jueves, 9 de octubre de 2008

Una tarde infernal

Rogelio ha venido a mi casa. Yo estoy tumbado, intentando de nuevo escapar a las garras del ocio, al humo y al líquido, y a sus chispas, truenos, relámpagos y demás ilustraciones efectistas. Estoy muerto de ganas de fracasar, y Rogelio ha venido a mi casa y me lo sirve en bandeja.

La tele está encendida por accidente. Alguien la ha dejado así y se ha marchado y no la ha apagado. Vibra con la inmundicia de un programa basura. Los seres se autoejecutan allí, muy contentos. Se autodefenestran virtualmente, el público aplaude, la presentadora se aparta coquetamente el pelo de la cara y cruza las piernas, y se siente sexy, y el orgullo por su trabajo la hace sentirse Artista de la Mediatización, una profesional de futuro, un ente independiente repleto de éxito, por encima del bien y del mal. Sus invitados destripan sus más morbosos miembros con una sonrisa en la boca, y sangran ketchup. Yo estoy allí, y ellos hablan de sus interioridades de cloaca.

El programa versa sobre el siguiente tema: Yo he tropezado, me he golpeado la cabeza e, inexplicablemente, he catapultado a alguien por la ventana.

Hay varios invitados que cuentan sus experiencias.

- Mi marido estaba leyendo un libro con los codos sobre la mesa- cuenta una enorme ama de casa, vestida con algo que parece una sábana, con estampados y todo. Los estampados son palmeras y playas y sol. Una enorme vista panorámica como vestido.

-...cuando tropecé y me golpeé la frente con el bordillo de la mesa. Como todavía estábamos pagando la hipoteca, conservábamos aquella vieja y larga mesa de comedor, pero tenía un defecto, y era que la tabla se había separado de las patas, se tambaleaba y se resbalaba muchas veces sobre su soporte, los invitados no podían apoyarse en ella porque se podía desequilibrar, y caerse así toda la cena y los platos y todo, así que había que clavarla o pegarla de nuevo, y eso que ya se lo había recordado muchas veces a mi marido, “hay que arreglar la mesa, que no se te olvide”, pero él no hacía nada... ehh... bueno, como decía, con el golpe, a mi marido, que estaba sentado y apoyaba los codos en ella como ya he dicho en el borde del otro extremo de la mesa, con mucho cuidado para que no se desequilibrara, se le resbalaron los codos y la tabla, al girar así tan violentamente hacia arriba, lo enganchó por la barbilla y salió catapultado con tal mala suerte que atravesó la ventana (tenemos unos preciosos y amplísimos ventanales en nuestro piso) y cayó los cinco pisos a la calle. Pero por suerte no aplastó a ningún transeúnte, y el libro chocó contra la pared, un libro muy bonito sobre procesiones, sí...

La presentadora se interesa mucho por el chichón de la invitada. Es una entendida en la ciencia de los coloretes. Ya están celebrando con champán el que el programa le haya pagado la reparación de la mesa y el ventanal cuando ha llegado Rogelio a mi casa. Mi estado no puede ser más deplorable. Estoy tumbado en el sofá, medio tapado con las faldillas de la mesa camilla, con los ojos vidriosos, y mi cara parece una magdalena. Sobre la mesa, una taza vacía manchada de café, seco. Suena ahora la banda del programa que toca una indescriptible pieza adscrita a la más genuina, ortodoxa y tradicional patchanga de las pasiones de la tortilla de patatas.

- Hola...- resopla y sonríe, y analiza la situación, en silencio, y observa toda la estancia, y me vuelve a mirar y deja pasar unos segundos para acabar la frase- ...excremento.

Ya estamos en la calle. Caminamos en silencio. Hoy es uno de esos días en que vamos a deambular de aquí para allá sin decir nada, tan sólo compartiendo el sonido de la ciudad que nos rodea, que nos engulle. Salimos de mi calle y enfilamos el parque. Llegamos a un banco. Justo cuando nos vamos a sentar, pasa una chica junto a nosotros. Rogelio se detiene, se queda erguido y la observa pasar. La chica intenta aparentar que no se da cuenta, pero sus pasos ligeros y gráciles se van convirtiendo en pasos agarrotados, indecisos e inseguros, torpes, muy torpes, con la vista rígida y fija en el suelo. Rogelio, cuando ya ha pasado de largo, se da la vuelta, levanta las manos con una enorme sonrisa, y luego se sienta. Hoy no es día de hablar, la chica ha tenido suerte.

