viernes, 18 de marzo de 2016

El juego del acecho y la caza









Recuerdo que huí a la playa aquella noche porque mientras ellos, en aquel campamento entre las dunas y los juncos, hablaban junto al fuego, yo necesitaba otra cosa. Estaba harto de hablar. Estaba harto de mirar hacia el otro lado a través de las llamas buscando unos ojos. Una forma de magia, como una electricidad distinta que cargara el aire con partículas de una extraña polaridad naranja, hacía que mi cabeza tirara de mi cuerpo hacia el cielo, como un globo de helio, pero sin fuerza suficiente para elevarme tras él. Pero me tenía que poner en pie o me volvería loco. Estirar los brazos hasta oírlos crujir. Tenía que buscar la amplitud de la playa. Tenía que ser así. Era un maldito juego. ¿Sería ella, que charlaba entre los demás, lo suficientemente valiente para ir tras de mí, lo suficientemente sensible como para darse cuenta del desafío, lo suficientemente despierta para entender lo que le estaba diciendo? Siempre tenía la sensación de que la compañía de grupo hace que se pierdan los instantes, y me fui a ver si yo me conseguía uno.

El vodka, el aire templado de la medianoche y ese calor alegre con esa presión ligera que se instala en la cabeza y que incita a salirse de uno mismo: recuerdo el paseo por el camino de tierra en aquella oscuridad donde las hierbas se teñían de la luz naranja urbana que reflejaban algunas nubes sobre el suelo: es esa extraña llamada que trae en algunas ocasiones, en forma de rastro, la brisa. El deseo es sólo un espíritu que se transmuta de cuerpo en cuerpo, y sólo a veces, cuando acecha a su presa, pero está indeciso sobre en quién posarse, le delata el olor. Su olor es específico y no tiene nombre. Yo siempre acudía a buscarlo cuando detectaba su desliz para ser presentado formalmente a la esencia de todo lo que me había arrastrado, ser tras ser, más allá de toda máscara y encarnación.

Llegar a la playa, vacía, completamente solo. Ella no venía, claro. Le di un trago largo a la botella de vodka y alcé la cabeza al cielo con un movimiento seco, sólo para sentir mis rizos agitarse al caer por mi espalda. La mayor parte de las veces se desperdician los mejores momentos. Algunos somos tan conscientes de esos instantes perfectos sucedidos jamás, que casi los recordamos mejor que los recuerdos verdaderos. Estiré los brazos, miré al cielo. Bueno. Solo. Allí no hubiera merecido la pena pero aquí, sí.

Las luces naranjas del cercano pueblo de Taganrog ocultaban algunas estrellas, pero el cielo estaba bastante claro. Con el mar de Azov ante mí, miré hacia mi izquierda, a lo lejos: había una luz lejana, casi en el horizonte, un faro tal vez. Cuando hay tanta oscuridad, cualquier luz intensa puede cegarte. Justo entonces noté un movimiento, una sombra que parecía venir corriendo por la orilla. Venía tan rápido, era tan nítida aquella corredora, aquella deportista, que tuve que apartarme para dejarla pasar y comprobar, al girar la cabeza siguiéndola en su movimiento y perder de vista la fuente de luz, que no había nadie corriendo.

Consideré la situación. Me senté en la arena. Bebí más. "Mientras hagan deporte, ¿a mí qué más me da?", pensé. "¿Así te me presentas, corriendo y quitándome de tu camino de un empujón?"

Pero eran estas extrañas bromas del deseo, sus trampas, sus trucos y sus mensajes, su manera de burlarse de mi forma caprichosa de querer las cosas, las que daban contenido a lo que no había dejado de ser un intento de perseguir un sueño volátil, de una noche, sí, de un verano, claro, de un fracaso, en cierto modo. Porque yo era el único que allí jugaba con él, realmente, y no con sus disfraces, aunque se me escapara siempre...

...
...
...
..
..
..
.
.
.

No hay comentarios: