viernes, 12 de septiembre de 2008

Los poetas-roedor y el hip hop


Por aquella época, cuando no tenía nada mejor a lo que dedicarme, solía pasar algunas tardes en la Facultad de Filología, y por ese motivo fui a parar allí aquel viernes. Mi intención no era otra que la de hacer tiempo hasta la noche mientras me fumaba unos petardos. Llegué y avisté, en el patio al aire libre que había en la primera planta junto al bar, donde los estudiantes porretas se refugiaban de la civilización y se dedicaban a lo suyo, a Fernando y Rogelio. Guardaba un buen recuerdo de los pocos encuentros que habíamos tenido hasta entonces, así que me acerqué a saludarlos. Fernando se levantó y extendió los brazos, con los ojos desorbitados, buscando solemnidad.

- Te has decidido a asistir a las reuniones del grupo de poesía, tío ¡Fantástico!

Y se levantó, y comenzó a bailar, y lo hacía como una bailaora, con taconeo y contoneo folclórico, dando palmas mientras cantaba, jaleando su propia locura, mientras su voz chirriaba una copla de la Piquer. ¿Por qué a todos les da por Conchita Piquer?, me preguntaba yo, angustiado. Era como una fijación del entorno. Las mentes estaban asmáticas, y desvariaban dentro de sus rancias latas-cráneos con sabor a cobre.

Los alaridos de Fernando resonaban en los cuatro muros que formaban aquel espacio abierto y sus taconeos en el suelo hacían temblar todo el piso, ya que Fernando es corpulento, y su voz grave parecía un eco de sus zapatazos. Parecía un martillo hidráulico lleno de entusiasmo por su propia naturaleza. Los pájaros que se habían posado en las cornisas salían volando espantados. Rogelio permanecía sentado, con su característica placidez e inmutabilidad.

- Es que se ha comido un éxtasis al mediodía- me explicó, con una media sonrisa. Sus ojos expresaban tedio rutinario, con algo de autocomplacencia. Miré mi reloj, y eran las seis y media de la tarde. Ajá.

Ya había oído rumores de que había un grupo de poetas que recitaban sus versos por allí, pero no lo tenía en la cabeza cuando decidí disfrutar aquella tarde en mi facultad. Estaba allí por accidente. Fernando se había alejado de nosotros, e intentaba cantar sus poemas a las chicas que pasaban, cargadas con sus carpetas y sus libros, con aire de ajetreadas. Corrían asustadas con ojos de zoom, más que nada porque ya corrían desde que se levantaban, y Fernando no es de los que temen frenar en seco a alguien y hablar alto y claro, digamos. Es del dominio público que eso irrita mucho a los corredores. Se veía el deseo de huir en la tensión de los ojos de esas chicas, donde Fernando se reflejaba cada vez más pequeño conforme se hundían en lo más profundo de sus cráneos, como los ojos de las águilas, mientras huían, mientras miraban hacia atrás con brillo de vidrio reciclado. Y, a la vez, esos ojos tímidos y huidizos brillaban con más intensidad, parecían ensancharse por la sorpresa.

Entonces Fernando se volvía, desde lejos, y nos miraba, y se partía de risa, como si exhibiera la comicidad de sentirse incomprendido y la agitara como un banderín de tiovivo. Rogelio y yo nos limitábamos a observarnos, compartiendo no sé qué idea u opinión en acuerdo. Parecía que nuestro juego de miradas fuera análogo al proceso de intercambio de cromos entre unos coleccionistas ciegos. Aquel día, aparte de mí, sólo estaban ellos dos. El grupo andaba de capa caída.

- ¿Por qué no recitas algo?- me sugirió Rogelio.

Fernando saltaba entre la gente comportándose como un australopiteco ilustrado, era un simio viviendo una alucinación entre las rocas de un desierto pedregoso, solo en su propia película. Sus interpelaciones eran para nosotros el sustitutivo de un hilo musical donde sonaban temas extraídos del mejor disco del año elegido por el Comité Internacional de Neuróticos, tras largas horas de deliberación.

- No tengo nada escrito. La poesía la dejé hace años. Todo era una mierda. Pero tengo algunos cuentos en casa.

Rogelio comenzó a liarse un porro, la vista concentrada en la actividad de sus manos. Sus ojos, cubiertos por la cáscara de sus párpados, parecían un par de nueces incrustadas en sus cuencas oculares por alguna especie de suerte accidental. ¿Qué serían sus pestañas?

- Pero eso da igual, ¿no?- dijo con aire perezoso.

Rogelio siempre parece replicar con desgana, como si le jodiera o no acabara de creerse nada, todo un enigma por resolver, pero su sugerencia, toda aquella situación, me cogía por sorpresa. Uno corre para refugiarse en el onanismo, pero el entorno pide actos gestuales. Ni siquiera me atrevía a recitar para los perros. Rogelio me pasó el petardo y se levantó camino del bar. En un segundo regresaba con varias cervezas de las que una era para mí. Una contrapartida cálida a su sugerencia, no hay nada como el amor verdadero.

Al regreso de Rogelio Fernando decidió desistir provisionalmente de sus pretensiones con respecto a las chicas. De pronto empezó a mostrar un semblante serio. Se sentó y tomó un botellín, y empezó a mirar hacia algún punto, como si reflexionara. Sentado en aquella silla adoptó una postura que parecía producto de un estudio meticuloso. Con una mano se sostenía la barbilla, pero lo hacía acariciándosela con los dedos, para lo que tenía que mantenerla elevada. Eso le permitía mirar desde arriba. En la otra mano sostenía la cerveza, pero también con la punta de los dedos, con amaneramiento y pretendida despreocupación: preocupado por ser despreocupado. La pierna izquierda descansaba cruzada sobre la derecha, y él se mantenía medio reclinado en aquella destartalada silla de aula, todo serio y reflexivo, lo que infundía una especie de estupefacto respeto. Entonces descubrió que lo observaba y me miró a los ojos y pareció leerme el pensamiento. Súbitamente su cara explotó en otra cara, y, una vez muerto el tipo serio de unos instantes atrás, su mirada brilló de nuevo con alegría. La tristeza se había desintegrado merced a una voluntad esclava de la inconstancia. Comenzó a reírse solo.

