martes, 24 de septiembre de 2013

La inercia de la eficacia




A veces nos salen las cosas tan bien como pretendemos, y lograrlo conlleva que sus buenos resultados nos superen, lleguen demasiado lejos. Ello es debido a que la mayoría de nuestros actos tienen por guía a una brújula con un imán sensible a todo tipo de espejismos e ideas preconcebidas, y como niños cándidos, inermes ante las tentaciones cinematográficas del porvenir, nos dejamos llevar hacia toda clase de sueños hechos de algo tan voluble como el vapor. Y cuando sucede, cuando a veces se cumplen nuestros deseos al pie de la letra, descubrimos que no estamos preparados para asumir que nuestros actos tengan una eficiencia total; que en el fondo esperábamos que la vida jodiera un poquito nuestros deseos, acostumbrados a lograr sólo un porcentaje del éxito pretendido ante cada desafío. De todas formas al final, de un modo u otro, sucede; la vida te pone la zancadilla pero no donde tú pretendías: logras lo que querías, pero al lograrlo aprendes que el éxito es otra cosa, que sigues siendo un fracasado, que la vida, en definitiva, te la ha vuelto a jugar por sorpresa.

Llevaba tiempo sintiéndose atrapado en una estabilidad insoportable; era como si el tiempo, la magia de la inminencia y el poder evocador de las expectativas se hubieran esfumado para él. Lo tenía todo: estabilidad laboral, una pareja devota, una actividad creativa satisfactoria, un hogar confortable y hasta un perro. Pero sobre todo, lo que más pesaba, era esa atadura sentimental sin pasión alguna que poco a poco sentía que se iba traduciendo en una falta de motivación e inspiración en lo creativo. Y ello, tarde o temprano, acabaría por desequilibrar todo lo demás, y estaba en camino. La experiencia anterior, esa vida inestable y llena de altibajos, luces y sombras, que ahora se le antojaba tan completa y estimulante, la vida anterior a su pareja, no serviría siempre como fuente de inspiración. El arte de la quietud doméstica no tiene nada que decir sobre nada, excepto un ronquido o un suspiro de media tarde. Echaba de menos la emoción de la carne nueva, los nuevos sabores, timbres diferentes, otras formas de sentir, dar contenido al transcurso del tiempo con un devenir constante de nuevas sensaciones. Y en realidad, toda aquella historia siempre había estado caracterizada por sus dudas y falta de convicción sobre ella; no podía asegurar si la había amado en algún momento en todo el sentido de la palabra amar.

Desde hacía un tiempo soñaba en secreto con sus ausencias. Era como si estando solo pudiera ser más él mismo. La compañía se hacía cada vez más incómoda: el aburrimiento afloraba de una manera que no se podía disimular; no entre dos personas que se conocían tan bien. Ella era como un alma ausente. Apenas hablaba, sólo actuaba. Él la observaba, a veces. Estaba sola, como un fantasma. Le preocupaban asuntos decepcionantemente prosaicos. Otras veces, la mayoría, compartía la habitación con ella sin estar realmente ahí: divagaba entre miles de sueños y fantasías sobre cómo deberían ser las cosas. Poco a poco no tuvo más remedio que admitir para sí mismo que quería salir de ahí cuanto antes. Era un delfín varado en una playa con el mar, tan cerca, a sus espaldas.

Las tentaciones se multiplicaban. Cuando tienes pareja te diriges con una extraña seguridad que inconscientemente aprecian los demás, y es una seguridad que suele resultar atractiva, precisamente porque no buscas nada, no estás de caza, sin que sea una pose más de cazador. Las miradas de algunas chicas bonitas, el coqueteo en el trato con otras, tan atractivas, todo le hacía imaginar un sinfín de ocasiones perdidas donde revivir el fuego que en casa yacía apagado entre cenizas heladas. ¿Por qué alargarlo más? ¿Por qué no dejarse llevar y volverse a sentir vivo? Ansiaba la libertad perdida, frente a la que se oponía un futuro lleno de convenciones: una pareja, niños, hipotecar tu vida por un piso de mierda, pagar facturas, quemarte, perder la inspiración, aspirar a electrodomésticos y a ofertas de vacaciones donde soñar cómodamente con el suicidio entre eructos de pescado y bazofias varias deconstruidas, o resignarte a sustituir una vida plena por una aburrida espera a la muerte entre amigos decadentes que te hacen sentir un viejo prematuro, a cambio sólo de unas cuantas garantías otorgadas por una falsa y fraudulenta seguridad.

