano sevillano es que los cuadros secan pronto.


Puta zorra la cabrona de mi vecina. “No se puede aparcar la bici ahí”. Ja. El dueño del piso lleva años haciéndolo. Al título “puta zorra la cabrona de mi vecina” hay que añadir el de “vieja asquerosa y mentirosa”. En el nombre de San jorge, te armo caballero y...


(sólo a título de curiosidad: ¿decapitar con mi espada a...?)


Navegar: mantener con tacto y sentido del equilibrio el timón en la mano, a saltitos sobre las olas. O sea, como follar bien. O trazar bien con el pincel. O glisar bien una nota sobre el mástil. O cantar sosteniendo bien la nota. O llenársete la mente de imágenes frescas al escribir. Importante el equilibrio en este fin de semana. Me gustaría dedicarlo sólo a ella, funambulismo de alcoba, pero es lo que hay.


Bueno.


Ella. Dormida. A mi lado. Su piel. Dormida. Y mi nariz. Su olor. Pulsaciones-martillo. Pero ella duerme. No despertarla. Atento. Contente. Contento. Con tacto. Contacto. Chispas.


Se me infla el pecho de nubes,

el corazón se hace un sol,

el aire hace asteriscos de huracán,

pero está caliente y vomito llamas al techo

como protesta.


Saladas y frías las lágrimas.

Ella duerme. Sudo.


Abro la boca y estiro el cuello y fumo más aire,

y ella en su calma de túnica y cortina,

hace la paz en el secreto de sus párpados,

y su piel de seda se hace aroma

a la respiración de compás de la noche.


Ir y venir de luna,

su aliento besa sus comisuras.


Ir y venir de luna ella,

luna y jugo y pulpa y savia.


Si me oyera...


Y cojo y me desvelo, claro.


La bici.

La puta vecina.


La piel recostada a mi lado.

Seda a medio tapar.

La brisa fresca que agita sus rizos.

Ser viento entre sus piernas,

brisa entre sus labios,

saliva en su respiración-caricia...


Calla, idiota, Fshhhhhhhhhh!!