- ¡Jaa, ja, jaa! ¡Eres la hostia, Uli! Me voy a liar otro porro, ¿os parece?

Como creyó percibir que aquello no nos perturbaba demasiado, cambió el tono de voz y añadió,

- No, en serio, ¿vale?, hay que hacerlo, ¿no, Rogelio? ¡Fumarnos los porros como auténticos poetas marineros!

Parecía que nos fuera en ello una misión divina, que de este modo nuestro ensueño cannabico sería el timbre-despertador que redimiría a las masas. Actuaba como si fumarnos aquellos porros tuviera una trascendencia metafísica. Rogelio resopló, lo que era un sí con recelo. Los resoplidos de Rogelio dan una amplia gama de matices expresivos.

Entonces apareció Alex. Entró por la puerta del patio, siempre con su ceremonia festiva. Tocaba la guitarra, que colgaba de sus hombros con una bandolera, y llegó cantando. Llevaba su violín metido en una funda, acoplada a la espalda. Venía de sus clases en el Conservatorio. Fernando, que sentía un profundo respeto por Alex como artista, adoptó una nueva expresión de gravedad y se puso a apoyarlo tocando otra vez las palmas como si fueran las palmas de Dios, y creyera en los actos trascendentes donde nada es inocente y todo tiene un efecto sobre todo; como si en caso de no ayudar a Alex en su particular cruzada contra el apelmazamiento mental, machacando las palmas de sus manos con alma y espíritu, algo pudiera torcerse en el cosmos. Como era de esperar, su entusiasmo acabó estallando en alaridos y gritos, y se puso a bailar mezclando rock y tai-chi.

Me levanté a por más cerveza. A veces las cosas llegan sorprendentemente temprano, y los horarios son para los monjes.

Cuando volví con las cervezas Fernando se puso manos a la obra con la grifa, de nuevo. Alex se sentó, me pidió un trago de mi botellín, le señalé el que le había traído para su completo y exclusivo disfrute, a lo que exclamó ¡Ajá, muy bien, gracias!, le dio un largo trago y se dispuso a seguir tocando. Aquel día no parecía tener ganas de charlar. Fernando procedía, me miraba y asentía.

- Claro, tío, claro...

Cualquiera que fuese la idea que pasara por su cabeza, creía encontrar el acuerdo en mi mirada. Su cuerpo era un saco electrificado, un movimiento espasmódico permanente. Sobre nosotros, en el aire que nos rodeaba y abrazaba, la tarde daba sus últimos suspiros y el cielo jugaba a vestirse de verde esmeralda, de naranja fuego, de azul marino, en un proceso de agonía. Se podía sentir cómo comenzaban a agitarse los demonios de la noche, escondidos en sus madrigueras. Sin embargo, todo el mundo fingía no darse cuenta de ello. Los botellines vacíos se apelotonaban poco a poco en el centro de la reunión, donde en otra situación ardería una hoguera de campamento. Parecían ser nuestra fuente de calor. Pensé que éramos surferos esteparios celebrando nuestra particular barbacoa playera. Por arriba cruzaban el cielo bandadas de aves migratorias, que apartaban la vista de la ciudad.

Estábamos todos sentados alrededor de aquella extraña pira, mientras hablábamos, cantábamos o tocábamos la guitarra, pero nadie hablaba de los pájaros. Subíamos a la embriaguez, despacio, cada uno por separado, en nuestros ascensores uniplaza, mientras charlábamos para mantener entretenidos los músculos faciales, y en aquella farsa que no engañaba a nadie Fernando ejercía de maestro de ceremonias. Fue entonces cuando llegó Ángel. La reunión comenzaba a adquirir perspectivas realmente alarmantes.

-¡Holaaa, chicos! ¿Alguien me deja hacerme un porro?

Ángel era un viejo conocido de los tiempos en que él asistía a clase por las mañanas, un par de años atrás. Por aquel entonces yo asistía al bar, aunque oficialmente no era más que otro estudiante de filología, pero eso de estudiar ocurría de hecho tan sólo durante dos semanas al año. El resto del tiempo me dedicaba a disfrutar del aire libre, a sumergirme en monólogos de soledad y a permanecer sentado o reclinado, siempre que fuera posible. Fernando accedió inmediatamente a la sugerencia de Ángel.

- ¡Claro, tío, claro! Toma, mira, es buen hachís que acabo de comprar en el Cerro del Águila- dijo con templada seriedad.
- ¿Habéis ido esta tarde?- preguntó Ángel, algo jodido ante la posibilidad de haber perdido la oportunidad de acompañarnos para abastecerse en serio.

Es interesante cómo las afirmaciones de Fernando parecen implicarnos automáticamente a los demás, ya que ninguno de nosotros había ido con él a pillar hachís.

- No, bueno, ¿sabes?, en realidad es la que nos hemos estado fumando esta mañana... Fui a comprarla ayer- resopló un poco, con algo de tristeza. Rogelio nos contagia a todos.

Ángel pareció expresar con la inmutabilidad de su cara que en ese caso el hachís le parecía sólo normal. Lo miraba fijamente, impasible como un maniquí.

- ... pero tengo para al menos una semana, por eso digo que acabo de ir- continuaba Fernando- Yo me entiendo... En fin... No me he movido de aquí desde esta mañana, cuando nos comimos el éxtasis.

Ángel me miró, y comenzó a reírse. Yo me limitaba a atar cabos. Volvió a mirar a Fernando.

Mientras, Rogelio, ajeno a la conversación, dibujaba un garabato en un trozo de papel, todo frágil e inmóvil en su asiento de madera. Estábamos casi en penumbra. En el cielo se acercaba el telón del ocaso. Ya estábamos bastante morados y nadie se decidía a ir hacia el interruptor de la luz, que sólo estaba a treinta metros de nosotros.

- Así que te has quedado aquí desde que te dejé al mediodía- dijo Ángel, entre sus propias risas. Rogelio emitió un breve pero potente resoplido, sin levantar la vista de su dibujo.

- ¿Y ni siquiera has comido?- añadió, pero esta vez sin reírse, a la vista del nulo efecto que habían causado las risas de antes, que pretendían ser contagiosas.

