martes, 23 de febrero de 2010

Un día cualquiera




Suena el despertador. 6.30. Estoy junto a ella, la cama está caliente, en su punto, y los abrazos son más cálidos y reconstituyentes; recargan unas baterías ubicadas no se sabe dónde, aunque ella sigue dormida y los da con el piloto automático. Pero salgo de la cama, es una mierda, en el mejor momento del sueño, pero tengo que hacerlo día tras día.

El aire está helado, toso como un condenado: mi torso no soporta estas fluctuaciones de calor y frío. Busco la ropa en la oscuridad, salgo al salón, cafetera en marcha, taza, cuatro cucharadas de azúcar y café solo doble. Suelo no abrocharme la bragueta antes de ir al baño para ahorrarme tener que repetir el proceso en la meada matutina; el caso es que con frecuencia suelo olvidar esa parte, con las prisas, y salgo a la calle con la bragueta bajada. Hoy, sin embargo, tomo nota de esos descuidos y voy y cumplo con el water mientras borbotea la cafetera. Tengo la cabeza agotada, me acosté a la una tras una sesión de grabación de ocho horas.

Maldición, cuando te cuesta tanto hacer las cosas pierdes la capacidad de maravillarte con ellas.

En este momento es como si en mi memoria, que está a punto de apagarse como un ordenador al que le fallara la corriente, nada luciera, nada estuviera lo suficientemente bien. Es como si sospechara que quizás el trabajo de ayer no hubiera valido la pena. Y estoy hecho mierda, medio derrotado, y tengo que seguir, mantener el ritmo. La cabeza sigue doliendo y el ánimo está bajo mínimos.

Bebo café, fumo el primer cigarrillo, veo las noticias de la mañana. Va a seguir lloviendo.

Me alegro, la lluvia me hace optimista: todos los miles de hijos de puta y cabrones hijos de mala madre sienten aprensión por el agua y la lluvia (o cualquier cosa que les desvista de su amada mugre) y se quedan en casa si pueden. La ciudad se hace más habitable.

Los U-Bets. Hago repaso. El grupo marcha bien, y es como si no me enterara. El peso del agotamiento y el distanciamiento patológico de la vida me tienen a años luz de lo que veo y siento (o des-siento a destiempo; ¿sediento? Puede). Para sentir la vida necesito bucear en mi interior. Sólo ahí la tengo. Es un punto de encuentro donde no veo a casi nadie.

Veo las gafas de sol y el paraguas. Debo cogerlos. Abrigo a la vista, y la bufanda localizada. Miro el reloj. Hay que salir pitando.

Cojo las gafas, las meto en su funda, meto la funda en la mochila, meto el paraguas, me pongo la bufanda, me pongo el abrigo, apago el cigarrillo. Casi se me olvida llevarme el desayuno. Ahora desayuno solo, en el laboratorio. Paso de la cafetería y de los gilipollas que imitan a Ally McBeal compitiendo como bandoleros de buen aspecto (y no siempre). Mierda, apenas tengo tiempo, trinco una viena y una lata de atún, y listo. Voy al dormitorio. Le doy unos tres mil besos, miro su cara linda, maldigo mi suerte por tener que ir a trabajar y salgo, no sin antes tener que buscar las putas llaves y abrir la puerta. Salgo, ascensor, calle, cigarro, kiosco y vieja. Un paquete de lucky. Ella me regala un mechero. Lo hace cada dos o tres paquetes. Gracias.

Cojo el 2, me bajo cuatro paradas más tarde, espero el otro autobús. Me subo. Llego al curro, ficho, me voy a mi departamento. El jefe ya está allí. Me hago otro café en el laboratorio y me lo bebo. Me pongo a currar. Reordenar párrafos, traducir, diseñar presentaciones. El teléfono suena toda la mañana. Apenas puedo relajarme un poco y leer los blogs de los demás. Hay pocas novedades. El teléfono de este despacho es el único que puede hacer llamadas a móviles en todo el departamento, así que nunca estoy solo (para mi desgracia). El jefe apenas me deja tiempo libre, pero voy a desayunar. Solo también. Me gusta así. Me quedo solo y me dejo hipnotizar por el sonido de los aparatos de aire acondicionado y los motores de las cámaras, dejando que mi actividad cerebral vaya posándose lentamente en el cero, en la paz, en la anulación, pero la grabación de ayer me mantiene en vilo, alerta, intranquilo. Algo se revuelve en mi corazón impidiéndome el sueño de los sentidos.