Comienza a liarse un porro mientras yo miro a los pájaros y a los gatos que descansan sobre el césped. Termina de liárselo y empezamos a fumar. Estamos ensimismados en el ritual cuando percibimos las sombras de dos personas que se paran ante nosotros. Yo pienso que se trata de locos o de tíos pidiendo algo, y me fastidia la idea de tener que soportar a alguien en ese momento. No sé que piensa Rogelio. Entonces veo ante mí una placa de policía. Una chapa que pretende ser de oro pegada a un ser. Hum... “bonitos” relieves, sí. Extraña protuberancia biológica la que la sostiene. Estoy colocado. Es extraño, ¿no?, un ser pretendidamente humano que se siente autoridad en virtud de un trozo de lata. Esto es extraño. Estoy colocado. Esto no está ocurriendo, no lo está, no puede ser...

- Documentación, por favor.

Ajá, pienso yo. Ante todo calma y tranquilidad. El análisis de los hechos es siempre el mejor camino para la salvación. Al menos eso dicen. “Documentación”, un sustantivo. Oh, pero ese ser ha pretendido construir una frase. “Documentación”, sintagma nominal. Y luego... ¿”por favor”?... ¿Un sintagma nominal, y luego “por favor”? ¿Y el verbo principal, cretino, retroser mutante? Oh, no, no puede ser, esto no está ocurriendo, noo...

-¡Documentación, caballero!

Insiste en el mismo estúpido esquema sintáctico de lo no sintáctico, el imbécil. Me intenta provocar, eso está claro. “Caballero”... Ironía barata de su mente licuada por una colitis cerebral. Seguro que la ensaya delante de un espejo. Levanto la vista y Rogelio ya se lo ha dado todo, y lo cachean. Al final yo les doy también la documentación. Soy un espejo donde se refleja Rogelio. Mientras la inspeccionan, la lumbrera se vuelve a dirigir a mí. Oh, van vestidos de paisano. La cara de cráter, sin embargo, solo puede extirparse para mejorar.

-¿Sabía usted que lo que estaba haciendo es ilegal?

Me quedo un tanto estupefacto. Hace preguntas retóricas y todo, el muy capullo. Es ofensivo. Ya decía el Marques de Sade que el rigorismo hace estúpidos a los hombres.

- ¡Le estoy hablando, caballero!
- Oh... sí, claro- le contesto. Hay que hacerlo con aparente temor y respeto. Veo en lo riguroso de su semblante a un come-pollos fritos precocinados. Seguro que caga con expresión grave y seria. El héroe y su lucha solitaria contra el crimen. Mira a su lado y descubre que no queda papel higiénico. Su maldita, estúpida e incompetente novia, reflexiona con rencor recalentado... Por cuantas vejaciones tienen que pasar los hombres grandes, piensa entonces para sí mismo, y eso le hace sentirse más orgulloso. Y cuando contempla sus heces, se siente tentado de firmarlas y llevarlas a algún museo. ¡Compren las heces de un verdadero e incorruptible policía!. Y al verse como un auténtico hombre que suda como hombre y que huele a hombre y que golpea como un hombre y que se impone como un hombre, se le humedece la boca.

Entonces dudo si he hecho bien en contestarle que sí a su pregunta estúpida. Seguramente no. Veo el rigorismo oligofrénico de los tribunales y los juristas, veo esfumarse un posible atenuante, el clásico ¡Oh! ¡Yo no sabía que no se podía hacer! ¡Oh!

Si mi vida fuera emitida por televisión, veo ahora un salón lleno de macarras descojonándose de mí, llamándome gilipollas por haber respondido que sí que sabía que estaba haciendo algo ilegal. Ya decía el Marques de Sade que el rigorismo hace estúpidos a los hombres.

El subser retrohumano disfruta rebajándome de esa manera. Tira nuestro porro ante nuestras narices y lo deshace en el albero. A Rogelio le encuentran el trocito de hachís que tenía y se lo quitan. A mí me cachean también, pero no encuentran nada. Comprueban nuestros datos. Estamos limpios. Nos dejan marchar, no sin antes informarnos de que pronto llegará una multa de 300 euros a nuestras respectivas madrigueras. La vida es hermosa.

Salimos del parque, cada uno metido en su propia historia mental. Ni siquiera nos late deprisa el corazón ni notamos que respiremos con alivio o nerviosismo, o con tensión acumulada, o que sigamos cualquiera de las conductas que se supondrían naturales tras semejante putada. No. Seguimos caminando en silencio, igual que cuando llegamos allí veinte minutos antes, igual que cuando salimos de mi casa, igual que muchísimos días en que se ha decidido no hablar. Parece que nos hemos impregnado de una cierta indolencia.

Me ha dado tiempo a fumar algo, y la tarde se tiñe de esa especie de sentimiento de ansiedad y apetencia, pero no sé cuál es el objeto o estado que persigo o deseo. Intuyo la belleza de algo que no alcanzo a captar, algo que se me escapa de las manos. ¿Qué es lo que resulta tan bello?

Y pienso en que quizá sean las chicas que deambulan por las calles, o quizás el aire cálido que nos rodea, o el efecto embriagador de las flores, o la atmósfera del bullicio, de la gente, el movimiento del cielo, el movimiento de las piernas, las manos, los brazos, las caras, las bocas, el movimiento de los cuerpos, la sensualidad de las posturas, el fluir de los buscadores, o quizá se trate de tener ganas de tocar, o de pintar, o de bailar, o de dar alaridos. Entonces descubro, asombrado tras mis ojos de gelatina, que puede que no se trate de gritar, no, es decir, seguro que no, pero estoy convencido de que hacerlo resulta bastante descongestionante, una buena treta para descargar ese deseo sin un objeto que se pueda palpar.

Acto seguido empiezo a dar saltos y a gritar entre la gente, y la gente me mira mal, y Rogelio resopla de disgusto y se pone a dar golpes a una pared con los puños, mientras se lamenta de cara a esa pared, abrazándola y golpeándola. A nadie se le ha ocurrido reflexionar sobre el papel fundamental que la pared ha tenido en la Historia. Es un papel decisivo. Es culpable. Bien, Rogelio. Yo paro y lo observo, e intento averiguar por qué lo hace. No creo que sea porque la considere culpable de los desastres del mundo, no, ni por complacerme, pues no he pensado en voz alta. Rogelio ignora lo que pienso y el hecho de que compartiera mis opiniones más íntimas sería una casualidad demasiado, eh... casual. Puede que la golpee porque le moleste mi danza o quiera aportar su granito de arena, o puede que sea porque le desagraden las reacciones de la gente, que en realidad, de reaccionaria, nunca reacciona en serio.

La gente debería reaccionar, sí, y llevar a cabo sus más íntimos deseos. ¿Qué desean? ¿empalarme? Bien, eso está bien, yo corro mucho. Así son los sueños de los dementes. Si no lo fueran, quizás desearan enseñarme una coreografía más bonita, a su juicio. Bien, eso estaría bien, bailaríamos juntos y habría manifestaciones de miles de personas saltando y gritando y chocando entre sí como pelotas de goma. Eso sí que sería reaccionar.

Pero Rogelio se lamenta y realiza una extraña performance callejera que parece una parodia grotesca de las oraciones del Muro de las Lamentaciones de Jerusalén. A su vez parece un demonio que llora desconsolado el robo de su tridente. Le pongo una mano en el hombro. Sé que esperaba ese momento para continuar su farsa.

- Nos han quitado los porros, tío...

Ah, los malditos porros.

- Lo tuyo no es una farsa, Rogelio, no lo es, te lo aseguro; podemos seguir, y acabaremos consiguiendo más, tarde o temprano.

Mis palabras no lo animan en absoluto, lo que me alivia, y seguimos caminando. Se recupera y vuelve a resoplar y a esbozar muecas bilabiales, como siempre. Andamos deprisa y enfilamos una larga calle que nos conduce al centro de la ciudad, aunque ya estamos en el centro, pero el lugar al que nos dirigimos es más centro aún, más denso, más antiguo.

Y una vez allí nos acercamos a la plaza donde Fernando diera su recital espontáneo en mitad de un ritual hip-hopiano. Pienso que esta plaza está mejor así, sin aglomeraciones ni escenarios. Tiene dos iglesias, frente a frente, y hay una larga escalinata en una de ellas. Nos vamos a sentar allí, para no-hablar con comodidad. Rogelio ve a Ramón en uno de los escalones, solo. Esta versión de mi yo aún no conoce a Ramón, está a punto de conocerlo. Ignoro que unos meses más tarde Ramón nos acompañará al recital del que regresaré con la muñeca rota.

Llegamos y nos ponemos delante de él, en pie. Hola... y Hola... y Hola, yo me llamo Uli... y Hola, yo soy Ramón.

Permanecemos así, Ramón sentado y Rogelio y yo erguidos sobre nuestras piernas estiradas y enclenques. Él nos analiza desde abajo. Nosotros lo miramos, pero también observamos el lugar, el ambiente, los posibles trapicheos para reponer el hachís arrebatado, el aire, el vuelo de las palomas, los vasos de cerveza de la gente, los adoquines, los muros de piedra de las iglesias, sus portales, sus arcos. Estamos decididos a permanecer así, sin decir ni una palabra. Ramón, al contrario de lo que cabría esperar, lo acepta sin problemas.

