martes, 6 de septiembre de 2011

Hígados en solidaridad

Salí a la calle a por tabaco. La cosa estaba jodida, no tenía cambio y era de noche. Como es natural, ni las heladerías ni los restaurantes, tan modernos, tenían máquina expendedora; es más, como poco a poco se ha ido imponiendo en los dependientes esa gesticulación propia de los imbéciles cuya personalidad es el resultado de los años que lleven mamando operaciones publicitarias y campañas de marketing, no sólo no solucionaba el problema, sino que además tenía que soportar gestitos de asco, y cierta incomodidad por parte de los camareros ante un hábito que pronto será ilegal, como el cannabis, con el ya generalizado componente masturbatorio de las conductas, consistente en sentirse mejor persona a través del desprecio activo de los demás. Bueno, la verdad es que me aburre ya la misma pantomima pamplinera de los gilipollas, quienes tras autosublimarse sin motivo pueden permitirse no tener clara la identidad de los objetos; si les pides dos napolitanas y una ensaimada, no serán capaces de darte tu pedido correctamente, aunque lo discutas con ellos al estilo LOGSE con pizarra y todo: tras molestarse por tus exigencias, te pondrán una de cada o dos de cada una (lo otro es para elitistas: demasiado complicado y sofisticado combinar el 1 y el 2 en una misma frase, sin que sean 21 o 12), como se descubre luego en casa, al abrir el paquete, y ver la ineludible obra que un memo profesional articula a través de orgullo y estulticia a partes iguales. Yo, a diferencia de otros, no tengo esperanza alguna en el futuro y soy consciente de que la solución a estas atrocidades está en la extinción de la especie. Pero me desvío: iba calle abajo buscando un lugar lo bastante sucio para conseguir lo que quería, y por fin avisté de lejos un bar en mi lado de la acera que prometía.



Sin embargo, la vida es amarga y conforme llegaba a la puerta una chica morena, con minifalda y un generoso escote, que estaba custodiada por los tres camareros del bar y dos clientes, todo atenciones y babas, me llamó antes de que yo pudiera entrar en el local. Un mal rollo. Se veía a la legua. Yo venía cagandome en la puta, como es mi costumbre, y no estaba preparado para ser en absoluto amable.

- Hallo!- me dijo ella.
- Soy de aquí- le dije con prisa y hastío. Me toca los cojones que en todos lados me tomen por guiri (e imbécil, además).
- Oh, verás- me empezó a contar, mientras todos los tíos me miraban fijamente- no soy de Sevilla y me gustaría saber unas cuantas cosas.

Me acordé de Drácula de Coppola y su entrada a Mina en Londres, como un vil buitre de Trafalgar Square (“dsoy extranjero y no conodsco la dsiudad...”).

- ¿Por qué no entras aquí y te tomas una cerveza conmigo un rato, y ya vemos?- me dijo a continuación.

En fin, ¿por dónde empezar? ¿Cómo se sale de algo así con delicadeza, educación y respeto, sin herir los sentimientos de nadie? Daba igual. Antes de darme cuenta ya había empezado a hablar.

- No- le dije, lo que provocó sorpresa a todos los presentes- tengo prisa y no puedo pararme.

Los miré un segundo a todos, atónitos (no es para  tanto, cojones, pero ya hablaremos del síndrome de salidos irreverentes que percibo mire a donde mire- eso da para una buena diatriba), y aproveché para seguir mi camino.

- ¡Oh, vete al carajo!- me gritó mientras me daba la vuelta y me marchaba. “Que te follen” pensé, “seguro que lo harán”.

Lo peor era que había dejado el bar atrás y no me apetecía volver y entrar a pelearme media hora con la máquina con esa compañía. Más adelante vi un quiosco abierto, y eso que era bastante tarde. Sorprendente. La puta vieja que lo regentaba, sin embargo, cobraba el tabaco a precio de discoteca, aprovechando que eran las doce y no había otra. Lo compré por supuesto. Al regresar, por la otra acera, aún pude oír insultos etílicos de la susodicha cuando me vio pasar. Lo dicho, mal rollo. Al menos he aprendido de mis accidentes del pasado.

Insultos, insultos por todos lados, hagas lo que hagas, o no hagas lo que no hagas. Al llegar a casa le dije a mi chica que acababa de aprender que ni durmiendo en un sofá te libras de influir en los demás, casi siempre para mal.

La  vida solidaria de los humanos es una puta mierda.

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