jueves, 25 de septiembre de 2008

Tardes con Rogelio

A pesar de que mi ritmo de vida relajado iba poco a poco dando paso a una rutina cada vez más activa, necesitaba más tiempo para trabajar y menos para celebrar. De un modo u otro, a diario acababa implicándome siempre en alguna acción-paranoia perpetrada por alguno de los poetas-roedor.

Siempre acababa yendo con Rogelio a alguna inauguración de alguna exposición, los dos plenamente conscientes de nuestro auto-engaño, en una rutinaria labor de piratería, de robo-fingimiento (fingir robar mal cuando se está robando bien, pero a otro nivel). No había manera de desprenderse de esa adicción, y no se podía evitar estar orgulloso cada vez que salía bien; por eso andábamos siempre como si estuviéramos sentados sobre una nube-alfombra-voladora, como iluminados aparecidos o alienígenas escapados de algún manicomio, porque la enfermedad triunfaba por sí sola. A veces me veía como un privilegiado, a veces como un macarrón mohoso de vertedero. Todo era un sí y un no, y viernes tras viernes nos reuníamos, y lo esperábamos con impaciencia, y escribía poema tras poema sin parar, y le di una utilidad a la mística de la contemplación.

Las tardes con Rogelio estaban llenas del encanto de lo imprevisible. Cuando no nos colábamos en alguna fiesta o inauguración, vagábamos por el centro de la ciudad, pero siempre saltando a pata coja sobre la fina línea que divide y separa a las actitudes delictivas de las legales. A veces lo acompañaba a diversas bibliotecas públicas o universitarias, y entonces empezaba a recomendarme libros que nunca defraudaban. En todos ellos, no obstante, pululaba un cierto aire familiar, el mismo aire de reo que se respiraba en su compañía como por arte de contagio. Otras veces robaba libros en las tiendas y me cedía a mí la primera lectura, pues para él robar libros no debería estar penado, sino recompensado. Intentaba enderezar mi estado mental a través de autores que, cuando no eran apedreados por sus contemporáneos, pretendían dilapidar ellos solos a sus respectivas sociedades. Siempre procuré evitar indagar sobre el mensaje implícito en esa tendencia adroctinadora traducida en pretender sumergirme en mundos donde las piedras (virtuales o no) vuelan por el cielo con malas intenciones.

En la República de Demencia la condena o la glorificación del hurto de un libro dependía principalmente del libro robado en cuestión, y luego de la belleza del hurto en sí. Si se trataba de novela rosa, en fin, ello constituía una nueva ocasión de probar los martillos hidráulicos para asfaltar las calles con personas.

Después nos íbamos a alguna plaza donde fumábamos hachís, y me leía algún poema que hubiera escrito últimamente. Y a veces visitábamos los áticos de Fernando, donde nos invitaba a té, o a vino, y por supuesto siempre a hachís. A veces íbamos los tres a comprar juntos, y nos tomábamos unas cañas saboreando la nueva mercancía en bares cuyos precios inducían a creer en la existencia del amor verdadero. Fernando era más reacio a prestar libros que Rogelio, o Pájaro, pero se disponía de plena libertad para ir allí y leer.

- No, Uli, hoy tengo que estudiar, pero si quieres puedes sentarte ahí y leer algún libro, ¿no te parece?, y luego me hago un porro, ¿vale?

Siempre se podía disfrutar de todo tipo de música (desde árabe hasta heavy metal) y, dependiendo de la época, podíamos encontrar allí a Esperanza o no, aunque siempre disponía de alguna compañera de piso interesante a la que observar con el rabillo del ojo o insultar indirectamente a través de la neutralidad que proporciona la tierra de nadie de la poesía. Aun así, éramos muy dados a crearnos mitos femeninos para poder practicar la adoración platónica, daba igual que estuviera justificada o no, para despresurizar el corazón. Tener demasiado espíritu es como tener demasiado azúcar; su exceso no congenia bien con la naturaleza del mismo modo que volar sin alas proporciona morradas impresionantes a quien no está preparado. Volar sin alas implica un acto de levitación imperativa al que sólo se sobrevive siendo de goma. Éramos pelotas de goma y rebotábamos deprisa y alto en nuestra carcasa-poesía de goma, disfrutando de las cosquillas que tan intensamente se producen en el vientre cuando se sube y se baja a tanta velocidad, cuando se oscila entre los dos extremos de una altura tan enorme, y se sobrevive. Si no puedes evitar el fracaso, engáñalo como a una visita molesta; fabrica carcasas de látex y caucho, crea ficciones verosímiles, genera toda una gama de equívocos con final feliz.

