viernes, 25 de julio de 2008

La pedida de mano

El matrimonio Bermúdez se dirigía al hotel Alfonso XIII lleno de expectación y emoción.

- ¡Dios mío!- pensaba ella- ¡El Hotel Alfonso XIII, qué distinguido!

Y no era para menos. Toda aquella situación parecía la culminación de un proceso de cría y educación impecable. Su hija Minerva había seguido los pasos por ellos programados con plena rectitud desde el mismo momento de su nacimiento. No fue un bebé llorón, no sufrió enfermedades, comía debidamente, fue una niña obediente y de buen corazón, llevó sus estudios con un sentido de la responsabilidad envidiable y no sufrió crisis adolescente; por el contrario, se involucró fervientemente en las actividades de su parroquia y cofradía y no puso pegas en estudiar la carrera que ellos le indicaron (empresariales). Todos estos méritos la hicieron digna de su confianza para marcharse a Alemania con una beca erasmus en su último año universitario trayendo como resultado la consecución de la licenciatura al no tener problemas de convalidación de asignaturas (precavida, se matriculó en más de las necesarias para asegurarse acabar así su vida de estudiante sin retrasos). Y fue precisamente en Alemania donde conoció al hombre que eligió como marido: el Duque Maxwell von Pollendorf.

- ¡Nada menos que un Duque! ¡Un Grande de Europa!- seguía recreándose con emoción- ¡Qué lista ha sido! ¡Cómo me miran las vecinas desde que lo saben!

Así que sus miedos por que adquiriera amistades perjudiciales cuando, años atrás, Minerva salía con sus amigas de Los Remedios por las terrazas de El Puerto de Santa María (donde tenían el chalet en que veraneaban) estaban infundados. Y, al fin y al cabo, si bien ella nunca había impedido que la niña estudiara, siempre había sido de la opinión de que una señora respetable vive de la fortuna de su marido (como ella), y de que la virilidad para colmar las necesidades de una dama de tal linaje sólo la puede proporcionar un hombre hecho y derecho con una edad que aventaje en al menos diez años la de la consorte. Y qué bien había elegido a su futuro yerno, nada deslucía su sueño inconfesado, todo era, sencillamente, perfecto.

Su padre también brillaba por la emoción. Tarde o temprano la fortuna les brindaría un cortijo, una ganadería taurina (el sueño de su vida), palcos de honor en la Carrera Oficial, invitaciones a las mejores casetas de la Feria, tiempo para poder ir al Rocío sin reparar en gastos; en resumen, una vida calmada y distinguida y la gloria de codearse con la flor y la nata de la sociedad no ya española, sino europea.

- ¡Qué sensata ha sido siempre esta niña!- pensaba él- ¡Qué dignidad ha mostrado siempre en todos los aspectos de la vida!

Vestidos como iban de gala, llegaron al hotel, donde conocerían por fin al afortunado, quien, al parecer, aprovechando que estaba en Sevilla comprando toros para llevárselos a una de sus vastas posesiones alemanas (algo, por cierto, considerado una excentricidad por su familia) quiso formalizar las relaciones con la familia. Minerva había preferido que fueran sin ella (lo consideraba más formal), pues estaba segura de que con su encanto personal el Duque los seduciría enseguida (“¡Me ha descubierto todo un mundo de sensaciones nuevas, mamá!” le había repetido innumerables veces mientras le cogía las manos y se le saltaban las lágrimas de la inmensa alegría que la invadía).

Ignoraba que ya estaban seducidos: ante el temor de que se tratara de un pájaro que buscara emparentarse con el incomparable empaque de una distinguida familia de clase media-alta sevillana, y haciendo honor al sentido de la dignidad que necesariamente va parejo a esas virtudes, investigaron al Duque para asegurarse de que su fortuna seguía intacta y consiguieron incluso alguna fotografía (había salido, aunque de pasada, en alguna revista del corazón, para regocijo total de la madre ante las nuevas expectativas que se le abrían) para comprobar que no se tratara de un impostor.