Pero, ¿cómo podría abandonarla a ella? ¿cómo hacerle algo así? El aventurero frustrado, que carecía del valor para romper las cadenas, no se cuestionó nunca si esa debilidad era más bien un indicio de un error de apreciación en cuanto a su vocación real de pirata, en lugar de un indicio de la vigencia de sus principios morales. Más bien disfrazaba esa falta de valor bajo una hipócrita sensación de piedad hacia su pareja que, además, lo llenaba de una embriagadora sensación de condescendencia y le hacía sentirse todo un ser lleno de virtudes al sacrificarse de esa manera, sólo por lealtad. ¡Qué bueno era con ella! ¡Qué grande era el poder del amor!

Un fin de semana de verano que tuvo la dicha de quedarse solo en casa estaba sacando al perro de madrugada y se cruzó con Almudena, una vecina del barrio a quien conocía de algunos círculos literarios de la ciudad a los que a veces acudía para sentirse mejor persona entre tanto imbécil y cretino. Almudena lo tentaba siempre: no sólo porque fuera atractiva, sino porque las miradas y una cierta ternura al rozarlo cuando se saludaban, esa calidez en la voz, todo sugería que la aventura estaba ahí esperando. Estaba bastante achispado por las cervezas que acababa de tomar con algunos amigos pero se contuvo: fue un saludo más, como tantos otros, lleno de segundas intenciones sin cumplirse, y siguió su paseo hasta regresar a casa. Pero tenía su teléfono.

Sentado en el sofá, muerto de calor, con el aire veraniego de la noche agitando las cortinas, podía sentir cómo ella tampoco podía dormir, que estaba cerca, pensando en lo mismo. Insomne, sobreexcitado, sin su pareja cerca, se dejó llevar por la tentación y la llamó, pero ella se excusó y no aceptó la invitación. Se quedó con el teléfono en la mano, avergonzado de sí mismo, pensativo y resignado a la soledad. Cinco minutos después, Almudena llamó a su puerta sin avisar. La abrió: llevaba un vestido de verano de seda que dejaba entrever su perfecta figura y tenía calor en los labios y en la mirada. La imaginó acudiendo a toda prisa, recorriendo las pocas calles que los separaban, el vestido ondulante, el viento. La llevó al sofá, le levantó el vestido: tenía unas bragas preciosas. Empezó a comerse su ombligo.

Sí. Se la folló.

(...)


Para evitar el peso de su conciencia en futuras infidelidades, decidió aceptar ese contrato que le ofrecían en Londres. Sabía que su pareja, en el fondo, no podría soportar un año de separación. La consideraba de esas chicas que necesitan un novio como se necesita un complemento para un vestido. Si él no estaba para que ella luciera su éxito vital ante sus amigas, su madre y su abuela, no tardaría en desengañarse y dejarlo. Ese era su plan. Aunque ya no la amaba, ni estaba seguro de haberla amado alguna vez, se tenía a sí mismo por una persona considerada y creyó que de esa manera ella salvaría, al menos, su dignidad y orgullo al abandonarlo ella misma, y no él. Serle infiel sin verla horas después le resultaba más fácil, y aquel trabajo era además importante en su curriculum, con lo que mataba dos pájaros de un tiro. Y le daría un buen empujón a su inglés, ya de por sí bastante fluido. Pasaron la última noche juntos con ella abrazada a su espalda con fuerza y sin soltarlo ni un segundo. “Está loca por mí”, se decía él, temiendo que tal vez su amor fuera demasiado profundo e incondicional para sucumbir a lo largo de los meses que se presentaban por delante. “Pobre chica”, se repetía. “No debe saber nada de esto nunca, no lo podría superar” barruntaba en silencio. Se sentía la mejor persona del mundo. Él necesitaba más, necesitaba estar con alguien a quien quisiera de verdad o, al menos, deseara ardientemente.