Vuelvo al trabajo. Llega la hora de salir. Milagro. El tiempo es un misterio. Es infinito e inalcanzable, pero pasa. Realmente se mueve.

Vuelvo en el mismo bus, me bajo, camino una calle, me cruzo con los chicos que salen de un instituto. Gritan. Las niñas se ríen. Sienten la vida. Yo me siento muerto casi todo el tiempo, y lo notan. Pero lo peor es que me la suda todo por completo (o casi todo). Cojo el dos. Me bajo tras cuatro paradas. El kiosco sigue abierto. Llego a casa.

El chucho sarnoso me recibe alegre. Siente la vida. No sé por qué se alegra tanto. Bueno, los idiotas son todos felices. Aún así, me gusta su aceptación natural de la vida. No tengo hambre, pero ella llega pronto y me obliga a comer algo. Soy un zombie, estoy sentado en el sofá a punto de apagarme. Me fumo un peta y como algo. Nos volvemos al sofá y decidimos echarnos una siesta de tres cuartos de hora.

Tras la siesta me tienta el café, pero luego no duermo. Hablamos y hablamos y nos ponemos al día de nuestras vidas. Me largo al local. Son las 17.00. Voy caminando. Descubro que no tengo cambio para la máquina de refrescos de los locales de ensayo del pelícano. Compro CDs, que nunca están de más, y cambio el billete de 50. Ahora sí tengo. Llego al local, cruzo la verja. No me gustan los rockeros. No me gusta el aire distinguido que se dan por tener un grupo. Pido al tiempo eterno no haber sido nunca así cuando tenía veinte años. Cuando lo pienso, recuerdo que no lo fui; de hecho, el no serlo formó parte de todos los problemas que tuve.

Llego a los locales. Como siempre, soy el primero. Trinco una lata de coca-cola, abro la puerta con las llaves, le doy a la luz, enciendo el ordenata, monto el rat, lo conecto al PC, inicio Cubase. Estoy agotado, no tengo fuerzas ni inspiración. Me fumo otro. Me pongo a grabar. Pasan las horas. Cada fragmento es un desafío, una prueba, casi un examen ante mí mismo. Entre seis paredes casi iguales, atrapado en un cubo. La luz artificial me va volviendo loco. Acabo. Creo que está todo bien. Lo de ayer no estaba tan mal, al fin y al cabo, pero lo de hoy, ¿estará bien de verdad? Lo he escuchado demasiadas veces para ser objetivo, y mi cerebro funciona sólo lo indispensable. Me da igual. Guardo. Apago. Recojo el rat, guardo la guitarra y los cables. Son las 12.30.

Salgo para casa teniendo que pensarme cada paso. Llueve ligeramente. Me refresca y me despierta, pero hago eses como un borracho de puro cansado. Llego a casa. Ella ya duerme. Me gustaría pararme en el sofá y relajarme un poco, pero tengo que dormir. Es la una y me meto en la cama. Ella se tumba en mi pecho. Es el mejor momento del día. Qué duro ha sido llegar hasta aquí, pienso, pero no se lo digo. Qué duro tirar para adelante. Pronto sonará el despertador. Me meto prisa por dormir. Prisa, prisa, prisa...

Los U-Bets llevamos dos días entre los 50 grupos más escuchados de rock clásico de myspace en España. Necesito descansar para ponerme contento. Ahora sólo parece una alucinación producto de la falta de sueño.

¿Será que los sueños sólo se materializan cuando faltan?

...
...
...
..
..
..
.
.
.

4 comentarios:

So dijo...

Será...o quizás no...
Maldita rutina por la que pasamos todos los días y hace que nos privemos de mnuchas de las cosas que nos gustaría hacer.

Me gustó tu día cualquiera ;)

Quacking-pingüino absort-minded visions dijo...

Gracias, cuánta razón tienes!!

Un saludo, y gracias por pasarte!

ariadna dijo...

moló tu dái cualquiera, directo

Anónimo dijo...

Dúchate.