miércoles, 28 de enero de 2009

La metamorfosis de Oli





Cuando Oli regresó al pueblo no era consciente de la etapa difícil que se le presentaba por delante: una de esas transiciones radicales que implican el dolor y la agonía de la parte de ti que se va desvaneciendo en beneficio de esa otra que avanza, el entonces otro gran desconocido, que empieza a nacer y a vivir. Volver de una ciudad como Chicago, con varios millones de habitantes, a esa pequeña localidad de apenas 35.000 ya suponía un shock para Oli. Pero había más cosas. Cuando se marchó había dejado en España a su novia Olga, a la que en realidad, antes de aquel viaje, sólo veía cuando ella venía de Madrid por vacaciones con su familia. Eso le venía bastante bien dado su carácter independiente pero no lo libraba de sufrir en las separaciones; ese sufrimiento, cuando Olga regresaba, se transformaba a los dos días de su llegada en otro distinto, aunque de la misma magnitud, cuando decidir sobre su tiempo libre ya no era cosa suya, sino de los dos. Y entonces empezaba a contar los días que quedaban hasta que se marchara, pero mientras tanto era todo cuidados y atención, quizás por la lástima que albergar esos sentimientos le provocaba hacia ella. Siempre es una semilla minúscula la que dará lugar al roble robusto y enorme.

El caso es que la relación se había roto durante los doce meses y un día que permaneció fuera. Hubiera sido un milagro que hubiera sobrevivido, pues a la edad de dieciocho años, cuando se recurre al amor, sólo se pretende tantear la realidad sin una mayor trascendencia que la teatralidad de lo dramático, novelesco y cinematográfico; y, sobre todo, los cuerpos. Ya a los tres meses de marcharse a Chicago recibió de Olga (por carta) patente de corso para sus diabluras por allí y él, como buen pirata, no tuvo ánimo de escribirle más cartas desde entonces. No mencionar los hechos era una gran mentira para la que aún no estaba preparado, lo que, teniendo en cuenta la metamorfosis en ciernes, resulta cuanto menos cómico. Y dio igual, pues al final en vez de piratear a diestro y siniestro acabó liado con una americana todo el tiempo hasta que regresó a España. Y a esta también le fue infiel, una sola vez, pero lo curioso fue lo mucho que le dolió hacerlo. En los siguientes diez años el Oli que por entonces sólo se insinuaba vagamente se desarrolló, maduró, se envileció, casi se destruyó y al final pasó el testigo al Oli adulto, y a lo largo de este período fue capaz de repetir la pantomima con una frialdad e indiferencia que rozaban lo temerario. El temprano joven-Oli, casi post-adolescente, vivía aún en un mundo difuso por la presencia de elementos contrapuestos que, lejos de proceder de alguna postura filosófica, convivían por estar unos muriendo y otros surgiendo. Era un entramado desordenado con una mezcla de buenas y piadosas intenciones y un deseo de hervir de rabia.

Cuando llegó de Chicago descubrió que, más o menos desde la época en que le escribió la “carta”, Olga salía con su mejor amigo, Óscar, así que todo el cargo de conciencia que había soportado a lo largo de los ocho meses que había durado su relación con la americana se lo habría podido ahorrar; por el contrario, como Oli le había contado a Óscar, con pelos y señales (por carta o teléfono), lo que estaba haciendo por la ciudad del blues, cuando llegó ya se había encargado él de propagar toda la información de manera que, en un grado u otro, todo el mundo en el pueblo supiera lo malvado que había sido, por supuesto incluida Olga. A Oli le resultaba chocante descubrir, primero, que cuando Olga escribió la carta ya estaba con Óscar, y luego comprobar que a pesar de ello al que llamaban cabrón era a él, el que se había mantenido fiel más tiempo y quien sólo pasó a la acción tras recibir el “permiso” de Olga. Así es como se aprende: el futuro vampiro no iba jamás a aceptar las cosas como trigo limpio a partir de entonces.

Olga era católica practicante. Qué ironía encerraba para Oli toda esa hipocresía del pecado y de las apariencias- él, el melenudo, el rockero, el incipiente borracho, el poeta-porreta, el viajero, el sospechoso solitario, cuadraba más con la imagen de perverso pecador que ella; podrían también haber propagado toda la verdad de lo que ellos dos habían hecho mientras Oli estaba lejos, pero no lo hicieron, dejaron a la injusticia ser. Les resultaba cómoda...