Ya llevamos quince minutos mirando alrededor, Rogelio y yo, mirándonos mutuamente, y Ramón mirándonos a nosotros. Cuando mis ojos se cruzan con los de Rogelio, él se encoge de hombros y hace de bilabiales, pero esos cruces duran poco. Ninguno de los dos se atreve a proponer nada en lo relativo, en realidad, a nada. Deseo cerveza, pero decidirse a conseguirla parece algo complicado. Ramón me mira a mí y luego a Rogelio, y vuelta a empezar. Reparte su atención con aparente equidad, no se fija más en el uno que en el otro. Saca un cigarrillo. Sueño con que lo rompa. No lo hace, lo enciende.

Yo saco mi paquete y Rogelio hace un pequeño zumbido-resoplido y con un movimiento grácil de su mano izquierda toma uno de los míos de manera que todo, su mano, su brazo y el cigarrillo, parece ligero como una construcción de palillos de madera. Rogelio es frágil como una copa de cristal. Luego tomo yo otro y lo enciendo. Ahora todo encaja. Es una tarde magnífica.

Vemos aparecer por el otro extremo de la plaza a M. Sylvain Loiseau. A veces viene a las reuniones del grupo de poesía, pero se marcha en cuanto Fernando empieza a recitar, por lo que su presencia dura poco, a veces tan sólo unos segundos. No es que desprecie la amistad de Fernando, no. Tan sólo desprecia su poesía, actúa como si le provocara urticaria, por así decirlo. Pueden quedar y comer juntos, y tomar café, y pasear, y fumar hachís y charlar sobre temas interesantes, pero en cuanto Fernando empieza a recitar, se marcha, y no vuelve. Lo más llamativo es eso, que lo hace en serio, que no vuelve.

La primera vez que le vi actuar así fue en el grupo de poesía. Fernando llegó muy contento con su última creación.

- Si empiezas a recitar, me voy- le dijo Sylvain, muy tajante, aunque con un toque risueño en la mirada. Sylvain puede dar esa impresión extraña, mezcla de risueña candidez y salvaje autarquía.

Fernán no le hizo caso y comenzó el poema, y Sylvain se largó inmediatamente, caminando muy rápido, sin despedirse ni mirar atrás, y no volvió. Es así de sencillo y drástico. No importa que haya mucho vino, o chicas interesantes, o un bonito sol. Se marcha y punto. Parece envidiablemente autosuficiente. Fernando, sin embargo, no desiste en intentar seducirle con su poesía.

En otra ocasión, Sylvain iba por una avenida montado en su moto (su “caballo”, como él dice) y, al vernos en la acera de enfrente, decidió charlar con nosotros, no sin antes cruzar el sentido contrario de la calle y esquivar peligrosamente los coches y autobuses entre pitos e insultos de los conductores, y no sin saludarnos de un modo alegre y delicado al llegar hasta nosotros, sordo a la hostilidad de la gente y a la suya propia. Fernán, sin más preámbulos, sacó la hoja con su último poema, y Sylvain metió gas a su caballo y desapareció galopando sin despedirse ni galopar. No tuvo tiempo ni de quitarse el casco. A veces es agradable ver a alguien que actúa conforme a lo que dice. Si empiezas a recitar, me voy, la honestidad ante todo, sin contradicción alguna, firme como un principio matemático.

Sylvain es uno de esos seres en blanco y negro. Viste de negro, y es pálido como el mármol, y es delgado como si fuera desmontable. Tiene el pelo negro y liso y largo. Tiene los ojos negros y muy vivos. Los labios, sin embargo, son muy rojos, como si fueran un calculado punto de color en una escultura realizada por algún artista amante de las fresas con nata, aunque un poco autodestructivo. Entre sus aficiones está visitar cementerios, donde encuentra muchos motivos fotográficos, y demostrar teoremas matemáticos. Lleva siempre una ligera sonrisa provocadora, como si existiera con ironía, como Rogelio o Pájaro, pero es mentira, es su mentira, es su adictiva ironía-fingimiento. Como si su presencia fuera una venganza injustificada. En realidad, Sylvain está ansioso de amor, y puede llegar a obsesionarse cuando una chica llama su atención, o mostrarse muy dolido cuando le hacen daño, porque en un mundo donde todo es fingido, él no es insensible, y vaga por ello condenado al aburrimiento crónico. Todo el mundo está aburrido en una abulia de depredación sin sentido, pero hay quien no lo está lo suficiente como para no darse cuenta. Fernando lo intenta conquistar, y él lo desprecia, y a Fernando le da igual. Fernando es una roca de granito en algunos aspectos.

