lunes, 8 de abril de 2013

Las malas predicciones




Aquella mañana de reyes se levantó sin saber que era la última vez que viviría ese momento con la emoción propia de la infancia. No era que ignorara el secreto de la tradición, no, sino que a la edad de nueve años sospechaba ya cuál sería el contenido del secreto que, por mantenerse vivo en la ilusión su hermano pequeño, se representaba siguiendo las pautas estipuladas al respecto. Una noche entera sin dormir hasta que al final pudo levantarse y ver el resultado. Ahí estaba, sí: era una guitarra metida en su funda con un lazo rojo.

- Mira, Jaime- le decían a su hermano, cuyos ojos aún con legañas no cabían en sus órbitas viendo sus regalos- ¡han venido los reyes magos!

Él miraba paulatinamente a la guitarra y a sus padres, con la gratitud extrema del momento, y también con la complicidad temprana del niño con el mundo de mentiras de los adultos. Se acercó y la sacó de la funda: una guitarra española de la casa Damas, preciosa. Era un objeto mágico, solemne y sobre todo prometedor.

- ¿Cómo se llama tu profesor?- le preguntó su padre.
- Aún no lo sé- le dijo con la guitarra en las rodillas- mi amigo Sebastián es quien sabe dónde es.
- Espera- le dijo contrariado- ¿aún no tienes profesor?
- No, ya te dije que tenía que ir a hablar con él.
- ¿Y si no resulta? ¿No hubiera sido mejor hablar antes?
- Lo habría hecho de estar seguro de que la ibais a comprar- le dijo algo extrañado.
- Vamos, ¡que nos has tomado el pelo!
- ¿Cómo?- le dijo sin entender nada.
- Sí, harás como el resto, le darás dos tientos y la dejarás encima de un armario, ¡menuda pérdida de tiempo y de dinero! ¿Qué vas a hacer, toquetearla todo el día hasta que te aburras de no conseguir nada?
- Pensaba ir a las clases.
- Pero este chico te enseñará solfeo, ¿no?
- No lo sé, no he hablado con él.
- Porque si piensas aprender sin solfeo yo no lo pago, eso no es música, ¡es folklore!

Llegado a ese punto no había más que decir, salvo que qué coño sabía él de música ni nada cuando nunca había sentido el más mínimo interés por ella, cosa que a la edad de nueve años queda siempre sin decirse. Cogió la guitarra, ya sin ilusión, y se marchó a la azotea, y procuró jugar con ella sin que él se enterara, sin que él pudiera corroborar que efectivamente estaba intentando inútilmente sacar algo a esa caja de madera hecha, al parecer, para manos más serias, sensatas, honestas y bienintencionadas que las suyas.

Durante un tiempo no la tocó, sentía que no era suya enteramente, sino el botín de una estafa perpetrada contra su propio padre. Sin embargo, al cabo de unos meses le empezó a dar igual lo que él pensara. Por aquella época programaba su ordenador MSX en Basic con gran habilidad sobre el teclado. "Tocar"- pensó- "debe ser como teclear; al final tus dedos van solos a por la letra adecuada, y las notas son letras de música. Todo es cuestión de adquirir la misma destreza a través de la práctica"- se convencía a si mismo- "está todo ahí, mis manos, mis orejas, la guitarra, las cuerdas, los trastes, no puede ser tan imposible aprender a moverlos juntos correctamente", y con esa idea y la convicción de que el camino por recorrer tenía años de duración, empezó a investigar por su cuenta los entresijos de tan misteriosa disciplina.


(...)


Estaba en la calle Betis, junto a unos amigos, haciendo tiempo para acudir a la cita con su novia, a la una de la madrugada en la puerta del Ele-Funk. Habían dado las doce, ya era irreversible: había cumplido 30 años, el dígito dos desaparecía de su vida para siempre. Había llegado el momento de las primeras nostalgias.