Cambiar tanto y regresar a un lugar que no lo hace salvo para mal es chocante, pero surgieron nuevos amigos y nada más llegar empleó todo el tiempo en concentrarse en estudiar profundamente su primera guitarra eléctrica, formar una banda lo suficientemente insultante y gritar bien alto su cabreo total con la vida; y largarse cuanto antes a la universidad para no volver jamás a ese pueblucho lleno de mierda al que nada le ataba. Tantos cambios de sitio con su familia lo hicieron un desarraigado (Guatemala, Badajoz, Nueva York, Córdoba y luego ese maldito, pequeño y correoso lugar) y no sentía apego por ninguna patria salvo por la de su propia mirada.

Así, Jenny, una amiga que había conocido en Chicago, vino a España y se pasó por el pueblo de visita. Al parecer, su hermano, que estaba casado con una Española, conocía a un tipo de allí y quería que Jenny le entregase un paquete de su parte. Oli se presentó en aquella cafetería a la hora señalada y allí estaban, la americana, el amigo español común, y Paula. Oli la reconoció en seguida: era aquella chica que en el instituto pasaba veloz por el pasillo todos los días, tan esbelta e interesante como inalcanzable. Y así, de golpe, sin quererlo ni beberlo, estaba allí hablando con ella, mientras la reunión transcurría divertidamente. Hacía sólo dos días de su regreso, y todo se entremezclaba con la confusión de la readaptación, pero la cosa con Paula fluía con una naturalidad sorprendente y pronto adoptó la costumbre de quedar regularmente con ella.

Paula era una chica solitaria con una personalidad muy particular. No bebía, no se drogaba, le gustaba el deporte, estaba tan inadaptada como Oli al micromundo que allí se desarrollaba, era ecologista radical, vegetariana (afirmaba “no comer cosas con cara”) y quería estudiar algo que la mantuviera unida a la naturaleza, como biología o veterinaria. Oli se reía con cinismo de muchos de sus planes, pero la verdad es que le gustaba mucho; era una chica casi perfecta en todo, inteligente, culta, inquieta, guapa y atractiva, con un físico intachable; desde luego, nada que ver con Olga y sus traumas sexuales con látigos, cruces, clavos y misticismo lacrimógeno aderezado con faltas de ortografía. Pero Paula, como contrapartida, pasaba del sexo y de los hombres; afirmaba con orgullo no haber besado nunca a un chico (y ya tenía 18 años) y no quería que ningún tío la controlara ni que le diera el coñazo. Cuando quedaban se pasaban las horas charlando y charlando; bueno, sobre todo hablaba ella y Oli se quedaba escuchándola, bloqueado. Nunca tenía una opinión digna de serle comunicada sobre la vida a ese nivel, en la superficie terrestre, el de los avatares diarios a los que ella se refería continuamente, y cuando, a veces, ella venía a su casa para verle tocar la guitarra eléctrica él se excusaba con cualquier pretexto para evitar el momento incómodo. No quería hacer el paripé del chico que intenta seducir a la chica con un instrumento ruidoso y falomórfico como si fuera un ritual. La música era sagrada para él y no podía someterse a ninguna servidumbre; si la seducía, tenía que ser por él, no por lo que hacía. Oli se daba cuenta de que no lograba mostrarse o abrirse ante ella, había algo que se le atragantaba en la garganta y lo convertía en una estatua. Como decían los Beatles, Why am I so shy when I’m beside you?

Paula lo invitó a pasar un sábado en una casa en el campo que tenían sus padres, ella y él, solos. Se pasó varios días fantaseando sobre lo que allí podría ocurrir, y anímicamente estaba preparado para tomar alguna decisión o comunicar algo importante en aquella ocasión. Ella, que debió olerse el asunto, cuando lo recogió con la bici le dijo que había habido cambio de planes y que sería mejor que se fueran al pueblo de al lado y luego regresaran, como un buen paseo. En realidad esto tranquilizó a Oli: ya no había tensión ni nada que decidir. Salieron los dos por la carretera y en el viaje de ida Oli le demostró sus capacidades atléticas corriendo a gran velocidad, dejándola atrás a veces; una vez allí, desayunaron en un parque y luego emprendieron el regreso para llegar a casa a la hora de comer. En el regreso Oli sufrió una "pájara" y ella tuvo que ayudarle a pedalear hasta llegar a casa. Oli comprendió que le iba a costar más trabajo de lo esperado alcanzarla en todos lo sentidos, y que, de no ser más cauto, estas situaciones lamentables se iban a suceder una tras otra. Así, pasaron aquel curso tirando y aflojando, Oli corriendo tras ella y ahogándose, declarándole su amor cada vez que se pillaba un ciego y la encontraba (Paula apenas salía por las noches). Por supuesto, esto se convirtió en la comidilla de todos sus amigos comunes.

