martes, 22 de febrero de 2011

Long steps


Llevaba toda la tarde metido en el coche. Un verdadero coñazo, ir primero a ver al luthier para que me pusiera a punto no una, sino tres guitarras. Ni siquiera sabía si una de ellas era realmente mía- me la regaló cierto amigo, mientras me hablaba de Plauto, porque él no la tocaba y quería que la tuviera alguien que le diera vida; unos meses más tarde decidió que mejor me la vendía por 150 €, lo llamé al poco para dárselos y se volvió a arrepentir, y al año me amenazó (a través de un amigo común) con denunciarme por robo (!), así que volví a quedar con él para devolvérsela o pagársela (lo que quisiera), y de nuevo se lo pensó mejor y me la regaló por tercera vez. A cualquiera que me pusiera las cosas así se la habría devuelto sin más bajo el lema “te la metes por el culo”, pero en este caso se trataba de una persona un poco especial que precisaba principios extraordinarios. El caso es que la guitarra estaba hecha polvo, con el diapasón casi despegado, anémica de no ser tocada, y decidí arreglarla de todas formas. Ya averiguaría la forma de pagársela al fanático de Aquiles (que no creía ni en los móviles ni en la tecnología en general, pues la consideraba “cosa de bárbaros”, quedando a merced del azar nuestro próximo encuentro, necesariamente callejero); era sencillamente inmoral dejar que una epiphone acústica negra tan bonita (que perteneció a Sr. Chinarro) se muriera de sed en un armario. Me arriesgué.

Tras dejarle los bichos al luthier, me fui de cabeza a la emisora Radiópolis para darle por fin los tres discos prometidos al gran Powerage Pineda, que presenta el programa de rock duro “La rodilla de la cabra” y que nos hizo una entrevista cuatro semanas atrás (las que llevaba esperando que le llevara los CDs). Me los recogió un tipo muy simpático que parecía dispuesto a charlar sobre el proyecto, mostrando interés, etc. y yo, todo estresado por el maldito coche (lo había dejado en un sitio prohibido con amenaza explícita de retirada de grúa), diciéndole “sí, sí...” y largándome a toda prisa pensando en la grúa, en mi cara de póker y en multas y demás delicias. Con mucha frecuencia suelo ser un antipático de cojones por motivos de premura externa, de esas ocasiones en que la explicación no arreglará nada por el simple hecho de precisar demasiadas palabras (que nunca convencen a nadie). Al final el coche seguía en su sitio, logré regresar a casa, lo dejé aparcado y me largué al estudio, sin tener ni idea de qué tocaba hacer hoy. Dio igual, nadie vino en lo que quedaba de tarde. Solito y tranquilo. Hice tiempo repasando algunas mezclas, me reí charlando con Carlos (el dueño de todo el cotarro) y a las 22.00 me largué para casa.

Así que iba caminando, con prisa por llegar a casa, cuando oigo a mis espaldas a dos chicas que van detrás mía, hablando de cosas personales. No me volví para mirarlas, simplemente aceleré al paso porque me estaba enterando de todo lo que decían y no quería oír sus historias. Móviles, chicos, etc. Pero no acababa de dejarlas atrás, sólo logré alejarme un poco, seguía oyendo lo que decían y me empecé a sentir bastante incómodo, así que me volví para ver quien era mi extraña, pegajosa y doble sombra.

Resulta que iban corriendo. Yo iba andando. Y no me adelantaban. Aminoré el paso y se pusieron a mi altura; quiero decir que aminoré de verdad, y las tenía encima. En un punto concreto dejaron de hablar (para alivio mío), pero el alivio duró poco, pues la incomodidad que yo sentía se había instalado entre ellas también, y era lo que las había hecho dejar de charlar, lo que hacía más incómoda aún la situación. Corrían dando saltitos muy cortitos, iban como tortugas y estaban reventaditas a pesar de ello. Era evidente que no llevaban mucho tiempo corriendo, que esos culitos algo fláccidos eran quizás uno de los motivos que las hizo decidir correr sin ningún depredador detrás. Botaban y botaban, corrían, y era un poco lamentable que yo, andando, fuera más rápido que ellas, sin sudar, con la respiración normal, cediéndoles el paso. Aminoré más. Me pasaron por fin, pero no pudieron alejarse más de dos metros por delante. Me empezó a dar la risa tonta (la situación era un poco surrealista), así que apreté bien los dientes para evitar hacerlo. No me gusta hacer que la gente se sienta ridícula (sólo los cretinos). Y entonces oí decir a una de ellas, casi susurrándoselo a su compañera, “Qué vergüenza, tía...”, y tuve que morderme el labio para no caer ya del todo en la risa tonta de los agotados. Aminoré más. Por fin se alejaban. Era necesario un paso de anciano para que lo lograran, y se lo di, encantado.

Recordé entonces la desesperación de algunos amigos cuando caminan conmigo. Soy tan nervioso que voy a toda hostia a todos sitios y dejo a casi todos con la lengua fuera. Recordé cuando una vez me llamó mi hermana por teléfono sólo para decirme que me había visto desde el bus y que había que ver qué rápido andaba. Y lo que cuesta aminorar un paso que se ha hecho natural... ¿Cómo hacerlo? ¿Sería cuestión de relajarse? ¿Cómo se acorta una zancada, cómo evitar que se pongan las piernas al ritmo del corazón? Mediante la concentración, supongo. Focalizar el objetivo, andar despacio, como si deambulara por un jardín, sin motivo para la prisa, como si le diera coba a un postre pequeño, relax, relax, relax...

Dio igual, justo cuando ya estaba relajado y sumergido en mis pensamientos, algo me interrumpió.

Había vuelto a alcanzar a las corredoras, maldición...

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