- No, mira- contestó Fernando con cierta y visible incomodidad. Odia ser auscultado- ¿Qué te parece si voy a por más cervezas? ¡Te invito a una, venga, pero cierra la boca!

Sin esperar respuesta se levantó con aire de bailarín, y después de un pequeño paso de baile (que incluía un giro que culminaba en un salto) se lanzó a toda velocidad hacia el bar. Alex había hecho lo propio antes de que se levantara.

- Oye... yoo, si quisieras, también, ya sabes...

Rogelio le hizo un leve gesto al pasar junto a él, el justo. Hasta el viento suplicaba un poco de solidaridad. Al llegar a la puerta del bar Fernando se detuvo y nos gritó, completamente ajeno al mundo.

- ¡Ahora sé lo que quiere decir! ¡Ja, jaa! ¡Sois la hostia, tíos, la hostiaa!

Antes de acabar la frase se introdujo en el bar, donde la concluyó. Sus gritos reverberaron con una potencia alarmante en las cabezas de la gente que lo llenaba, que además recibieron un mensaje incompleto. Es extraño, pero se podían oír sus miradas de reprobación desde fuera. Había un cierto ambiente de fiesta allí dentro, pues era viernes y la cerveza costaba sólo sesenta céntimos. Supongo que eso lo explica todo. Pero no había lugar para escándalos en esas celebraciones. Claro que eso le era indiferente a Fernán, claro. Clarito como el agua.

Entonces Ángel se percató del minúsculo trozo de hachís que le había dado Fernán, y me miró estupefacto.

- Uli, este tío está fatal. Yo estaba aquí cuando se comió la pastilla esta mañana. Después de media hora no hacía más que decir que no le subía. Cuando volví de pedir una cerveza me lo encontré de pie, en medio del patio, con Tony, bailando y cantando, con la cara desencajada. Tony también se puso a tono ¿sabes?. Y ahora quiere me haga esta cañita de mierda...

Yo los miraba a él y a Rogelio, paulatinamente, y me preguntaba por qué ocurrían estas cosas sin estar yo. Había pasado el día vagando por mi dormitorio, arrastrándome por mis libros, mis discos y mis guitarras. Alex seguía cantando. Resulta que Rogelio no dibujaba, sino que escribía un poema.

- Bueno, yo siempre he sido de los amantes de las cañitas- repliqué- Me gustan las subidas graduales, y no quedarme mongolo con sólo dos caladas de un megaporro de esos que te haces tú, pedazo de animal.

Mientras yo le decía esto, Ángel empezó a reírse. No hay nada como las palabras de afecto.

En esto volvió Fernando, con una amplia sonrisa en la cara, los brazos solemnemente extendidos al frente sosteniendo las cinco cervezas con las dos manos, a la altura de la barbilla.

- Tomad, tomad, ¿no Uli?, sí, ¿no Rogelio?, ¡Ja, jaa! ¿Eh, Ángel?, Alex, toma y toca- en esto se sentó y añadió con satisfacción, todo su pecho extendido ante nosotros como un mapamundi- ¡Bueno, síi...!

Todos brindamos.

- ¡Por la poesía!- gritó Fernando, y se disponía a recitar otro poema, esta vez para nosotros, cuando le interrumpió Ángel.

- Oye, dame un trozo más grande, ¿no? Con esto no hay ni para empezar.

Fernando pareció sentirse algo ofendido. Se levantó de un salto.

- ¡Cómo que no! ¡Ahora mismo te demuestro que, si se hace bien, una cañita es tan efectiva como el más grande de los porros!

Se lo decía con la conciencia de ser poseedor de inquebrantables principios. Se lo decía, por tanto, con gravedad y urgencia. Trasladó enérgicamente la silla junto a la de Ángel, levantándola en el aire con un solo brazo y golpeando sonoramente el suelo al depositarla en él de nuevo, como si ese gesto enérgico añadiera convicción a su propósito, y se sentó, y se pusieron los dos, muy interesados, a sumergirse en el apasionante mundo de la ortodoxia cañística. Ángel, de todos modos, no se dejaba impresionar por los números marciales de Fernando. Aproveché la ocasión para acercarme a Rogelio.

- ¿Has escrito un poema?- le pregunté.
- Sí, bueno, un poemilla- dijo con dejadez, concluyendo la frase con un resoplido de hastío.
Lo animé para que me lo leyera. Lo leyó, claro. Clarín clarinete.


La boca fresa de los caudales agua,
sinfónica la danza de tu cuerpo dividido en manantiales,
caos divino vuelo enjambre de insectos-aves,
caos divino enjambre de libélulas-ducha,
lluvia-manantial la tersa seda,
columna-valle,
cabeza qué erguida,
qué enjambre de luciérnagas,
caos divino vuelo-enjambre de libélulas ducha.


Parecía recitar con un deje de culpabilidad. Hay que aclarar que Rogelio recita casi siempre pidiendo perdón por existir. Como por aquel entonces apenas lo conocía, aquello me chocaba mucho. Fernando, que había estado atento, gritó al cielo.

- ¡CAOS DIVINO VUELO ENJAMBRE DE LIBÉLULAS DUCHA!

Una chica que pasaba cerca sumida en su paseo-carrera rebotó, con toda la “sinfónica danza de su cuerpo dividido en manantiales”, asustada por los repentinos e inesperados gritos de Fernán.
Acto seguido le daba las instrucciones pertinentes a Ángel.

- Tienes que quemarlo más, no pares todavía.
Rogelio me miraba con una cierta especie de tranquilidad.

- ¿Cómo te van las cosas, tío?- le pregunté. Siguió contestando con dejadez.
- Bueeno, estoy perdido en mitad de la carrera.

Le pregunté inmediatamente cuál.

- Estoy en filosofía- Ah, eso lo explica todo, ah. ¿Ves?, y ahora tienes que deshacerlo hasta que todo sea fino polvo de hachís, así. Le pregunté en qué curso.
- Estoy perdido entre segundo, tercero, cuarto. En este punto se quedó un poco pensativo- No sé si hay alguna de quinto. Mis padres contemplan seriamente la idea de echarme de casa.