- Señores- dijo mirando al reloj- oficialmente tengo 30 años.
- Felicidades tío- le dijeron todos, lo abrazaron, lo felicitaron, le sirvieron más copas.

Llevaba su vieja guitarra española, aquella con la que había aprendido solo casi todo lo que sabía, su primer instrumento. Con los años se había deteriorado bastante. A base de errores había ido entendiendo cómo se cuida; por ejemplo, la primera grieta de la tapa había sido producto de dejarla sobre una cama en un sitio donde le dio todos los días el sol ardiente de un verano: la dilatación y contracción de la madera habían tenido esa primera grieta como resultado. Luego vinieron más grietas. A esas alturas, 21 años más tarde, incluso había perdido un trozo de la tapa, pero la seguía tocando, le gustaba sacarla a la calle como guitarra de guerra, dejando las buenas en casa, seguras y bien cuidadas. En cierta ocasión había ido a una tienda para ver si la tapa se podía arreglar fácilmente. Y no, era un arreglo caro. Para ese dinero era mejor comprar una buena acústica, más útil para el estilo que practicaba él. Resultaba más práctico dejar de lado el sentimentalismo y centrarse en lo que es pertinente. En los últimos meses se había visto tentado, en ocasiones, de darle un final apoteósico a aquella guitarra con la que nunca acabó de tener un vínculo sentimental completo y total.

El caso es que cuando quiso irse para acudir puntual a su cita, los demás se empeñaron en que se tomara otra copa. Y bueno, pensó, era su cumpleaños, su trigésimo cumpleaños, algo importante. Aceptó esa copa.

- Venga tío- le decían- y saca la guitarra y toca un poco para nosotros, ¡que ya sólo tocas para público de salas desde que eres un figura!

Pero tras esa copa vino otra, e incluso una tercera, pero esa la rechazó ya del todo y se fue al Ele-Funk. Se le había hecho tardísimo con tanto compromiso, aunque habiendo estado precisamente con su cuñado, pensó que Amalia, su novia, lo entendería. Era su hermano, no cualquier persona, y en el Ele-Funk ella no estaría sola tampoco.

Sin embargo no lo entendió, y sí había estado sola en la calle, frente a la puerta, durante una hora. La bronca fue brutal. Acabaron a gritos. Adiós fiesta, adiós cumpleaños.

- ¿Pero por qué no hay manera de que hagas algo bien?- le gritó finalmente Amalia.

Y él supo entonces con clarividencia lo que tenía que hacer.

- Pues mira- le dijo- observa bien, ¡porque esto lo voy a hacer de puta madre!

Y en ese momento cogió la guitarra, en su funda, y empezó a golpearla contra la acera con todas las fuerzas de su propia rabia, impotencia e histeria. Sentía los crujidos de la caja a cada golpe, y era algo embriagador, como una interpretación en crescendo. Entró en trance y acabó el número saltando sobre la difunta guitarra, reducida a añicos, hasta que no pudo más. Sin respiración, se sentía flotar de satisfacción, y sólo entonces se dio la vuelta para mirar la cara de Amalia y saborear cómo era incapaz de decir nada ante eso, con gesto triunfal y desafiante.

Sin embargo, cuando se dio la vuelta no había nadie, llevaba vete tú a saber cuánto tiempo saltando y golpeando la guitarra Damas preciosa en total soledad, como los locos. Sin público, aquello era una pena. Así que se fue con la funda a cuestas llena de astillas hacia su casa. Estupendo trigésimo cumpleaños, pensó. 

Por un lado le dolía haber asesinado a esa guitarra: por otro, sintió haberse liberado a partes iguales del fetichismo, de la nostalgia y de Amalia. Y ya se sabe, los amaneceres traen consigo un cálido y cegador sol de incertidumbre. Un final brillante, pensó, es mejor que dejarla aburrida sobre un armario por vieja y cutre.

Los trozos sirvieron para la estufa de leña que tenía en su casa. La llama a la llama.

Y a tomar por culo las malas predicciones por parte de gente de poca o ninguna fe...


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