Aparece por el extremo de la plaza, Sylvain. Ya está aquí. Empieza a mirarnos. Hola... y Hola... Hola... Hola... y Hola... Mira hacia un lado, luego a otro, a veces a nosotros, juntos o por separado. Ramón sigue sentado sobre la piedra del escalón, mirando desde abajo. Tal vez seamos alucinaciones suyas. Tal vez vayamos apareciendo gradualmente ante él como producto de su delirio. Puede que pronto seamos varios miles aglomerados ante él, mirando a un lado, mirando a otro, mirándonos unos a otros, con nuestra media sonrisa en la cara y en los brillantes ojos, sin decir nada, gracias.

Gracias por no decir nada, por no añadir nada, pues todo parece transparente. No hay más que añadir. Gracias por no decir nada.

Al cabo de media hora, sin embargo, mis piernas me piden asiento. Ahora qué hago. No decir nada, no moverse. Gracias por no moverme. Gracias por no moverse. De pronto Rogelio habla.

- Vamos a comprar vino, ¿no?

Soy un torpe...

Ya hemos bebido vino durante horas. Ahora paseamos junto al río. Hace frío, el cielo está claro y, entre la penumbra de las luces de la ciudad, se dejan ver algunas estrellas. Sylvain hace juego con el frío y lo soporta bien. Por casualidad, nos encontramos a María. María fue un accidente.

- ¿Dónde te habías metido, gilipollas?
- ¿Eh?- contesto. Contesto más o menos.
- ¡Te he estado esperando una hora!

Entonces caigo en que he quedado con ella hace dos días para ir hoy a ayudarla a transportar un ordenador que le han prestado. Quería enseñarme de paso su casa e invitarme a café, y someterme así, posiblemente, a un largo interrogatorio sobre poesía, literatura y demás. Se me ha olvidado, qué casualidad más lógica. Al menos lo es de acuerdo con la lógica de las sabandijas.

- ¡Eres un cretino y un capullo, y no he podido llevar el ordenador a mi casa! ¡Es la última vez que cuento contigo para algo!
- Perdona... es que se me ha ido de la cabeza, hace ya una semana que quedamos y...
- ¡Fue anteayer, imbécil!
- Oh, ya... Bueno, no sé qué decir... Si quieres quedamos mañana. Si quieres podemos ir ahora y recogerlo, si quieres- y en esto me quedo callado, pensativo, como si tuviera la respuesta en la punta de la lengua, y empiezo así a canturrear mentalmente una canción: si quieres, tal, pum, pum, pum, si quieres, cual, pum, pum, pum y me quedo absorto por un momento, con la mirada perdida. Algo me despierta bruscamente. Es su tremenda bofetada.

-¡AHORA, CLARO, A LAS DOS DE LA MAÑANA, CABRÓN!- María es pastillera y tal. Tiene un ligero punto histérico. Ligero como el plomo.

Me recupero poco a poco. He visto una enorme estrella blanca que me ha cegado, un extraño olor ha impregnado mi nariz, un olor que no es ni de sangre, ni de algo reconocible. Es ese característico olor que me sobreviene cuando me golpean. La cara me pica, pero no he muerto. Así que pienso que yo también podría ser detective, como Philip Marlowe interpretado por Bogart.

Cuando veo las bofetadas que le dan las chicas pienso que yo en su lugar duraría en ese trabajo como mucho dos días antes de regresar a la oficina del INEM envuelto en la cochambre del fracaso, pero no es así. Soporto las bofetadas. Existen. Y puedo coexistir con ellas. A veces uno lo olvida. Hay que tener la mente clara. Gracias, María, por mostrarme la verdad.

Tengo la cara, ahora, medio dormida. La somnolencia es la verdad. Veo que María se une a nuestra expedición, así que me largo. Es curioso, creo ahora que no valgo para tipo duro. Los tipos duros cagan con expresión grave y seria, me he olvidado del policía secreta que me ha cacheado hace unas horas. Ser o no ser. Ahora sí, ahora no. Mi voluntad es un péndulo, mi indecisión son mis segundos, yo soy un reloj de pared y, a veces, un reloj de cuco.