Por las noches oteaba desde mi Torre de Babel, y sentía que el cielo me miraba y me reconocía, y que sabía de mis engaños, y que me observaba con cierta expresión de ironía, preocupación y comprensión, y yo le contestaba que mi designio era el misterio, y le ordenaba mirar hacia otra parte, pues observar era labor exclusiva del loco de la torre. El cielo me contestaba con una caricia de brisa y me dejaba hacer, me dejaba continuar, absorbido por el vacío pleno de algo que no alcanza a ser: el misterio.

Debido a esa adicción a la adoración solíamos visitar a amigas, normalmente de Rogelio, para sentarnos en el sofá y charlar con ellas, e imaginarnos mientras tanto otras tantas fantasías que tenían como objeto a esos idealizados seres. La contemplación no era algo que complaciera a las chicas, que preferían seguir con su rutina de actividades prácticas, y a veces echábamos mucho de menos su olor. Las veíamos sobre todo durante los fines de semana, a no ser que estuviéramos sumergidos en algún romance. Los romances no solían durar, no. La verdad es que no nos aguantaban mucho.

Otros elementos importantes de las tardes con Rogelio eran las películas gratis que se proyectaban en locales relacionados con la universidad y las proyecciones de cortos en diversos bares, además de los recitales poéticos que se daban aquí o allá, pues siempre estaba al tanto de esas cosas. Era un excelente compañero en ese tipo de actos, y por supuesto sabía elegirlos bien; quiero decir que, a veces, sus elecciones parecían síntomas. En su compañía uno se sentía enfermo mental por pura solidaridad.

Algunas veces me proponía a mí mismo permanecer en casa, leyendo, o viendo películas, o escribiendo poemas, o tocando la guitarra, o pintando, o mirando al techo, o procurándome siestas de cuatro horas en un magnífico sofá, pero todas las tentativas resultaban en fracasos. Soñaba con convertirme en un ser íntegro y productivo, soñaba con poder soportar una existencia calmada, una existencia virtuosa, una existencia libre de ojeras y agotamiento, pero no me resignaba a quedarme sin sueños; al menos cumpliéndolos. Cuando no era yo el que buscaba la trepidación improductiva, lo eran los demás.

En una ocasión creí lograrlo. Estaba en el sofá, disfrutaba de la paz, convenciéndome de que aquello estaba bien, las paredes me susurraban cosas con gestos de aprobación, cuando entre sueños vi la famélica figura de Rogelio ante mí.

- Hola...- y sonrió resoplando durante unos segundos, su cuerpo vibrando al ritmo de salida del aire a presión- ...excremento.

Me convenció para ir a ver una de esas películas que proyectaban en la universidad. Estábamos ya allí y la peli ya había comenzado. Como Rogelio nunca desaprovecha la oportunidad de establecer algún nuevo contacto con algún ser femenino, se acercó al oído de la chica que estaba sentada a su lado, una completa desconocida que se había posado allí creyendo que el mundo estaba cuerdo.

- ¿Bailas?- le preguntó. La chica se quedó algo perpleja.
- ¿Cómo? ¿Perdona?- contestó, creyendo que no lo había entendido.
- Que si bailas conmigo, aquí, en el pasillo- aclaró Rogelio, fingiéndose extrañado por la sorpresa de la chica, como si pretendiera hacerla creer que consideraba su sugerencia como algo completamente normal– la música que suena es buena.

