martes, 2 de septiembre de 2008

Jacinto y la vida-espectáculo

Jacinto, desde el día en que nos conocimos, me contaba por entregas su dramática historia con Dalia. Lo más irritante fue que nunca fui consciente de verla. Al parecer, en mi estado hipnótico habitual, me los encontré un día a los dos y no me di cuenta de que Jacinto iba acompañado por la tan divinizada chica. Era la típica relación indecisa y torturadora, la de Jacinto y Dalia, aunque no queda claro si lo era más para él que para los que lo rodeábamos, los que teníamos que escuchar permanentemente sus quejas y alaridos y reproches y lamentos.

Una de las primeras veces que charlé con él, mientras nos contaba el último episodio de su infortunio, se le derramó, en un ataque de dolor, la cerveza en los pantalones, y no sabía si debía entrar en clase, pues consideraba que los demás se reirían de él al pensar que se había meado encima.

- ¿Creéis que parece eso? ¿Lo creéis? No sé si entrar...

Mostraba el dolor de la duda de Hamlet, y el gesto de su boca, torcida, indicaba el desgarro de su alma.

- No sé si llamar a Dalia, ya la he llamado esta mañana y me ha dicho que no podía verme ¿Creéis que pensarán eso? ¿Serían tan cabrones y morbosos como para creer que me he meado encima? No sé, Uli...

Y se ponía en pié, y se levantaba el jersey para que fuera más patente.

- Tú, si me vieras por el pasillo, ¿Qué pensarías?

Y se volvía a sentar, y se quedaba pensativo.

- Creo que voy a llamarla, ¿no?

Todos le aconsejábamos que no lo hiciera, y eso no hacía sino afianzarlo en su determinación. También insistíamos en que sólo él podría pensar algo semejante de alguien que llevara una mancha de cerveza en los pantalones. Y entonces se levantaba, tras taparse la cara con las manos y lamentarse en silencio, y se marchaba a clase, trasladando sus manos a la parte mojada de sus vaqueros, caminando encorvado como si se estuviera meando o un misterioso dolor se alojara en su vientre.

Lo observábamos hasta que desaparecía lejos, minúsculo, tapándose el paquete. Y la gente se fijaba en él al pasar, y él no se fijaba en nadie.

Jacinto escribía poemas sobre su polla, sobre su operación de fimosis, sobre sus visitas al médico por sus problemas de excesivo tamaño. Jacinto era el gran poeta-polla que escribía pollemas. Al final, después de tanta proliferación fálica pervivió tan sólo el Pollema original, su más celebrada obra. Después de recitarlo a gritos solía invitar a cerveza compulsivamente. Era capaz de beberse dieciséis botellines en una hora en los momentos de más desesperación de su drama personal, de su conflicto con Dalia y su polla. Sí, a veces yo mismo me preguntaba si ella tenía polla también.

Otra vez vino a mi casa y comenzó a contarme otra historia.

- ¿Sabes, Uli? El otro día me fui al médico, porque, ehh... No me puedo poner los condones, ¿sabes?, es que tengo el nabo muy gordo, no quiero decir que lo tenga muy largo o grande, ni dármelas de nada pero... ¡Tengo el nabo muy gordo! ¡Y no me entran los malditos condones! Así que me fui al médico a ver si eso es algo normal, y entré en la consulta, pero no sabía como explicárselo. Me quedé así, un poco indeciso, le dije “Ehh, es que tengo un problema algo conflictivo”, y la enfermera no se iba, y los dos sonreían y esperaban, y me daba mucho corte explicarlo así, delante de ella, y no sabía cómo hacer para que se largara. El médico me dijo “No se preocupe, aquí no nos comemos a la gente”, así que le dije que tenía un problema con mi polla. Y la enfermera dijo “¡Oh, qué chico más gracioso!”, pero por suerte se largó. ¿Te imaginas? La enfermera encontraba gracioso mi problema, tío... Así que ya estando a solas, aunque seguía siendo difícil para mí, me puse a explicárselo. “Verá, es que creo que tengo el nabo muy gordo y no me puedo poner los condones, y tal”, y el médico me dijo que bueno, que no nos precipitáramos. Yo le dije que me habían operado de fimosis a los diecinueve años, que quizá los puntos evitaron que creciera a lo largo y sí a lo ancho, ¿sabes?, ¡y el tío empieza a reírse, empieza a descojonarse y a decir también “oh, qué chico más gracioso”! Y después coge y empieza a hacerme preguntas, “¿Es usted filósofo?”, y luego me explica que le interesaba saberlo porque aquello que le había contado era la típica explicación de un filósofo, y yo le dije que no, le dije, queriendo ser muy digno, “No, soy poeta”, todo ofendido, y el tío coge y vuelve a repetir “¡Ay, que chico más gracioso!”. A esas alturas, no sólo había vuelto la enfermera, sino que traía a otra para presenciar el espectáculo. No sé, tío, no sé, esta mañana he vuelto a llamar a Dalia, pero no quiere verme, no sé, ¿crees que debería llamarla?

- Pero, ¿qué te dijo?- le pregunté yo.

- Que no quería verme, que tenía que estudiar.

- ¡No!, me refiero al médico.

- ¡Ah!, me dijo que me hiciera una foto con una pollaroid y se la llevara, ¿sabes?- su semblante estaba aturdido por la desdicha, su boca llena de pollas- y he venido a ver si me dejas tu pollaroid, y hacerme así la foto de mi polla, y entregársela al médico...

Por desgracia yo no tenía carrete ni dinero, pero le dije que si lo consiguiera él por su cuenta podría contar sin problemas con mi cámara. Pero prefirió olvidarse del tema. Aquello de la foto le parecía muy sospechoso.

En cierta ocasión intenté localizarle para que se uniera a nosotros en un recital, pero no conseguí contactar con él. Algunos días después del recital me lo encontré por la calle.

- Jacinto, te has perdido un recital de puta madre, ¿dónde estabas?
- Me has intentado llamar al móvil, ¿verdad?
- Sí, claro.
- Es que se me ha caído al water.
- ¿Cómo?- le dije medio descojonándome.
- Que estaba sentado en la taza, tenía el móvil en un bolsillo de mis bermudas, y cuando, después de limpiarme, me subí los pantalones, como los bolsillos esos son tan grandes, se salió y se calló dentro, y estaba encendido y se jodió.

Aquello no me extrañaba en absoluto, más que nada porque Jacinto maltrataba su móvil con frecuencia, aseguraba que lo resistía todo, y para demostrarlo lo estrellaba contra la pared de enfrente a la primera oportunidad que tenía durante nuestras reuniones del grupo de poesía en aquel callejón estrecho. Y la verdad es que resistía, pero sucumbió ahogado bajo las heces de su propietario.

Sin embargo, Jacinto compartía conmigo los momentos más amargos de la angustia. A veces me invadía una especie de sentimiento de agotamiento y ansiedad, y me sentía más arropado escuchándole, observando cómo parodiaba toda nuestra pena. Nos lamentábamos juntos con cierta autocomplacencia, también. Nos sentábamos en la calle con una botella de vino y charlábamos así, durante horas, hasta que se ponía el sol, o sobre nuestro sino, o sobre nuestro desgraciado paseo por la vida diaria. Concluíamos con que en realidad teníamos mucha suerte y, así, cada uno se marchaba a su casa bastante recompuesto, y por el camino la gente nos miraba mal.

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1 comentario:

Búfalo dijo...

Joder, todavía me pregunto porqué no nos emborrachamos más veces juntos.
Hubiera sido un puntazo.