Me voy a largar, sí, y me voy a enfadar, pues se supone que debo hacerlo. Si te golpean tienes que enfadarte. Todo está lleno de imperativos, es difícil ser normal. No debo olvidar hacer un estudio sobre eso. Escribiré un libro de autoayuda titulado El extraño mundo de las personas normales. Comprensión e integración. Veo ahora la campaña publicitaria: Con este libro nadie sospechará que es usted un alienígena. Creo que si me acuerdo de hacerlo será un éxito sin precedentes, me solucionará la vida, me inflaré de ganar dinero, me entrevistarán en la tele, aunque a ojos de la Oligofrenia podría resultar peligroso de caer en manos de verdaderos extraterrestres. Me veo detenido por la CIA, qué gran éxito, qué publicidad. El día en que los escritores dejaron de ser detenidos en este sector del mundo demente algo de encanto se perdió en el oficio. Y pienso que me gustaría que me detuvieran, al menos una vez, en mi vida. Guardaría una bonita foto de recuerdo, con las esposas puestas, conducido por dos policías. Debo dejar de pensar...

Se supone que tengo que cabrearme. Voy a intentarlo, como si fuera un ejercicio de arte dramático. Así que ando muy deprisa. Comienzo a caminar a toda máquina. Mi frente empieza a sudar. Vamos bien. Ahora tengo que recrearme en lo sucedido, y resaltar lo injusta que ha sido su reacción violenta. Bien, parece que me voy enfadando. Y que ha estado muy mal su reacción, esa forma de cargarse mi trabajada y calculada abulia de tarde-noche. No tiene ningún derecho a pegarme la gilipollas esa.

No, no, no, no... Esto no marcha. Es falso. No puedo hacerlo, no me creo nada de lo que estoy pensando. No sirvo para ser actor, eso está claro. Yo soy un ser tranquilo que intenta vivir relajado y en paz. Esa vida ajetreada que ella lleva de manera tan intransigente, fundamentada en la cinética extrema de los lugares y los humores, me pone enfermo porque conduce a la plena inconsciencia, y eso María ni quiere ni le da tiempo a poder comprenderlo, acostumbrada como está al interesado servilismo de sus admiradores que le facilita vivir sin pensar ni contemplar. Yo la trato con más dignidad y respeto, más de tú a tú. Todo tiene su cara y su cruz. Hoy en mi mejilla se han fundido ambos lados.

Me pongo como tarea interpretar esa conjunción de contrarios cuando esté más tranquilo, quizá pueda extraer algo interesante de ello. Escribiré otro libro, este titulado Hay vida en el canto de las monedas, y tendrá como subtítulo (si el universo fuera una moneda). Sé que se me va a olvidar, pero no importa, ahora no importa. Tan sólo será un best-seller menos. Soy despreciable. Ahora camino. Lo vuelvo a intentar. Insisto.

Pero no lo consigo. Me pegan y me quedo como si nada. No lo entiendo. Tengo la dignidad del estiércol. Me jode ser así.

Y cuando dejo de pensar en ello descubro que camino cada vez más enfadado, aunque sea un extraño sucedáneo: enfadado por no enfadarme con ella. Enfadado por enfadarme por un motivo distinto al natural. Pero bueno, ya estoy enfadado, y de un modo u otro el detonante es el mismo. Podría engañarme a mí mismo y creer que me he enfadado con ella. Sí. En eso consiste ser actor. Allá vamos.

Me han estropeado la noche, y además de una forma tan desagradable e ingrata. Parece que cuando me olvido de intentar conseguir mis objetivos, los consigo. Soy un torpe. Voy tan deprisa que me pierdo por las estrechas y laberínticas calles del centro de la ciudad. Ya no sé por donde voy. Estoy cabreado. Veo un futuro prometedor lleno de éxito, he conseguido cabrearme. Ahora hay que cabrear al mundo. Ahora sí, ahora no. Estoy echado a perder...

... y descubro por añadidura que me he perdido, aunque sería más preciso decir que he tomado el camino equivocado, porque estas calles no me son desconocidas, sé dónde estoy. Me ha ocurrido algo que en los últimos tiempos se ha hecho bastante habitual en mi vida. Hay una estúpida calle que gira a la izquierda de la que casi siempre paso de largo por culpa de mis desviaciones mentales. Como tengo por principio no dar marcha atrás, aunque ese principio sin fundamento haga algo más patosa mi vida, tengo que dar un rodeo más largo para llegar a mi casa. Así que sigo caminando deprisa y al frente. Conozco todas estas calles. Son mi condena autoimpuesta. De pronto, alguien me llama desde una ventana.

- ¡Hombre, pero si es el artista!- grita esa voz. Cuando miro hacia arriba veo a un señor mayor con gafas que conozco porque hemos coincidido en algún lugar decrépito de la noche. No sé su nombre, no sé muchísimos nombres.
- ¡Sube, amigo, sube, y te tomas unos whiskys con nosotros! ¡A los artistas hay que tratarlos bien!- continua. No acabo de entender por qué insiste en lo de artista, pero en ese momento recuerdo que nos acompañó en una ocasión a Alex y a mí mientras tocábamos la guitarra junto al río. Ahora lo recuerdo bien. Suena música muy alta desde dentro de la casa. Me abre desde arriba. Subo las escaleras.