Sus ojos estaban abiertos como platos y la escudriñaban sin el menor reparo. Su mueca bilabial estaba rematada con una ligera sonrisa en las comisuras. Su descaro era de naturaleza traidora: lo presentaba como si fuera artificial, mal disimulado, como esas entradas que se planean ante el espejo y siempre salen mal en la práctica por carecer por completo de naturalidad, para dárselas de tímido, cuando era mentira.

- Tú...- empezó la chica, pero se quedó congelada. Intentaba reaccionar de algún modo, pero las palabras parecían no decidirse a salir de su boca. Miraba paulatinamente a la pantalla y a Rogelio, quien, con expresión afable, no añadía nada, tan sólo esperaba confiado en la lealtad de la paciencia, su gran aliada. Defenderse no era algo para lo que la chica estuviera predispuesta en esas circunstancias. Cuando se ve una película, inmerso por completo en la pantalla, se suele bajar la guardia y la aparente paz que se disfruta puede ser quebrantada por un atrevimiento maquiavélico, sobre todo cuando es blandido por aquel ser enclenque y extraño. La chica había sido víctima de una emboscada más sutil que la aparente, y aún no lo sabía. Ahora Rogelio se sentía en su salsa.

- ¡Bailar, claro, venga! Nos levantamos y nos ponemos a bailar, en el escenario- continuaba Rogelio, que empezaba a emocionarse, aunque hablaba en voz baja, casi le susurraba las palabras en el oído- nos ponemos a bailar para todo el público, y hacemos el amor para todos ellos, subidos ahí arriba, y lo transformamos todo en una orgía digna de Dionisos, y luego nos vamos a beber vino, y después nos bañamos desnudos en el río, y mañana atracaremos un banco y con el dinero viviremos unos meses junto al mar, o viajaremos por Europa, ¿conoces Florencia?, y recogeremos a autoestopistas en nuestro coche, ¿sabes que tengo carné de conducir? ¡Podríamos experimentar la mística de la carretera si te subes a bailar conmigo ahora!

Normalmente existían dos posibilidades: que las chicas salieran huyendo espantadas o que se quedaran con él, bien por pura curiosidad zoológica o bien porque de verdad les resultara interesante. Quien dominara la ironía-fingimiento sabría al momento que Rogelio no es de temer, sino de esquivar. Esta chica optó por esa tercera vía.

- Mira, ahora no, de verdad, no me gusta que me miren, no suelo bailar en los cines ¿sabes?, preferiría poder seguir viendo la película, si no te importa, ¿no crees que es buena?- dijo una vez repuesta del shock inicial. Hablaba con cierto aire maternal, como lo haría una enfermera con un paciente. Su sentido de la ética la obligaba a ser comprensiva con los enfermos.

- Sí...- contestó Rogelio, resopló y ya no dijo nada más, y seguimos viendo la película.
Cuando terminó, y una vez encendidas las luces, la chica se había levantado y recogía su abrigo, su bolso, mientras se estiraba un poco. No nos miraba directamente, pero estaba pendiente de nosotros. Incluso parecía tardar más tiempo del necesario en prepararse para salir. Llevaba un bonito abrigo de ante y una bufanda roja. Su pelo, rojo también, caía lacio en toda su longitud por encima de sus hombros. Bajo sus ojos verdes brillaban sus labios pintados de rojo púrpura. Era una chica roja. Rogelio volvió a acercarse a ella.

- ¿Adónde vas ahora?- le preguntó entre resoplidos de nerviosismo. Sin embargo, el sonido de su voz era monótono, como si le diera igual, como si conociese a miles de chicas rojas. Y ahora sabía que no la engañaba, sino que le mostraba su arte de mentir la verdad. Así era la ironía-fingimiento de Rogelio.
- A casa, a estudiar un poco- contestó con distracción, mientras rebuscaba en el bolso.
- Vaya...- dijo Rogelio.

