martes, 1 de julio de 2014

Wendy y los dedos de los niños





Ella solía llegar los viernes de madrugada. No le gustaba ni el avión ni el tren, prefería conducir desde Madrid nada más terminar con su trabajo. Ese momento de soledad que tan bien se presta a la reflexión y al relax era, a pesar del número de horas de viaje, lo mejor tras una semana ajetreada.

A veces me pillaba despierto, esperándola; otras caía en un sueño profundo e inesperado del que me arrebataba ella: era como una visión. Me sentía como un James Stewart cualquiera ante la imagen brumosa de una Grace Kelly angelical en "la ventana indiscreta", pero yo no era ningún fotógrafo, no tenía ningún hueso roto y desde mi ventana no había nada que ver o mirar, ni ganas. Otras veces, si en lugar del sofá me pillaba en la cama, era su cuerpo desnudo y cálido lo que me sacaba del sueño para entrar en otro más real y palpable. El sol del sábado adquiría en este contexto un aire particularmente festivo: abrir la ventana, dejar que entrara la brisa matutina y su luz, redescubrir sus ojos verdes y su cuerpo perfecto yaciendo con total naturalidad entre las sábanas, destapado por el calor del verano con sus largas mechas rubias repartidas con desenfado por su espalda y hombros, como un regalo de mis propios sueños de la noche.

El viento y yo siempre nos hemos llevado bien. En la infancia solía salir a la calle cuando soplaban ráfagas fuertes, de esas previas a las tormentas que electrifican el aire y llenan todo de una extraña luz mezcla de gris y naranja, extender los brazos en cruz y cerrar los ojos para dejar que el vértigo se apoderara de mí, y ser consciente desde tan temprana edad de que había algo averiado en mí mismo. El sentimiento era de una extraña nostalgia sin referente real, igual que en ese momento, ante la belleza que tenía entre mis manos. Una melancolía de abismo.

Grace, al despertar, no solía hablar: abría, como si fueran planetas, sus enormes ojos y dejaba hablar al silencio. Yo, de espaldas a la ventana, sentía las ráfagas de aire fresco por la espalda y los brazos, me removían el pelo, se me metían algunos rizos por la boca, y eran esas las palabras más precisas del momento: el viento. La observaba atentamente. Sus mechones se movían como si fueran dedos de pianista cuando el soplo que me había estremecido la alcanzaba. Ella me sonreía y yo regresaba a la cama, me sentaba junto a ella, le besaba los hombros y le acariciaba el pelo, hacía dibujos con los dedos por su espalda. Pero quien dictaba los pasos era la brisa, hablaba y lo decía todo y yo me dejaba llevar por ella como si fuera una cometa. Hacía amagos de hablar, pero le decía, con la mirada y con la yema del dedo índice, que esperara, que saboreara, que dejara hacer al tiempo. Qué poder pueden tener unos ojos, una sonrisa, la forma de caer el flequillo, el tono y brillo de la piel, el aroma a romero mezclado con ese sabor a vainilla que desprendía su cuerpo, la curva de sus caderas, la esfera de su culo o la forma en que tenía descansando los dedos sobre la almohada. Grace surgía de la noche como si la noche hubiera sido destilada y depurada y reducida a su quintaesencia.

El sábado solía transcurrir allí, entre los cuatro lados del colchón, y el domingo por la noche se marchaba con la misma oscuridad que me la había traído, y pasaba la noche conduciendo, dejaba de ser Grace para ser Wendy.

Wendy sabía existir en varios planos. Mi problema era el mismo: mis planos se superponían y creaban imágenes extrañas que sólo ella descifraba. A veces era irritante, otras sorprendente; la mayoría de ellas, un alivio. Pero esos planos superpuestos... Wendy parecía saber exactamente de cuántos estaba compuesta ella, pero yo sólo veía una concentración amorfa de extrañas dimensiones contradictorias en lo que a mi se refiere. Ella se conducía con una espectral armonía de criatura nocturna que yo envidiaba desde mi solar lleno de luces, sombras, mares, desiertos, madrigueras, galaxias, oscuridad, soles.

Estaba tan cerca de mi que hubiera creído que sería para siempre de no ser tan consciente de que soy un juguete roto lleno de aristas y puntas que siempre hieren los dedos de los niños, y me preguntaba cuándo dejaría de traérmela la noche...


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