jueves, 7 de agosto de 2008

El ascensor inteligente

Llegó a la puerta del bloque con la tarta de nata y fresa envuelta en papel, todo el paquete descansando sobre su mano derecha. Se trataba del cumpleaños de su sobrino primogénito y se había hecho cargo de esa importante compra. El edificio era una de esas ambiciosas construcciones nuevas donde se pretendía un acercamiento al hogar inteligente materializado en el palacio de Bill Gates. El acercamiento lo era de intenciones nada más, pero con eso era suficiente: lo importante era demostrar una filiación a los valores que caracterizaban el estado y la causa de la mayor fortuna del planeta, y la fortuna y la felación virtual de la misma era característico (constituía el estado y la causa a partes iguales) de la clase media pretenciosa (valga la redundancia) que lo habitaba.

Una de esas “mejoras” que traían consigo las nuevas automatizaciones era que ahora, en lugar de pulsar directamente el botón situado junto a la letra y piso que tenía como destino, había que leer el código anexo y teclearlo en un teclado numérico sito bajo la cámara que los inquilinos podían utilizar para satisfacer sus ansias de paranoya-persecutoria de robo, subtipo los-ladrones-se-pasan-el-día-vigilando-mi-gran-fortuna-de-funcionario-grupo-d, y luego pulsar el botón con el icono de una campana (para los visitantes torpes). Así, el increíble artilugio, y no el visitante, limitaba la duración de la llamada a un siempre-mismo-e-idéntico intervalo de tiempo (a la hipersensibilidad auto-sublimadora de la dignidad-hiperbólica-como-disfraz-de-egolatría-sin-digerir enerva sobremanera la impertinencia de una llamada de más de un segundo de duración). O sea, el logro consistía en que el dueño de la casa nunca podría averiguar si la llegada de la visita implicaba algún rasgo de urgencia (para así poder eventualmente enarbolar una indiferente tranquilidad de egoísmo), o adivinar la identidad del mismo por su característica forma de llamar: para eso estaba la cámara, aunque ello implicara dejar al niño en la bañera para ir al recibidor y mirar en la pantalla, y que este se ahogara mientras tanto. La automatización, en lugar de simplificar, complicaba las cosas. En eso parece consistir la modernidad (aparte de pagar lo mismo por unos servicios cuya calidad cae en picado mientras insultan la inteligencia).

Cada cual se hace pajas como le da la gana, por cierto.

Marcó, sonó el timbre digital, y cuando lo reconocieron los anfitriones, una campanita tipo aviso de aeropuerto (mas el zumbido de mosca habitual para abrir el cerrojo) hizo los honores y una musical y sensual voz femenina dijo “puerta abierta”, por si a algún memo aún le hiciera falta alguna aclaración sobre lo sucedido. La voz automática comunicaba la buena nueva con una alegría por semejante e increíble hecho similar a la que se adivina en la voz en off de un reportaje sensacionalista del Discovery Channel donde se congratulan como humanos por el progreso que significa un misil, mezclada con la satisfacción de plástico (con estética de peli porno) de un vendedor de cinturones auto-electrocutadores de teletienda. Las puertas se inventaron antes del Neolítico, pero al parecer los avances se aprecian cuando lo son de aspecto y no de esencia: ahora se nos humedece la boca porque hace falta energía eléctrica para abrir las puertas, lo que implica la existencia de centrales nucleares, etc. Un gran avance con respecto al Neolítico y su bárbara técnica de apertura-con-la-mano, que ni siquiera implica una civilizada emisión de CO2. Y siguen haciendo falta puertas. Eso es evolución.

Entró y se dirigió a los ascensores. Llamó.

Cuando entró, el interior le pareció más una cámara futurista de teletransportación que otra cosa. Había un hilo musical tipo dentista (“Satisfaction” interpretado por una especie de orquesta televisiva, en plan instrumental, donde las cuerdas sustituían a la voz y unos coros angelicales completaban el infernal arreglo, que inspiraba tedio de caramelo de anís en boca de forense de bata blanca), pero no había hilo dental. Pulso el botón correspondiente a la tercera planta.

- ¡Ha elegido subir a la tercera planta!

La voz, inesperada, similar a la de la puerta, sonó a un volumen tan alto que dio un respingón y tembló el piso del ascensor. Claro. Alguien que ha pulsado un botón con el número tres necesita de una aclaración que explique o comente su acción. “Si no hay consecuencia audio-visual, no ha existido”.

El aparato, sin embargo, pasó de largo la tercera planta y no se detuvo hasta la decimotercera.

- ¡Decimotercera planta, señor! ¿Desea continuar el protocolo?

¿“Protocolo”? Aquello ya le parecía demasiado. Se quedó esperando a que se abrieran las puertas pero permanecieron cerradas, así que pulsó el botón en el que, gráficamente, se representaban dos puertas que se abrían.

- Ha elegido continuar el protocolo, señor. Procedemos a abrir la compuerta del suelo, señor.

Antes de que pudiera interpretar las palabras que acababa de oír los hechos fueron mucho más elocuentes: el suelo comenzó a abrirse desde el centro y un hueco que mostraba el vacío de trece plantas bajo sus pies se fue haciendo con la cabina, avanzando desde el centro hasta ambos extremos. Se puso muy nervioso. La tarta se le cayó y el sonido en el fondo no lo tranquilizó en absoluto. Llegado un extremo, tuvo que sostenerse en ambas paredes con los pies y los brazos, presionando hacia afuera para no caer en el vacío. Respiraba muy fuerte.

- ¡Compuerta del suelo abierta, señor! ¿Desea continuar el protocolo?

Miraba al fondo, haciendo toda la fuerza que podía con ambos brazos y piernas. Sudaba, las gotas caían una tras otra en el hueco oscuro que se presentaba bajo él. Entonces se dio cuenta de que el botón con la campana de emergencia estaba casi bajo el dedo pulgar de su mano derecha. Lo pulsó.

- Ha elegido continuar el protocolo, señor. Procedemos a desmantelar la cabina, señor.

Un estruendo de trastos con alarido incluido inundó la paz de aquel bloque residencial automatizado.

Los trituradores de basura del fondo del hueco del ascensor eliminaron los restos y un técnico de la empresa instaló otra cabina esa misma tarde.

Todo va llegando poquito a poquito.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola pingüino,

Este relato, otra vez más, es de excelente factura; me gustan tus concatenaciones tremendistas. Sólo me ha disgustado el detalle del niño que se ahoga mientras la madre va a responder, porque no entra bien en la dinámica de la seguridad-está-todo-previsto. No puede ser una catástrofe cotidiana asumida, como otras que comentas. Por otro lado, el final macabro, que es el leit-motiv de muchos de tus relatos (v.g. "cicuta-sorpresa") me parece que es totalmente apropiado, y sin embargo temo que te encierres en una fórmula hábil para concluir abruptamente los viajes a estos territorios de la realidad apenas esperpéntica en la que vivimos.
En otras palabras, felicitaciones, y ánimos para seguir perfeccionando, o puliendo, el tono sarcástico que tan bien has conseguido.