El Duque les esperaba en uno de los salones, a donde fueron conducidos una vez se identificaron en el Hall (“Señores de Bermúdez”, “Oh, sí, tienen una recepción con el Duque Maxwell von Pollendorf”), y al llegar lo reconocieron enseguida (para final y total satisfacción de ambos, lo más parecido a un orgasmo simultáneo en sus treinta años de matrimonio): vestido con un frac, con un reloj de bolsillo de oro y luciendo un monóculo, ¡justo lo que habían esperado!

- ¡Oohh! ¡Qué memento más espegado pog yo!- les dijo a modo de saludo el Duque- ¡Pog fin conossco a los padgues de tan magavigliosa cguiatuga! ¡Cgeo, sin duda, que he adquiguido una magnífica ges en este día!

¿Res? La madre se quedó un poco extrañada por ese término. ¿Estaba llamando res a su hija ese señor?

- Tranquila- le susurró el padre a la madre, al adivinar su turbación, mientras le acariciaba el brazo que descansaba sobre el suyo- sin duda se refiere a los toros que está comprando...
- ¡Ohhh!- continuaba el Duque, dirigiéndose ceremoniosamente a la madre- Usted es la madgue... ¡LA MA-DGUE! ¡Usted es la agtifise de tal pegfección en la educasion de una mujeeeg...!- dijo culminando con una sonrisa algo pícara- Espego podeg gozag de su sabiduguía al final de esta velada, señoga.

La madre sintió una incipiente desconfianza por el Duque, pues intuía algo oscuro en sus palabras y en sus alusiones; luego pensó que así es la nobleza europea y que seguro que al final se acabarían entendiendo.

- ¡Oh! Creo que exagera usted mis virtudes, Duque.
- ¡Nada de Duque, señoga!- dijo enérgicamente- ¡Simplemente Max!
- Bueno, pero al fin y al cabo se trata de un Grande de Europa

Max se quedó absorto unos segundos. ¿Grande de Europa? Él conocía a los Grandes de España, pero nada más. De pronto se dio cuenta de a lo que se refería la madre.

- Ah, los glandes de Ebropa, sí- en esto la madre y el padre se quedaron estupefactos- Tiene usted gazón y grande conosimiento. No debería udsted de seg tan humilde- y en esto le guiñó un ojo con picardía.
- No... no entiendo...
- ¡Vamos, que sí! debo confesag que mi glande es uno de los más podegosos de Ebropa, de cuyo podeg y elocuensia bien ha podido disfgutag su magavigliosa Minerva. ¡Oh, qué buen trabajo hisió sin duda usted! Su magido debe estag muy satisfecho de sus fechogías, je, je, jeeee... Pues sobga desig que conosco de pgimega fila, como disen ustedes, las enseñansas que le ha tgansmitido a su hija.

El matrimonio hacía ya rato que se había quedado sin palabras.

- ¡Jaa, ja, ja! ¡No sean tímidos! A mí me gustagme muy mucho cómo ella pgagticag las felasiones, cómo sus tuggentes labios acagisiag mi glande de Ebropa, je, je, jee, con qué sumisión ella tragag mi simiente y aceptag que la visite pog el lugag favogito de los giegos y espego que usted me pgmita disfgutag de pgimega mano de las habilidades de tan expegta depogtista e instrugtoga...

(...)

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy divertido. Parece que podría seguir, pero también se puede quedar en este punto muerto de la vergüenza ajena. Me recuerda, por supuesto, La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender, por las confusiones ligadas a la lengua española en boca de foráneos, y por supuesto la recreación de la muy peculiar idiosincracia sevillana, una de las más cristalizadas del mundo. También la pornormalización de la vida afectiva me resulta interesante, aunque entramos en la dialéctica de la escritura con la ficción propia de la realidad. Bueno, estoy escuchando a Wagner en directo de Bayrouth y me siento como el Duque, aunque sin monóculo... ¡Pero sí con ----!
Ciao