Como dijo Marx, cuando los hechos históricos se repiten lo hacen pasando de tragedia a parodia. La historia está llena de casos de filósofos que, o bien son expulsados, o son ejecutados, o son vendidos como esclavos. Parece haber en todas las sociedades un cierto placer común en sacrificarlos. El caso de Rogelio tiene los tintes de una tragedia de tintorería, una desgracia de sala de espera de dentista. Pensaba en todo esto mientras Rogelio daba un largo trago a su cerveza. Cuando acabó sonrió un poco y resopló para evitar soltar una carcajada. Como tenía la boca húmeda, este resoplido sonó a borboteo, y la barbilla se le llenó de babas. Se secó con la manga del jersey y miró hacia otra parte. Ahora que no queda ninguna piedrecita tienes que mezclarlo bien con el tabaco. Y qué más da la academia, pensaba. Las carreras universitarias no son más que un proceso administrativo rutinario y fraudulento.

- Os vi tocar en mi facultad hace un mes- dijo entonces, para mi sorpresa.

Claro, hombre, hacía un mes que Alba, Alex y yo diéramos aquella especie de concierto en la Facultad de Filosofía.
Alex me llamó por teléfono un martes.

- ¡Uli, tío, tenemos un concierto, tenemos un concierto!

Alex y yo ya solíamos tocar juntos los fines de semana y ya solíamos emborracharnos y colocarnos con regularidad, también. Ya habíamos pasado la etapa de los encuentros fortuitos y ahora todo era meticulosamente premeditado. Ya recordábamos nuestros nombres y todo. Ya, ya, ya.

- Perfecto tío, ¿dónde es?- le pregunté interesado.
- En la Facultad de Filosofía. Nos lo ha conseguido una amiga mía que está en el Aula de Cultura. Por lo visto celebran la Semana Cultural.
- Bueno, ¿y para cuándo es?- volví a preguntar.

Alex no suele entender tantas preguntas, prefiere dejarse llevar, de modo que me contestó algo irritado.

- Mañana, tío, mañana, ¿no te parece bien?
- Bueno, un poco precipitado, ¿no?- le contesté.
- Vamos a vernos esta tarde y te lo cuento todo.

Cuando nos encontramos me explicó que una amiga suya, Alba, iba a cantar con nosotros, pero íbamos a ensayar con ella al día siguiente, tras el almuerzo, a tan sólo dos horas del concierto. Le pregunté por otros músicos, por el equipo, pero me dijo que estaba todo solucionado y no quiso contestar a más preguntas. Cuando me mostró la lista de canciones que había decidido incluir, me encontré frente a catorce temas que no había tocado en mi vida. Algunos ni tan siquiera los había oído.

- Pues a trabajar, no se hable más- me decía.

A trabajar, mientras iba y venía de comprar cerveza y no paraba de liarse porros. Aquello me parecía cada vez más imprudente. En aquella época me consideraba un músico de cierta calidad que no podía permitirse el lujo de hacer el idiota delante de tanta gente. Permitirse el lujo. Frené en seco en ese punto.

Consideré detenidamente las palabras que habían pasado fugazmente por mi cabeza. ¿No es El Lujo lo que todos ansían en el mundo-barbitúrico? Cansado como estaba de la pose de suficiencia que había soportado a tanto rockero de dormitorio y que, de un modo u otro se me había contagiado por arte de un simiesco instinto de imitación co-estulta, ejecutar públicamente la seriedad de detrito musical que hasta entonces había enarbolado sabía a derroche innecesario, a suicidio artístico, como un verdadero lujo digno del millonario más notorio. Me decidí a suicidarme públicamente. Me gustó la idea.

En fin, tocar Aleluya nº5 de Aute, dos temas de Cream de Eric Clapton, Lucy in the skies with diamonds de los Beatles seguida por Si la vida fuera un sueño de El Lebrijano, por poner ejemplos del repertorio ideado por Alex, constituía la oportunidad perfecta para hacerlo.

Aquella tarde nos dedicamos a preparar aquellos temas lo mejor posible. Me dijo que para el día siguiente lograría traer un batería y un bajista, con equipo y todo. Alex resulta muy convincente cuando se entusiasma y no se le conoce bien. Aquella vez me lo creí todo. Cuando a la tarde del día siguiente llegué al lugar donde habíamos quedado, que era en la puerta de la Facultad de Historia, me encontré con Alba. También se había tragado todos los espejismos. Alejandro llegó tarde, y sin músicos ni equipo. Nos fuimos al césped del jardín de la facultad y la pusimos al corriente de todo, rodeados por el aire limpio de una tarde preciosa y agradable. No me explicaba cómo accedía tan resueltamente a ser partícipe del atentado musical que perpetrábamos, creía que se desmarcaría durante el ensayo al prever el desastre que se avecinaba; sin embargo, conforme íbamos viendo por encima cada una de las canciones la cosa pareció gustarle.

Nos encaminamos hacia Filosofía, y Alex y yo nos bebimos allí, en el bar, dos copas de cognac, y ambos nos pusimos sendos gorros de lana, sendos pares de gafas de sol de enormes espejos y sendas corbatas estampadas con toritos de Osborne. Alba se limitaba a mirarnos, a sonreír y a esperar en silencio a que nos decidiéramos. Me pregunté de dónde la habría sacado Alex. Por un momento visualicé un mago extrayéndola de una chistera. Alex, el voluntario del público, agraciado con tan honorable presente.

Salimos al escenario después de un grupo de hardcore. Trinqué a uno de los guitarristas justo cuando se iba para que me prestara su amplificador, cosa que hizo, y suspiré aliviado. El Salón de Actos estaba lleno y el público aún vibraba por la potencia de la música que acababa de cesar. Hicimos la prueba de sonido mientras la sala permanecía llena. Tardamos mucho, pues Alex se había empeñado en poner un pedal de chorus en su micrófono, algo que sonaba horrible y que le daba el aspecto de estar comiendo magdalenas mientras cantaba, pero no había forma de sacarle de aquella obcecación. Cuando por fin lo arreglamos todo, comenzamos.

