miércoles, 19 de febrero de 2014

En la vida no hay botón "deshacer"





El empedrado está cada vez peor. Me preocuparía si tropezar y caer significaran algo para mí. Saludo a los que pasan. Algunos, demasiado modernos, no responden; si algo he observado con el paso de las décadas es una gradual aceptación social del “yo y mis cojones”. Empezamos nosotros. Pagar a escote. Antes se turnaban en pagar las rondas. O las comidas al completo. No es ya una cuestión de crisis. Nosotros ya fuimos un niño-una bicicleta. Tal vez sea eso lo que más me avergüenza. Estos cretinos que no devuelven el saludo son sólo unos continuístas de lo que inició mi generación. Con nuestros tempranos ordenadores MSX hicimos del cálculo una religión. Pagar más de la cuenta, o dividir entre todos sin hacer un correcto fraccionamiento de los conceptos implicados, es como cometer sacrilegio. No puede ser. Veinte céntimos es un trozo de alma robada. Ahora sólo veo gente que piensa mediante una hoja de cálculo y me da asco. Ante todo que el balance no sea negativo. Van al psiquiatra. No saben qué les pasa pero yo sí.

El egoísmo es vergonzoso y me gusta que se intente disimular; a eso se le llama educación, o hipocresía agradable. Sé cómo es la naturaleza humana y no necesito que me lo restrieguen permanentemente por la cara: es algo que cuando se sabe nunca se olvida. Al menos quienes lo disimulan demuestran, en cierta medida, ser conscientes de ello y parecerles feo, y eso sin duda es mejor que el canto de jilguero que la mayoría de inconscientes tontopollas entonan groseramente desde su nicho ecológico. Creo en la mordaza y el bozal. El hipócrita al menos demuestra una cierta resistencia a la inmundicia, aunque no se enfrente a ella. La falta de raciocinio actual se pone de manifiesto así: nadie da por sobreentendido el egoísmo porque nadie piensa excepto para sumar, restar, multiplicar, dividir. La impertinencia está de moda. La hipocresía es un rasgo genuinamente humano. Ahora, en esta sociedad positivista, se aprende a partir de argumentos sensibles: la farola que descubres en tu boca, la coz del burro, el piano que te cae right-on-the-chorla desde el cielo, o las ondas de la frase “todos somos egoísmo y nada más que eso” que alguien como yo entona para el desagrado general. Deducir de tu propia vida, de tus propios actos, analizar lo que ves, es demasiado arriesgado; es mejor que se atreva otro. Ante la posibilidad de perder la compostura en esta galería de vanidades superficiales donde uno no puede ni equivocarse porque vive rodeado de estrategas que intentan aplicar el viejo y simiesco esquema de robar plátanos al resto de los niveles de la existencia, nada como adquirir ojos de reptil y mirada de encefalograma plano mientras el tiempo transcurre bajo el sol libre de contenido.

Pero yo no he tomado ninguno de esos caminos.

Abro la puerta del estudio. Voy enchufando cacharros, extendiendo cables, saco la guitarra, le pongo la bandolera, la dejo descansar en el soporte antes de empezar. El tiempo se consolida como bloques de granito y sabes que los actos, los hechos acaecidos, pesan demasiado. Sólo se madura cuando se quiere perdonar y, sin embargo, se descubre que resulta una tarea imposible; maduras al verte proyectar imposibilidades sobre lo que quisieras que fuera de otra forma, pero desde tu voluntad. No puedes olvidar nada de lo sucedido y recordarlo equivale a castigar eternamente. Así que le ahorras el castigo y lo das por imposible. Maduras cuando descubres en ti mismo que hay hechos inmutables que lo son por tu voluntad negativa, un no determinado por tu manera de ser y por tus valores. Un no que es fidelidad a ti mismo. Te gustaría hacer de estos sucesos algo frívolo, pero simplemente no puedes. Hay cosas irreversibles con efectos irreversibles también. Es extraño luchar contra las debilidades de otra persona: la ves plegarse ante cada una de las pulsiones absurdas de la manada como si deseara ser una res. ¿Lo era ya o se ha hecho a si misma? ¿Y qué más da?

Me enchufo. Color. Sonido. Saciedad. Intensidad.

Nada puede modificar el perfil de una vaca a la que has descubierto en virtud de una extraña serenidad de ermitaño que observa desde su pico de montaña.

Nada, y nada más que eso...

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