Pasó el invierno, llegó el verano y con él, Olga. Oli se iba a marchar definitivamente al llegar el otoño, no sólo porque empezaba la universidad, sino porque toda la familia se iba a trasladar a la capital para alivio suyo, pero esta noticia la guardó un poco en secreto. Algo le decía que podría serle de utilidad. Paula se había largado a Córdoba para prepararse para estudiar allí y no regresaría hasta septiembre, pero sólo para recoger el resto de sus cosas. El mes de julio lo pasó Oli veraneando en el pueblo de su madre, en una casa que tenían en la sierra. Oli pasaba las horas plantando pinos mientras escuchaba a los Ramones en el walkman, o se pasaba la siesta en su cama, mirando al techo, imaginándose que tocaba con los Stone Roses mientras escuchaba su primer disco. Don’t waste your words I don’t need anything from you... Palabras que intuyó presagiaban algo inminente.

En agosto regresó al pueblo y, cuando una tarde volvía de casa del batera de su primer grupo se encontró a Olga, con su hermana y su prima, a la puerta de la heladería. Fue un simple saludo sin acritud visible y poco más, pero aquello lo desencadenó todo.

Al día siguiente se presentó en casa de Oli la hermana de Olga, Olivia. Lo llevó a la casa de una de sus tías y una vez allí, con un café por delante, le explicó que su hermana estaba harta de su novio, un tío super absorbente, machista, aburrido, etc; le dijo que ella había presenciado cómo, al poco de marcharse él a Chicago, Óscar le había hablado mal a Olga de él para seducirla, etc. Oli le dijo que muy bien, pero que él no entraba en ese entramado de citas secretas y habladurías de terceras personas, y que la cosa ya estaba bastante podrida a esas alturas. Y punto.

La víspera de su cumpleaños, Oli salió para emborracharse merecidamente y allí, en el bar que siempre frecuentaba, lo estaba esperando Olga, aprovechando que Óscar estaba currando. Oli la invitó a un chupito de tequila y luego se fueron, con varios amigos más, a bailar por ahí. Cuando dieron las doce, Olga se le tiró al cuello y lo besó con el pretexto de felicitarlo por su cumpleaños, y Oli se dejó hacer. Era un dulce sabor el de la venganza, un sabor que hasta entonces no había probado, y lo probó a base de bien, le gustó, y decidió que quería el fruto entero: que ella dejase a Óscar por él.

Olga, dramáticamente entregada, le reprochó en varias ocasiones su historia con Paula, que por supuesto había llegado a oídos suyos; Oli le decía he vuelto como respuesta. He vuelto.

Sin embargo, en los días siguientes ella no se decidía y se acercaba la fecha de su regreso a Madrid; tan sólo lloraba, sobre todo por Oli. Oli se dio cuenta de que pretendía marcharse como si no hubiera pasado nada, así que decidió forzar las cosas. Eligió una fecha perfecta: la víspera de la marcha a Madrid de Olga; así no habría tiempo de que ellos pudieran arreglar nada antes de separarse. Esperó aquella noche en la puerta de la casa de su abuela (donde ella vivía cuando venía al pueblo), sentado entre los coches, a que los dos regresaran de echar un polvo por el campo en el coche de Óscar; llegaron, se detuvo el coche, y entonces Oli se levantó de la acera. Se abrieron las puertas y Oli le pidió a Olga, que ya salía, que subiera arriba, que tenía cosas que contarle a su antiguo amigo. Ella lo miraba con ojos de terror, pero, sobre todo, con ojos de telenovela (realmente le encantaba poder vivir un drama similar en su vida) y subió a toda prisa para seguir el asunto desde detrás de los visillos del balcón. Una vez solos, con toda la familia de Olga mirando por las ventanas, le explicó a Óscar, con una frialdad y precisión total, lo que había ocurrido: que se había tirado varias veces a Olga a lo largo de varios días mientras él trabajaba. Oli pudo ver el odio homicida en los ojos de Óscar conforme pronunciaba despacio, alto y claro (también para los de arriba) las palabras y él las iba recibiendo; sabía que la tensión arterial se le había bajado, que había tenido un amago de desmayo; que Oli estaba dando forma real con sus palabras a la peor de las pesadillas de Óscar. Oli ya conocía algunos de los dolores de la vida muy bien. Y se fue a su casa, una vez hechos los deberes.