Y tocamos tal como me lo había imaginado. Alba estuvo en medio de nosotros, muy tranquila, mientras actuábamos como unos recién llegados de un pabellón psiquiátrico. Al terminar de cantar Lucy, justo cuando Alex había iniciado con un racheo el tema de El Lebrijano, apareció la organizadora y nos rogó que termináramos, aludiendo a estrecheces de tiempo y no sé qué de una representación teatral. Alex se puso de rodillas frente a ella, en el escenario, con el público esperando, y le rogó que nos permitiera tocar una más, tan sólo una más. Ante semejante ejercicio de humillación no pudo negarse. Acabamos con una composición de Alex, Banzai, y la cantó como si se hubiera tragado una albóndiga ardiendo.


¡Banzai! ¡Banzai!
¡Follar por el culo es lo mejor que hay!

Terminó la canción con unos alaridos ininteligibles y lanzando el pie de micrófono al público de una patada. Por un momento pensé que había matado a alguien. Temí también que nos fueran a currar en serio los filósofos exaltados, pero el único damnificado fue el micrófono: desde entonces emite una especie de zumbido cada vez que lo intentamos utilizar. Quedó abollado como un cucurucho servido sin mucho interés. Como todas nuestras cabezas.

Cuando salíamos del escenario aún se podían escuchar gritos aislados de banzai entre el silencio del sector minoritario del público que no se había marchado. Los habíamos echado a patadas a base de ineficiencia y falta de seriedad, respeto y dignidad. Habíamos sonado como un despertador que en lugar de timbre electrónico tuviera un cencerro oxidado. Y así acabó la maldita seriedad de fingidor. Claro, hombre, hacía un mes que Alba, Alex y yo diéramos aquella especie de concierto en la Facultad de Filosofía.

- Vaya- me reí sorprendido- así que tú también estabas allí.

Me intentaba imaginar a Rogelio, sentado pacíficamente mientras nosotros aniquilábamos todas esas canciones. Parece estar siempre donde fluye la histeria colectiva, oportuno como el silencio de su testimonio. Rogelio, el testigo eterno de todas las cosas, el de las actas blancas, el de la memoria vacía. Y el que lo recuerda todo sin guardar nada para los demás.

-¿Y qué te pareció?- le pregunté.
- Bueeno- y resopló para comedirse- estaba bien.

Hizo una pequeña pausa, con su mueca bilabial en completa tensión.

- Fue divertido, sí- concluyó, y sonrió ligeramente.

Fernando y Ángel ya habían terminado de liarse la cañita mágica.

- ¿Ves, tío? ¡Hacerse los porros con tanta grifa es una soberana estupidez!

Ángel fumaba y asentía, sorprendido, iluminado por la sabiduría de Fernando. Aquello era algo serio, podía suponer un cambio radical de hábitos en la vida de Ángel, y Fernando lo sabía, y actuaba en consecuencia, sin miedo. Fernán llevaba toda la vida preparándose para soportar la carga de la responsabilidad de cambiar la vida de todos sus semejantes de una forma tajante y radical. Situaciones como esta le parecían el comienzo de la revolución que lo elevaría a las cimas de la adoración universal. No creo que le hubiera importado ser objeto de obediencia ciega al modo de los ayatolahs de Irán.

Alex, mientras tanto, se levantó para ir al baño y dejó su guitarra descansando en la pared. Su guitarra desamparada me infundía una sensación difícil de identificar, una especie de reconocimiento de la santidad, como un icono sagrado que representara la existencia de Alex y el sentido de su vida. Permanecía apoyada en la pared, solitaria, aquella caja de madera que en sus manos trascendía su propia materia, aquel fetiche tan adictivo para él. Precisamente por eso consideraba un privilegio que su amistad me otorgaba el poder disfrutar de su guitarra sin necesidad de pedírsela. La tomé y me puse a tocar blues.

Alex regresó, pero traía más cerveza, algo imprevisto pero en absoluto reprochable a nuestro juicio.

- Claro, Alex, claro...- dijo Fernán con aire distraído.

Estaba sumergido en una conversación con Rogelio sobre poesía persa, para lo cual disponían de un libro de Omar Hayyam con sus famosos poemas sobre el vino. El gran argumento de Fernán para defender a la cultura musulmana de las inadmisibles acusaciones de despreciar el vino y el alcohol en general. Estaban rescatando poemas que habían seleccionado en sus lecturas íntimas y que deseaban comentar juntos. Los tenían marcados con dobleces en las páginas, o simplemente conocían con exactitud su ubicación en la obra, o elegían uno al azar.

- La verdad es que estaría bien beber vino- dijo Rogelio poco después, interrumpiendo así el discurso de Fernán, que ahora versaba sobre el error de los que identifican Islam con integrismo y viceversa, y en el que se estaba acalorando solo.

- ¿Vino?- dijo Fernán, algo sorprendido por ser interrumpido, mientras sostenía la cerveza que acababa de traer Alex, y miraba la recién servida que Rogelio disfrutaba sin pudor.

- ¡Claro, tío, vino!- dijo Rogelio.

Fernando nos miró a todos, algo confuso, buscando ayuda, pero pronto recobró su compostura y su seriedad, y contestó que podía perfectamente pedir una copa de vino en el bar de la facultad. Pero Rogelio se refería a que sería razonable comprar un buen Rioja en un supermercado aprovechando que aún estaban abiertos. Hay que saber interpretar a Rogelio. Se estaba planteando la cuestión de partir por fin a la locura de la noche.

Mientras tanto, Alex y yo tocábamos juntos. En algún momento Alex había dicho ¡Acompáñame con la guitarra y toco el violín, no se hable más!, de modo que ya llevábamos un rato sumergidos en una larga improvisación musical. Mientras tanto Ángel se deleitaba en escuchar por un lado los poemas sobre el vino, en versión bilingüe y por otro lado la música. Fernando ha sido siempre muy dado a leernos los poemas primero en su versión original en árabe clásico, y después su traducción, aunque no entendamos nada de la primera.

- Es importante que disfrutéis de su sonoridad- suele añadir. Fernando se justifica casi siempre.

Cuando paramos de tocar y descansábamos fumando un cigarrillo, me detuve a observar el cielo abierto, a disfrutar del frescor de la noche que llegaba. Ya eran las ocho, el sol se había puesto y apenas podíamos vernos las caras. Y yo no era el único a quien ya le apetecía cambiar de lugar: Fernando me sacó de mis divagaciones atmosféricas con nuevas declaraciones de intención.

- ¡Escuchad! ¡Vamos a ir a mi casa para que yo pueda cenar, y después nos marcharemos por el centro! ¡Hay un concierto gratis! ¡Bailaremos y agobiaremos a las chicas! ¿Qué os parece?

Todos se miraron con mucha pereza. Fernando permanecía en pie, con expresión de búho, deseando iniciar la peregrinación. Yo me levanté enseguida mientras Alex guardaba diligentemente todos sus bártulos, y todos nos pusimos en marcha, pues había que darse prisa en atrapar un supermercado abierto. Entonces reparé en que finalmente había sobrevivido al largo hastío de la tarde con bastante éxito.

Aunque, eso sí, se trataba de un éxito con contrapartida, porque dado el ritmo de consumo que habíamos mantenido caminábamos por los pasillos de la facultad, atestados de gente que salía de las aulas prestos a iniciar el fin de semana, dando eses y riéndonos como macacos mareados. Cuando salimos a la calle, el olor fresco del césped recién cortado era tonificante, y caminar reactivaba la mente después de permanecer sentado en penumbra durante tanto tiempo; en este contexto, las luces de las calles y los escaparates tenían un efecto reanimador gracias al efecto-lupa que el alcohol y los porros provocan en la vista. Como si hubiera salido de un agujero muy profundo, el bullicio y el movimiento de las avenidas a esa hora devolvía una especie de optimismo sin argumentos al espíritu, aunque el motor de ese movimiento no fuera otra cosa que el afán de los ciudadanos por consumir más que los demás, con la misma motivación con que el absurdo de los deportes, donde el esfuerzo físico se premia con una miserable victoria moral que nada tiene ni de victoria ni de moral, se impone.

Fernando iba por delante, pero a cada paso, a cada chica bonita, se volvía sin detenerse, caminando hacia atrás, tropezando con los deportistas de la compra que lo miraban mal. Alex, que iba detrás de nosotros, caminaba y tocaba la guitarra, y yo llevaba su violín cuidadosamente metido en su funda. Desde hacía un tiempo yo me ocupaba de vigilar que no dejara olvidado ninguno de sus instrumentos en ningún sitio. En su haber constaban ya tres guitarras y dos violines extraviados en diversos puntos de la ciudad, en diversas catalépticas ocasiones. Rogelio caminaba cabizbajo, con su característica media sonrisa y su silueta de delgada columna pintada de negro.

- ¿Cómo va eso?- le preguntaba, y él me contestaba- La Voluptuosidad, tío, la Voluptuosidad...

Antes de llegar a casa de Fernando, pasamos por un ultramarinos donde compramos el vino. Al final, nos conformamos con Valdepeñas, que era el elegido las más de las veces. Rogelio solía juzgar con mucha seriedad y exigencia las botellas de vino que se ofrecían en las tiendas, pero su especialidad era la de rescatar de entre los etiquetados como peleones los vinos aceptables, y no fallaba. En cierto modo entendía de vino. Ya he mencionado que Rogelio sorprende siempre con nuevas facetas desconocidas. Después del sibarítico proceso de selección, que nos tomó unos diez minutos, partimos con dos botellas y llegamos al portal de la guarida de Fernando. Vivía, como siempre, en un ático. Su refugio-nube.

Tras seis pisos, en estado de amargura respiratoria, coronamos la cima que era la cueva de Fernán, su Torre de babel.

- Pasad, pasad. Pasad al salón, yo enseguida voy con vosotros. Poned lo que queráis, y leed lo que os apetezca: está todo en la estantería, ¿Eh, Uli?, yo vuelvo ahora con el sacacorchos y los vasos.

Era un salón muy confortable que daba a un amplio balcón con una vista privilegiada de la catedral, la ciudad y los alrededores. Ángel se sentó y se puso a trabajar un petardo que previamente le había dado Rogelio. Rogelio hojeaba los libros en pie, sosteniéndolos muy cerca de la cabeza, gacha, de modo que parecía estar encogido sobre sí mismo pero estirado a la vez en toda su longitud. Yo rebusqué entre sus discos y sus cintas, y puse una vieja cinta con una etiqueta que decía The Beatles. Puse la música bien alta y salí a la terraza para disfrutar del paisaje, de la música, del viento fresco y de un cigarrillo. Me sentía bien allí y empecé a reflexionar sobre la belleza de las cosas más sencillas y las vivencias que merece la pena experimentar. Sentí deseos de leer un poema que llevaba en un bolsillo. Todos mentimos y en eso era un especialista.

Cuando volví a entrar ya estaba circulando el porro, y el vino estaba servido, y Fernando engullía con voracidad unos macarrones calentados al microondas.

- Disculpadme, de verdad. Es que mi casera me deja la comida preparada, y tan sólo hay un plato, y no he comido en todo el día y...
- ¿Va incluida la comida en el alquiler de tu habitación?- le pregunté interrumpiéndolo.
- Sí, sólo pago- en esto se detuvo para tragar- sólo pago trescientos al mes.
Compartía el piso con dos estudiantes más, que solían desaparecer en diversos viajes durante los fines de semana dejándole campar a sus anchas por la casa, y el ático estaba en pleno centro.

- Qué potra tienes, Fernán...- le dije, riéndome, a lo que él contestó asintiendo con la cabeza, serio, con la boca llena.

Brindamos y nos pusimos a disfrutar el vino. Rogelio bebió un trago y lo juzgó.

- Bueeno- y sonrió, esbozó su mueca bilabial y resopló todo a un mismo tiempo oclusivo- está bueno, está bueno.

Luego se encogió de hombros y, con un movimiento algo afectado se lanzó a curiosear los discos.

- Oh, tienes a Mahler- dijo mientras paraba la cinta y lo ponía.
- Sí, tío, me encanta Mahler, es alucinante de verdad, me encanta la segunda sinfonía- y nos quedamos callados escuchando, interferidos tan sólo por los continuos gestos de aprobación que Fernán dirigía al equipo de música, como si fuera el artífice y el intérprete de semejante creación.
Cuando todos habíamos vuelto al trance silencioso de minutos antes, me levanté por sorpresa y recité aquel poema para todos, en aquella habitación viciada con humo dulce.


Trepar por el misterio del silencio y la distancia,
como si la fragancia de un beso manara de la cima de un destello,
y la de la vida, de la comisura de un beso.

Ascender precipicios subido en botas de clavos
y esculpir surcos en las rocas que vigilan los prados:
escribir las líneas del tiempo silbadas en el aire
como arañazos del baile con que se escapan los instantes.

Cantar zarpazos de mis pasos por la música del frío
y peinar las plantas y la tierra con pentagramas vacíos;
explorar la caída del crepúsculo que tiñe de naranja
el temblor de tu rostro que la manda y la hace suya.

Escondido bajo su lluvia de luz,
que es el cantar de las alturas;
oculto entre los astros que se aman
en el fluir de las mareas:

canto una luz de mar al son
del sol de una mirada tuya.


Cuando terminé Fernando se puso a aplaudir, con un macarrón colgándole de la boca.

- Muy bien, Ulii- dijo Ángel, sentado en un sillón con un porro en la mano, como un señor.
- Está bien, sí...- dijo Rogelio tímidamente.
Y seguimos así, apurando copas, charlando o callando, leyendo o recitando, en aquella sala iluminada con una vela, por cuya ventana entraba el frescor de la noche, el murmullo de la urbe y el brillo de las estrellas, que parecían tan cercanas, y a cuya corriente respondíamos con nuestra respiración ralentizada, los ecos de la música y nuestros porros, incienso alimentario.

Cuando se nos acabaron las botellas nos dispusimos a ir al concierto que nos había recomendado Fernando. Después de tanta cerveza, tanto vino y tantos canutos nos veíamos en una situación de histeria colectiva. Rogelio se asomó al balcón, desde donde comenzó a experimentar con la gravitación, arrojando bolitas de papel a los transeúntes, siempre con ese aire distraído del que hace las cosas casi por casualidad. Así era la ironía-fingimiento de Rogelio.

Yo me había encaramado a la barandilla de ladrillo del balcón y caminaba erguido por ella, como un funámbulo, con el vacío de los seis pisos a mi lado. Lo único que me preocupaba en aquel momento era que alguien me viera y me tomara por un suicida. Pero no aquella noche, pensé. Extendía mis brazos sintiéndome Salvador Gaviota.

Fernando nos explicaba, mientras tanto, de pie sobre el sillón, sus planes. Yo podía verlo y oírlo a través de la gran ventana que comunicaba el salón con la terraza.

- ¡Bueno, se trata al parecer de un concierto de hip-hop, pero no importa! Es en la plaza donde venden grifa los moros, ya sabéis, así que me imagino que habrá mucho ambiente.

Entonces se percató de mi paseo aéreo.

- ¡Uli, para eso! No, de verdad, tío, eso es pasarse, ¿no creéis?- dijo buscando apoyo moral en los demás- ¡Eso no tiene gracia, tío!

Rogelio seguía sumido en su labor, a mi lado, con su media sonrisa, resoplando de placer y emoción al ver sus papiro-proyectiles acercarse cada vez más a sus blancos, conforme aumentaban las tentativas. Alex, que hasta entonces había permanecido absorto reclinado en el sofá, se asomó por la puerta que daba al balcón caminando a gatas, y me mostró su cara sonriente.

- ¡Doctorr!- gritó.

Entonces se levantó de un salto y se unió a mi gesta.

- ¡Vaya, sí señor! ¡No se hable más, profesorr, ajá, no se está nada mal, nada mal!
En este punto Fernando salió al balcón muy enfadado.
- ¡Venga, bajaos de ahí ahora mismo, ya basta!
Alex y yo nos miramos, nos encogimos de hombros, y saltamos al suelo seguro de la terraza.
- ¡Venga, tíos! No jodáis la fiesta, por favor- dijo con inquietud aliviada.

Fernando es así. Puede actuar indistintamente como un demente o como un oficinista. Poco a poco nos fuimos todos reuniendo de nuevo en el salón, tomando los abrigos. Rogelio fue el último.

- ¡Joder, Rogelio, que me vas a dejar sin papel higiénico!- le gritó Fernando, cada vez más irritado- ¡Venga, vámonos ya de una vez!- añadió finalmente.

No le culpo. De no actuar así se le habría ido la situación de las manos. Por aquel entonces no éramos de los que se puede invitar a cenas formales o protocolos importantes. No éramos presentables a ese nivel.

Rogelio, Alex y yo nos mirábamos con aire de colegiales regañados y orgullosos. Ángel, en cambio, se solidarizaba con Fernando. Intenté persuadir a Alex para que dejara los instrumentos allí aquella noche, pues sería más seguro que salir con ellos y perderlos. Lo convencí. Salimos de su apartamento y bajamos las escaleras como si descendiéramos de un viaje astral. Todo era así, o bien salíamos de profundos agujeros o descendíamos de los cielos. Yo suponía que el concierto nos establecería, al menos temporalmente, en la tierra.

El sitio en cuestión estaba a tan sólo un minuto. Conforme nos acercábamos al lugar descubrimos que el concierto ya había comenzado. La potencia de los altavoces se sentía en las calles colindantes a aquella plaza y eso nos empezó a excitar, así que comenzamos a correr los cinco, gritando como apaches, para llegar cuanto antes. Al torcer una esquina nos topamos de cara con todo el montaje. Un alto escenario donde cinco chicos con indumentaria deportiva predicaban gesticulando con los brazos. Abajo hervía el bullicio de la gente bailando, y entre la gente se distinguían grupúsculos de chicos y chicas vestidos igual y con la misma actitud que los músicos, la actitud de los que consideran que dicen grandes verdades, la de los predicadores de la diatriba, que ofrecen en bandeja un poco de masturbación verbal a turbas ansiosas de ritos tribales. En medio estábamos nosotros, los apaches, pero lo auténtico desentona.