Cuando entro en el salón desde donde me ha llamado me encuentro frente a él y frente a otro amigo con barba negra, pelo negro y enorme panza. Tienen pinta de tener alrededor de cincuenta años. El anfitrión es muy delgado, casi sin pelo, y lleva unas enormes gafas de pasta negra y lentes de culo de vaso. Los dos están como una cuba. Parece que han pasado así toda la noche, escuchando música y bebiendo. Se lo montan bien, pienso.

Parece que son amigos de toda la vida. Me reciben muy cordialmente y me ofrecen el sofá para sentarme, me ofrecen el lugar de honor. Ambos están sentados en sendas sillas. Nos separa una pequeña mesilla central de cristal. Veo, al pasar para sentarme, rayas de cocaína sobre ella. Me sirven inmediatamente un generoso combinado de whisky con cola. Me pasan un enorme porro recién encendido. Lo hacen todo con mucho respeto. Me agasajan con lo mejor que tienen.

Esta cordialidad no me inquieta, hay algo que no me hace sentir inseguro. Una vez me han acomodado como es debido, empezamos a charlar.

- Chico,- empieza el anfitrión- pareces alterado, tienes mala cara, ibas andando como una bala, fíjate –y se dirige a su amigo- va sudando y todo.- Yo me quedo algo sorprendido. Parezco enfadado. Quizás yo podría ser actor, después de todo. O puede que esté realmente enfadado. Disolución. Hago desde aquí una llamada a la disolución.

- Bueno,- contesto- me he enfadado con una chica.

Los dos se sobresaltan en sus respectivos asientos. Parece el acontecimiento de la noche. Se ve que se estaban aburriendo de solemnidad. Toman el asunto con gravedad. Intentan mostrarse muy comprensivos, intentan resolverme el problema. No me han entendido pero no me da tiempo a rectificar. Me hacen preguntas. Dejo las rectificaciones para después. Resulta divertido que tomen mi incidente con María como un asunto de pareja.

- ¿Y qué te ha ocurrido con ella?- pregunta el barbudo.
- Pues que me ha abofeteado.

Casi automáticamente el anfitrión reacciona de forma tajante.

- Esa chica está enamorada de ti.

Hay quien cree que lo enigmático esconde necesariamente un alto grado de sabiduría. También hay quien confunde teatro y vida. Decido que es el momento oportuno para aclarar su error. María es una caldera de reacciones químicas naturales y artificiales. Es complicado unir la palabra amor a la palabra María, sabiendo quién es. Tiene tanto genio que parece tan sensible como un garrote.

- No, hombre- me adelanto para explicarme- lo que pasa es que...
- ¡Esa chica está enamorada de ti!- me interrumpe con la violencia con que interrumpen los borrachos cuando se ven ante un filón lleno de verdades- Creeme, cállate y escucha, que nosotros entendemos de eso: si te ha abofeteado, es porque la has tratado mal, y eso está bien, es la única manera de que te quieran las mujeres, son unos bichos de cuidao, son alimañas...

Está claro que está más preocupado por descargar sus resentimientos y frustraciones que por escucharme.

- No te precipites, hombre, no te precipites- dice el barbudo, intentando calmar los ánimos, tan fácilmente alterables, de su amigo, mientras le paso el petardo cargadísimo que me habían dado- las cosas con las mujeres no son tan sencillas, no le digas esas cosas al chaval, coño, que lo vas a desgraciar.

Tiene razón. De hecho, nada es sencillo, y si lo es, es mentira. Detrás de toda afirmación categórica no se esconde más que una opinión pretenciosa. Valga mi frase como ejemplo. Estoy hecho polvo...

Vuelvo a intentar aclarar la naturaleza de mi relación con María.

- Pero si no es...
- ¡Tú escúchanos, que nosotros entendemos de eso!- me vuelve a interrumpir, con mucha brusquedad, el anfitrión, y tras tragar saliva y calmarse un poco se dirige a su amigo- No digas gilipolleces, idiota, tú sabes bien que esas sólo te respetan cuando las tratas con la punta del pie, es así, les va la marcha, si no lo haces pasan de ti y se buscan a otro que les de más caña.

Yo bebo de mi vaso con nerviosismo. Nadie está interesado por nada salvo su dolor. Dónde me he metido, maldita sea, dónde, no aprendo, nadie aprende nada...

- ¡Pero tú qué sabes, hombre, si eres capullo, hablando como un entendido en el tema, como si fueras un playboy, si ninguna mujer te ha aguantado en la vida!- le contesta el barbudo con desprecio, toda su panza extendida bajo su jersey ante su minúsculo cubata- ¡No contamines al artista con esas barbaridades tuyas de mierda!

El anfitrión se dirige entonces a mí. Ignora lo que le dice su amigo. Lo hace para provocar. Yo soy el artista. Están actuando para mí.

- Lo que tienes que hacer es dejarla, y ya está- me dice con la incongruencia de su tajada.

Yo voy contemplando a uno y a otro, conforme hablan. Parece que estoy viendo un partido de tenis, girando mi cabeza paulatinamente a un lado y a otro.

- ¡Que te calles, cojones, con tus mierdas y tonterías, que vas a matar al chico con tus gilipolleces! ¡Déjame a mí aconsejarle!- grita el gordo.
- ¡Tú te estás pasando de chulo, gilipollas, que eso es lo que eres, gilipollas!
- ¿He fallado alguna vez con estas cosas, idiota, que me estás tocando los cojones, eh, acaso no he acertado yo siempre con mis consejos?

Parece tener razón, pues el anfitrión se queda callado, vencido por un aparente argumento de peso. Se callan los dos por un instante. Es agradable volver a oír música de nuevo. Pero de pronto arremete otra vez, todo borracho, el anfitrión.

- Lo que tienes que hacer es dejarla...- y se queda satisfecho mirando a su vaso, contento por decir la última palabra.

El barbudo se le queda mirando, tomando fuerza, dejando que el tiempo, los segundos que transcurren, sean el impulso de su respuesta. Se hace el silencio. Le mira fijamente. Él anfitrión se siente observado, pero sigue mirando a su vaso. Está sonriendo. Tararea algo. A veces parece reírse a resoplidos. Son risas explosivas y esporádicas. La tensión se muerde. Es densa como un chicle de fresa al primer mordisco. Y, entonces, despacio, descargando las sílabas con todos sus sonidos, saboreando cada una de las consonantes y vocales, grita el barbudo.

- ¡Pero si tú no eres más que un cabrón y un hijoputa!

Entonces se levanta el anfitrión y bajo el lema “¡Ya me has tocado los cojones!” le arrea un puñetazo en la boca. El otro se queda algo traspuesto en el sillón, y después se intenta levantar, pero casi se cae de la borrachera, mientras su amigo permanece de pie, en postura amenazante, con los puños apretados y los dientes apretados y la tripa apretada y los pómulos apretados, observando los patéticos intentos del gordo por mantener el equilibrio. Finalmente se queda de rodillas sobre el suelo de gres. Por un momento se hace el silencio. Los dos quietos, posando, forman un cuadro, una escena dramática. Imagino un plano de cine. A la vez, permanezco sentado, preguntándome cómo me las arreglo para verme en semejantes berenjenales.

- ¡Y ahora coges y te vas a la puta calle, y me dejas a mí charlando con el artista!- añade el anfitrión, cerrando la escena. Tan sólo falta el telón, y todo estará bordado. Nuestra marcha no será más que un epílogo.

- Yo creo que me voy a marchar con él...- digo yo, tímidamente, antes de que pueda reaccionar. Sin embargo, me levanto tan decidido a marcharme que no se interpone en absoluto.

Nos abre rápidamente la puerta, salimos, se caga en nuestros muertos y cierra inmediatamente de un portazo y bajamos las escaleras. Al salir a la calle ni nos despedimos. Tomamos direcciones contrarias. Sigo el camino hacia mi casa, sin volver sobre mis pasos, dando un rodeo, deseando meterme en mi cama. Ante todo no ir hacia atrás. Me encuentro cansado. Mi vida puede ser cualquier cosa, menos aburrida, pienso. La gente está histérica. Yo estaba tumbado en mi sofá. Necesito tiempo para trabajar, o para mirar a las paredes y contarles cosas. Ha sido un día intenso entre muchos días intensos. Mañana volveré a intentarlo. Haré méritos para que Rogelio me vuelva a considerar un excremento. Escribiré un poema antes de dormir. Volaré en sueños. Mi colchón será mi alfombra voladora. El ruido de los coches, desde mi torre, que circulan por la avenida, coches solitarios, es un goteo de sonidos que imitan al viento. El suelo parece mojado a su paso, pero todo está demasiado seco. Miro a los dígitos luminosos de mi radio-despertador, y deseo que sean velas encendidas para así apagarlas con un suspiro, mientras me engaño para creer que fuera ruge una tormenta caudalosa que todo lo limpia y refresca.

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