Entonces ella levantó la vista hacia él. Estaban frente a frente. Rogelio permanecía así, callado. La chica también, esperando. Los dos aguardaban a que alguien reaccionara, y Rogelio seguía mirándola sonriente, resoplando, haciendo amagos de gestos con las manos. Ella me miraba buscando ayuda, intentando que alguien hiciera o comunicara algo que rompiera esa interminable pausa. Estaban los dos suspendidos en el tiempo. Finalmente, la chica empezó a reírse con cierto aire histérico, y entonces Rogelio interrumpió sus risas tocándole el brazo.

- ¿Te vienes a beber vino?- le propuso.
- ¿Y a atracar bancos?- añadió entre risas la chica.
- Veremos lo que se puede hacer- contestó con calculado aire pensativo y trascendental.
- A tí, ¿eso te parece normal?
- ¿Qué quieres decir?
- Atracar bancos, realizar...¿cómo decías?... ¡ah, sí!, organizar orgías por las calles y todo eso, ¿forma parte de tus costumbres?
- No, pero me gustaría...

Volvieron a mirarse en silencio. Ella lo observaba con total incredulidad. No podía concebir la idea de que existieran seres así. La sala ya estaba vacía. Los encargados nos miraban desde la puerta con la mano puesta en los interruptores de la luz. Empezamos a dirigirnos hacia la salida.

- Pero he trabajado en un supermercado en Alemania- dijo por fin Rogelio.
- Ah... - contestó pretendiendo expresar indiferencia mal disimulada. Sabía que tras esa afirmación vendría una explicación y se puso a esperar en silencio, mientras bajábamos la escalinata, ya en la calle. Rogelio, sin embargo, fingió no considerar necesario explicar nada más, pero era mentira. Ella no tuvo más remedio que preguntar.

- Pero, ¿qué tiene que ver eso con atracar bancos?

Rogelio estaba resplandeciente por su victoria.

- Pues que estar tras un mostrador es uno de los papeles imprescindibles en un atraco, y yo ya lo conozco. No hay atraco sin encargado del banco, o de la tienda, o del supermercado. No puedes atracar a un bombo de detergente. No puedes amenazar a un extintor. Hace falta algún ser humano asustado para que se pueda hablar de un atraco con propiedad. Todo el que ha estado detrás de un mostrador puede estar delante... Es fácil conocer la psicología del tendero, que es muy parecida a la del banquero, y yo la comprendo y me puedo anticipar. Todo el que vende o comercia es capaz de sostener un arma y sembrar el pánico. Es capaz de aniquilar enormes masas de personas, incluso. Hitler era el líder de los tenderos de Alemania, eso todo el mundo lo sabe...
- ¿Y ya está?
- Bueeno, es una forma de emplear el tiempo, sí. Me refiero a los atracos, claro.
- Oh...

Estábamos parados en la calle, en la acera. Era de noche. Yo no abría el pico. Mirar y escuchar era divertido de sobra para mí, pero decidí marcharme. Me despedí de los dos, y me fui a casa.

Al día siguiente Rogelio me explicó que había conseguido su número de teléfono y que había quedado con ella para charlar y tomar café en su casa, con unas amigas suyas. Ajá, pensé. Ella quería mostrar su hallazgo pintoresco. Ajá, pensé. Ya había un nuevo sitio que visitar por las tardes. De esta manera, Rogelio había recopilado un enorme arsenal de direcciones y teléfonos de chicas que había ido conociendo de formas muy diversas, y a la vez parecidas, en circunstancias donde conocer a alguien siempre resulta desconcertante. Y se trataba de Rogelio, nada menos.

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1 comentario:

Unknown dijo...

Creo que esta vez R. se sentiría alagado: será la acumulación, la experiencia más intensa, el atracón de leerte, pero creo que esta vez Rogelio trasciende en algo: un impulso, paradójicamente, en quien tampoco era más que un buen dilettante.

No sé qué pensaría. La publicación está cumpliendo su función, al menos para mí, que estoy alejándome cada vez más de la realidad pretérita de las anécdotas para sentir más otra cosa, tal vez el soplo en la escritura de los personajes mismos. Creo que lo que me impedía apreciarlo era el yo narrador, pero basta con que le saque tu cara, le dé la autonomía de un testigo que no fueras exactamente tú.

Gracias.