Nos pusimos todos en un lugar más o menos cómodo para bailar. Rogelio saludaba a las chicas que pasaban o bien se acercaba a charlar con ellas al más mínimo signo de debilidad. Ángel estaba disfrutando de la música y del ambiente, y sólo prestaba atención a los conocidos que se cruzaban con él. Alex bailaba pegado a mí, poniendo en práctica sus trabajados pases de baile. Los ensaya a diario en su cuarto frente a un espejo.

- Hay que bailar, Uli, hay que bailar para dar un buen espectáculo.

Alex planifica sus actuaciones estelares, y no duda en aprovechar la más mínima oportunidad para poner en práctica sus experimentos. Ahí estaba, trabajándose su recién logrado movimiento de caderas a lo Jagger, sus movimientos de brazos, sus gesticulaciones, feliz en su libre albedrío.
También hace ejercicios vocales. A veces aparece con la buena nueva.

- ¡Tío! He descubierto un ejercicio fantástico para la voz, para trabajar los músculos del diafragma: consiste en decir, seguido, durante el máximo tiempo posible, “Oh, oh, oh, oh, oh, oh...”, siempre de forma explosiva, para que trabajen los músculos de la tripa: “Oh, oh, oh, oh, oh, oh...”. Eso es lo importante.

Así que ahí estaba yo, bailando, con intenciones rapaces, pendiente de Rogelio, y pensando en lo importante. Todos deberían decir “Oh, oh, oh, oh, oh, oh...”.

Busqué a Fernán, pero parecía haberse perdido en el bullicio. De todos modos supuse que él sabría dónde encontrarnos en caso de necesidad, así que no me preocupé. Bailaba mirando hacia el suelo, cuando percibí un jaleo algo más encrespado de lo normal en las primeras filas.

Desde mi sitio, pude ver cómo Fernando, que parecía presa de un ataque o una iluminación, como si en un momento dado hubiera sentido con clarividencia lo que era necesario hacer, se abría paso entre la gente, esquivaba los guardias de seguridad, se encaramaba al escenario y arrebataba el micrófono a uno de los raperos. Parecía un salvaje desbocado. El rapero en cuestión se quedó perplejo sin saber reaccionar. Ni corto ni perezoso, sacó un papel y se puso a recitar para el público.

Al principio todo el mundo se quedó en silencio, por la sorpresa y lo imprevisto del suceso. Pero al instante, al darse cuenta de la condición de poeta espontáneo de Fernán, comenzaron a pitar y a abuchearlo, y las latas empezaron a volar.

- ¡Me da igual, ingratos!- les gritaba Fernán, mientras las esquivaba- ¡Os lo vais a tragar de todos modos!

Y siguió recitando a voces mientras los guardias subían al escenario, alguno de los cuales sí recibió algún latazo en la cabeza. En este punto comenzamos a correr hacia allí para sacarlo del percance, temiendo por su integridad física, abriéndonos paso entre la gente que insultaba a placer, con pasión, a nuestro amigo.

- ¿Es que no queréis oír verdadera poesía?- seguía increpando Fernán, que se crecía ante el rechazo de su público.

Seguían volando latas, a las que se sumaron papeles y más objetos arrojadizos. Fernando empezó a encontrar difícil esquivarlos y recitar, y se reía en medio de los versos. Los guardias y los miembros del grupo lo redujeron en el suelo, pero no lograban arrebatarle el micrófono, que mantenía pegado a su boca con las dos manos. Gritaba y gritaba y gritaba. Quería que lo dejasen hablar. Quería hacerse sentir a toda costa. Al final, optaron por desconectar el micro.

Los gritos y los insultos, en fin, una algarabía de vitalidad se había apoderado de la multitud. Cuando llegamos al escenario intentamos dialogar con la gente de seguridad del concierto para que nos dejaran llevarnos pacíficamente, sano y salvo, a Fernando. Lo bajaron rodeado por cuatro armarios. Cuando nos lo entregaron, bajo condición de que nos largáramos, claro, Fernán añadió la guinda.

- ¡Esto es un ultraje!

Inmediatamente lo agarré y lo arrastré lejos de allí, porque los guardias estaban realmente cabreados. Ya lejos del escenario se nos escapó, se subió a una estatua desde donde era visible para todo el mundo, y siguió gritando.

- ¡Cabrones, yo soy el último poeta digno de serlo, malditos!

Pude ver cómo venían dos tipos con intenciones nada alentadoras hacia nosotros. Lo bajé a gritos y golpes y entre todos nos lo llevamos de allí a la rastra, mientras no paraba de gritar.

- ¡Bribones, esto no es más que un enjambre de bribones!

Cuando por fin estábamos lejos de ese lugar, en la tranquilidad de las calles desiertas, se calmó, se puso a caminar con su aire elegante habitual y encendió un cigarrillo.

- Ha sido un buen poema, sí, ¿no crees, Rogelio?, creo que podemos comprar algo de vino por el bulevar, ¿no os parece?- comentó.

Rogelio seguía con su expresión de resignación existencial. Ángel se nos había extraviado en algún momento del tumulto. Alex caminaba en silencio, un silencio roto tan sólo cuando me pidió un cigarrillo. Yo empecé a fumarme otro, sorprendido por no sorprenderme de nada. Todos tan silenciosos y tranquilos, como si lo ocurrido hubiera sido un sueño, o quizás una jugada de mi imaginación.La coral de nuestros zapatos golpeando los adoquines del suelo rebotaba en las paredes, y regresaba a nosotros una y otra vez. Tenía ritmo de allegro. Y, mientras íbamos cabizbajos y pensativos, sintiendo que nuestros corazones latían sin prisa ni tensión, continué pensando que lo importante es seguir adelante y decir “Oh, oh, oh, oh, oh, oh...” bien alto y claro, importe a quien importe.
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1 comentario:

pilimari dijo...

Vaya tocata os pegasteis en Filosofía no?, jajajaja...me hubiera gustao estar allí, y ver a Alex cantando esa cancion, jajaja.

Sigues con el grupo, tienes maqueta, algo?, me gustaria escucharte, yo tambien canto y toco rock,no del duro...jeje.
Pronto haremos un homenaje a los beatles, pero no se dónde.
Cuando necesites vocalista aquí estoy.

Un besote!!, Pilar