En esos pocos días que había compartido con Olga se dio cuenta, definitivamente, de que no la hubiera podido soportar mucho más tiempo de no haber intervenido su amigo en su ausencia. Descubrió lo cruel que él podía llegar a ser, lo perverso y frío en la venganza, y que detrás de todo ello no había una lucha por algo noble, sino por su orgullo herido. Los había jodido sin tener la intención de luego perdonarla a ella. Actuó por maldad, y como jugada maligna le salió de puta madre. El vampiro había casi salido por completo de la cápsula.

Llegaron las fiestas de septiembre y su marcha definitiva del pueblo estaba ya encima. Se fue a una de las ferias de las afueras a celebrarlo, y entonces se encontró con Paula. Estuvieron charlando toda la noche y después, cuando amanecía, se fueron los dos solos a lo alto de una loma. Todo el nerviosismo desapareció y, por primera vez, pudo ser él mismo ante ella. Quizás aún hubiera esperanza. Tal vez ella pudiera detener en el último instante su metamorfosis; al fin y al cabo, ella seguía siendo ella, fiel a si misma y a sus principios, fuerte. Pero temía que todo ya estuviera decidido y hacerle, en la distancia, lo mismo que a Olga. Paula lo besó en la mejilla y se dejó abrazar, y estuvieron así, bromeando hasta el mediodía, cuando Oli la dejó en su casa.

(...)

Pasó un año. El vampiro había salido y florecido. La noche reinaba en el corazón de Oli y nada importaba ya salvo brillar. Estaba en un bar llamado XL, que él frecuentaba mucho, y entró Paula. Se vieron, se abrazaron y enseguida se besaron un largo rato.

- Eres el primero a quien beso de verdad- le dijo Paula.
- ¿De verdad?- (la incredulidad y el cinismo es la enfermedad del vampiro).
- Cuando volví de Córdoba este verano esperaba volver a verte.
- ... - (la cobardía también lo es).
- ¿Por qué no me dijiste nada de que te marchabas? Me dolió muchísimo, me quedé descompuesta, no me lo esperaba cuando me lo contaron, se suponía que me lo tendrías que haber dicho a mí antes que a nadie.
- No estaba seguro de lo que iba a hacer- le mintió haciendo gala de su recién adquirido estatus.
- Aquella noche, en la loma, me hiciste sentir algo por primera vez.
- Ahora no puedo atarme a nadie- le dijo- algo ha cambiado, no es mi momento.

Y siguieron besándose.

Así que ella podría haberlo salvado, quizás entonces. El problema era que Oli ya no quería salvación, se había enamorado de su destino.

Cuando se despidieron la cara de Paula brillaba casi tanto como sus ojos. Oli se preguntó cuánto tiempo tardaría en recomponerse del aluvión de sensaciones y, ya en frío, darse cuenta de que todo había acabado; que el Oli que ella había conocido había muerto. Lo que hubiera dado aquel Oli difunto por oír esas palabras en el momento adecuado, en el pasado; pero, lejos de lamentarse, el Oli nuevo sintió lástima por el Oli muerto, y se alegró de haberse transformado.

Sabía que Paula le odiaría al principio, y que luego sería un eterno recuerdo amargo para ella. Le daba igual.

Ya nada podría salvarlo salvo él mismo, y no quería hacerlo. Al menos la había librado a ella de él, lo que no era poco. Eso nadie se lo agradecería nunca.

Por delante estaba toda la noche por descubrir, brillando con la fuerza de lo desconocido, y él, nuevo, misterioso y resuelto, iba a tomar de ella lo que le correspondía.

2 comentarios:

Jaime dijo...

En la infancia se vive, después se sobrevive...

pilimari dijo...

pues, sabes lo que te digo que Paula es una capulla...

tu historia me ha desconcentrao del estudio...por donde iba, creo que por la televisión antes de la privatización...ofúuuu!!


pd: gracias por la felicitacion, por cierto el video ese..es algo simplemente anecdotico, no se me puede dar una camara y un niño, ago cosas mala (fuera de toda interpreacion pederasta ehhh!)