viernes, 8 de julio de 2011

Tertulia abortada

Recuerdo una de aquellas tardes con Juanele, largas, en las que el gris-azulado del cielo parecía durar más. Eran unas tardes tan lentas que llegaba el ocaso y nos pillaba ya preparados, como si hubiéramos viajado hacia adentro, bien borrachos, listos para jugárnosla con las cajas de sorpresas que eran las noches, todavía. Ya habíamos dejado el bar La Moneda atrás y nos dirigíamos hacia el centro cuando nos encontramos con dos conocidos de Juanele, un señor de barba canosa y una mujer con aires de profesora universitaria. De Humanidades por lo menos, of course. El caso es que no puedo recordar, ni por los años transcurridos ni por el estupor etílico, quiénes eran. Sí recuerdo que ella tenía ganas de hablar de literatura, de poesía, del proceso creativo, etc. Yo por aquel entonces opinaba que toda obra que precisa una explicación no merece la pena, ni, por ende, la explicación. Era un anti-crítico. Recuerdo que le dije que me sudaba la polla la opinión de los demás a la hora de escribir.




- Pero hombre- contestó ella, con tono conciliador- debes entender que el fenómeno literario es producto de una convención social en la que hay que tener en cuenta también al receptor y...

- Ya- la interrumpí yo con todo el ciego- ahora me va a contar usted todo ese rollo de la facultad de filología sobre el proceso de la comunicación, el esquema de me-pajeo-Jackobson y toda esa basura para justificar que cuatro memos que no saben escribir vivan al menos de comentar lo que otros hacen. Pero no deja de ser una total pérdida de tiempo, gracias. Yo escribo porque me sale de los cojones y punto, y no creo que un acto tan profundamente estúpido merezca tanta divagación ni tanta palabrería. Aún no he visto que hagan edificios-crítica sobre otros edificios en arquitectura. Si la palabra es el ladrillo de la literatura, es igual de absurdo referirse a ella con palabras. Baile, coño, o grite, ¡pero déjeme en paz!



Obviamente no volvió a hablar conmigo y yo seguí bebiendo, sintiéndome muy orgulloso de lo que había hecho. Hoy, no sé por qué, me he acordado de ella y de mis brutales formas. No creo que mereciera ese alud de improperios, al fin y al cabo tan sólo buscaba ese placer que proporciona ejercitar un poco el intelecto, intercambiar ideas e impresiones; perder, sí, el tiempo por puro despilfarro. Ahora considero a la crítica un ejercicio intelectual sano e inútil como su propio objeto. En realidad, todo es absurdo. No hay que buscar sentido, intención o coherencia. Ella, como todos, sólo buscaba pasar por esta vida lo más airosamente posible. Como todos.



Al fin y al cabo, somos artistas del hambre y de sus múltiples transfiguraciones. Pobre mujer.



Aún así, sólo una orden judicial podría lograr que accediera a semejante trance, y no sin altas dosis de sarcasmo.



Hay cosas que no cambian nunca, a pesar de los pesares...



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