Nada más llegar a Londres, libre, se sumergió en una vorágine de relaciones ocasionales con todo tipo de chicas y taradas en general, pero por el momento no le importaba; es más, no quería caer en otra relación estando aún con ella. Se volvía a sentir vivo: el sexo caliente, apasionado, que tanto había echado de menos, ahora lo tenía a su disposición siempre que quería. La llamaba muy poco y le escribía menos. Al cabo de tres meses sucedió: ella lo dejó en una larga llamada de teléfono. Ella lloró. Ella le dijo cosas importantes. “Nunca he querido a nadie como a ti”, “no hay ninguna otra persona”, “no puedo seguir así”. Él estaba impaciente por acabar la conversación y brindar con champán por su libertad recobrada. A veces, en el pasado, había deseado que ella le fuera infiel y que lo dejara por otro con tal de que lo dejara en paz. Le resultaba gracioso que ella se preocupara ahora por sus hipotéticas sospechas y celos inexistentes; más bien soñados. Le pareció, además, una llamada larga y pesada, pero fue piadoso y fingió interés. Al fin y al cabo él era una persona estupenda y tenía que estar a la altura de sus virtudes.

Al cabo de unos meses acabó el contrato y pudo regresar, lleno de vivencias, experiencias, emociones y estímulos, a su ciudad, donde ella seguía viviendo, ahora sola. Ya no necesitaba estar en Londres. La ciudad había cumplido su cometido y era libre.

(...)

Se instaló en un nuevo piso y se puso a recuperar, una por una, las oportunidades perdidas que antes no había aprovechado. Una a una, resultaron decepcionantes: estaban tan taradas o más que las inglesas. Y era extraño, de un modo u otro se descubría a sí mismo intentando establecer una relación más estable con cada una de ellas, relación que nunca lograba fraguar. Tal vez se había dejado llevar por una predisposición falsa al haber considerado a cualquiera de ellas mejor que su expareja, pero siguió haciendo el recorrido por ser coherente consigo mismo. Quería saber qué se siente al estar junto a alguien que realmente te gusta, de manera estable. Era una frustración que arrastraba desde que empezó con su ahora, por fin, expareja.

Quedaban regularmente como amigos, aunque el procuraba evitarlo siempre, y era todo condescendencia y delicadeza con ella, aunque a veces se sorprendía despreciándola por lo que consideraba una falta de dignidad y orgullo por su parte: esa adoración perruna y sin peros, completamente fuera de lugar e inmotivada, le resultaba irritante a ratos. Le llamaba. Le hacia regalos sorpresa. Se interesaba por su vida y sus líos. Intentaba levantar celos en él al hablarle de sus pretendientes. A veces alguna de sus relaciones le duraba algún tiempo, y el interés de ella por conocerlas era aún más intolerable. Se las presentaba a petición suya. Se preguntaba por qué se sometía de esa manera a esas humillaciones. Luego tenía que explicarles a sus rollos consecutivos que no la amaba ni la había amado nunca. Se avergonzaba de ella. Pero a ella nunca le confesaba estos sentimientos por no herirla. La mantenía en una burbuja de mentiras por el puro y desinteresado cariño que le profería.

Sin darse cuenta, empezó a estar cansado de tanto rollo esporádico y siguió intentando establecer algún tipo de relación más estable, y ello no hizo otra cosa más que proporcionarle nuevas decepciones. Él, que era tan bueno y tan estupendo, resultó ser despreciado por tías que consideraba que no estaban a su altura, y esa contradicción se le hacía insoportable. No se daba cuenta de que había perdido la seguridad que le daba antes su pesada, indigna e insoportable ex, y que ahora sólo transmitía ansia, frustración y desesperación.

Al cabo de cuatro meses de su regreso de Londres estaba anímica y sentimentalmente agotado. No sentía nada: ni calor ni emoción por estímulo alguno, por mucho que lo intentara una y otra vez. Se sentía como un autómata en todo lo relacionado con el amor y el sexo. Todo era aburrido y monótono, previsible, casi rutinario, con el añadido de ser además completamente impersonal. Empezó a recordar su vida de antaño con otros ánimos. Cuando le importaba a alguien. Cuando podía mirar a los ojos a la persona a quien se follaba. Cuando podía desayunar en compañía y reirse y estar contento. Cuando podía quedarse dormido en el sofá durante horas con alguien de confianza, alguien donde era bienvenido. Un sentimiento de pérdida se fue apoderando de él. No fue consciente del valor del calor hasta que lo invadió el frío; ese subtipo de calor que es tibio como un baño de espuma.

La comenzó a observar más detenidamente: ella tenía una vida con significado ante la que la suya no era más que fuego, drogas, alcohol y superficialidad. Amigos que la querían, una vida sana, verdaderas inquietudes. Estaba más guapa. Ella seguía riéndose, se la veía feliz. Se había construido una vida más divertida, con más actividades, con más movimiento y menos dolores de cabeza. Le entraron ganas de participar más en ella, de recuperar ciertos lazos. Cada vez se sentía mejor cuando se veían y llegado un momento, sólo cuando la veía se sentía bien. Ella, que lo conocía profundamente, que lo quería, le empezó a aportar un calor que antes no había apreciado por tenerlo garantizado. Decidió ser bueno y regresar con ella. Darle la gran noticia.

Ella le dijo que no. Él rogó, lloró, insistió, se arrastró, descubriéndose ante ella y ante sí mismo como un hombre arruinado y destrozado, para su propia sorpresa. Ella se mantuvo firme. Ya estaba iniciando algo nuevo con alguien, pero ella fue también condescendiente y no se lo contó. Le explicó que había sido muy duro asimilar la ruptura, eso sí, pero que ya lo había superado y no iba a desandar el camino recorrido con tanto esfuerzo. Sin embargo, él siguió insistiendo: no era posible que esto pasara, su amor era incondicional, ella estaba loca por él, siempre había sido así. Y no fue así. La presionó tanto que ella dejó de verle, de llamarle, de prestarle atención. Desapareció de su vida. Ya no sentía nada por él. Estaba solo ante sus estúpidas fantasías y sus desvaríos. Ahora ya no era la mojigata crédula que lo perseguía; era una persona fuerte y firme, sorprendentemente aguerrida, incluso arrogante; su mirada no era suplicante, sino que transmitía desprecio y lástima. Ya no estaba entregada, sino que era fría, distante, incluso cruel. Ya no era un sí permanente, sino un no disfrazado entre excusas y mentiras piadosas que él adivinaba perfectamente por haberlas utilizado también. Y él, por primera vez, se sentía enamorado de ella, encendido, incandescente. Sin poder verla. Sin poder hablarle.

En soledad, mientras se recreaba en la inmensa dimensión de todo lo que había perdido, dejó de sentirse un tío estupendo, alguien bueno, sino más bien una enfermedad andante, alguien caustico cuya compañía era desaconsejable; alguien que ejercía una influencia devastadora sobre la gente; alguien a quien hasta las mejores personas acababan repudiando. Alguien que repele lo bueno. Una basura sin interés alguno para alguien cuerdo.

Y mientras miraba la viga de madera del techo y fantaseaba con ahorcarse, con la tranquilidad de quien sabe que nunca tendrá el valor de hacerlo por ser un cobarde sin altura alguna, un egoísta completo, un ególatra que mira a la gente por encima del hombro y les tiene lástima no siendo más que una ruina caminante, a la vez se vanagloriaba por lo bien que había hecho las cosas: había conquistado su libertad con una eficacia tal, que ni siquiera renegando de ella e intentando enmendar el error con todas sus fuerzas podía superar un plan tan genialmente realizado. No había rectificación posible. Era libre sin remedio, tal como había soñado, a merced de si mismo, irreversiblemente. Había salido limpio donde otros estaban atados con hipotecas, niños y concesiones al buen juicio. Tenía su ansiada libertad, del todo, para él solo. Sólo para él. Solo.

Con un vacío interior inconmensurable y un dolor que no había conocido nunca, se preguntó por qué coño le tenían que salir las cosas tan cojonudamente bien, por qué funcionaban sus planes con una eficacia tan exacta como un reloj, por qué el destino le había obedecido tan al pie de la letra, que ahora deseaba morirse tanto...


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