martes, 5 de mayo de 2009

Sobre lo intransferible



Ayer caminaba hacia el centro y me metí por la Calle Feria. Había allí un grupo de policías municipales alrededor de un vagabundo que yacía en una escalera. Estaba completamente inmóvil, apoyado sobre un codo, parecía dormido, pero no creí que la policía estuviera allí para despertarlo, esa delicadeza no es propia de ellos. Lo conocía de vista: un tipo con el pelo castaño, liso y veteado de rubio, y una barba bastante larga, con pinta de nórdico, con aire de vikingo. Sí, me había cruzado con él un montón de veces. No me paré a curiosear, pero por el número de coches parados, supuse que estaba muerto. Sin embargo aún sostenía en la mano el cartón de vino y su cuerpo se había quedado congelado en esa postura, reclinado, pero en actitud de beber, como si le hubiera cogido la muerte en un momento en que no estaba dispuesto a hacerle los honores propios de un buen anfitrión para recibirla como se supone que se merece.

No lo pude evitar. Mientas seguía mi camino, me pregunté si la muerte se le había presentado como una luz cegadora que lo hubiese dejado atónito. El alcohol suele ser una ascensión hacia ese momento que siempre se detiene antes de lo crucial; en este caso, no. La muerte de luz a la que aludía yo ayer, el desmayo blanco. La gloria anónima de la ascensión directa.

Lo trágico de la muerte de un borracho no es tanto la muerte en sí como la experiencia mística que la acompaña; esa experiencia ni se contempla, nadie la conoce, nadie sabe que ocurrió, nadie sabe que el sujeto se sintió elegido y acogido por ese espacio al que aspiró desde siempre. El sacrificio queda así anulado socialmente. De todos modos, la sociedad es una mierda, y no es casual que sólo una vocal la separe de la palabra “suciedad”.

Tampoco pude evitar caer en la tentación de considerar este suceso como una señal, en un día en que me había dedicado a recordar al viejo duende. “Maldito destino”, murmuraba para mí, “no hubiera hecho falta llevárselo a él, yo no pensaba revivir mis andanzas alcohólicas, sino superarlas mirándolas cara a cara”, como si una extraña conciencia lo hubiera dejado morir para que yo lo viera. Es curioso lo egocéntrico que se puede llegar a ser cuando encima es otro el que paga con su pellejo, pero eso es algo que va en el paquete: el borracho muere de megalomanía, y el alcohol es sólo la llave.

El vagabundo vikingo, seguramente, se sintió como la confluencia de toda la luz del mundo, y se fue, simplemente, a volar por la inmensidad. Y seguramente sólo entonces sintió el aliento selectivo de toda la fuerza del universo, el abrazo prometido, el fin de su postergada condena. Pero eso no lo sabe nadie; por eso la vida social es esencialmente trivial y carente de importancia. La sociedad es útil para perpetuar la agonía hasta un número socialmente aceptable de años. No se diferencia en nada de un tenedor.

Ahí estaba mi destino, que yo me encargué de abortar. Camino inesperadamente sano, pero yo estaba destinado a ese mismo final. Y a veces sienta como si uno volviera de la tumba antes de entrar en ella, y, claro, sólo unas pocas cosas adquieren importancia tras eso. Las demás, sólo son vitrinas de cristales absurdos y espejos suspicaces que apetece destruir, bate en mano, de una vez por todas.

Cuando dejas de ver por los ojos ves más claramente, y pensamiento y acción son uno sólo. Le precede la dilatación del alma, traspasando los tejidos y los sentidos, saliendo triunfante, hormigueando en la piel; y ya no hay necesidad ni dolor, sólo plenitud. Así es la antesala de la muerte.

Ahora, el orgullo fundamentado en el privilegio social (generalmente heredado) que hay que soportar a cada memo con quien te cruzas es una humillación, sobre todo cuando se ha pasado por semejante experiencia, personal, intransferible, pero absoluta. Tampoco la conoce nadie. En general todo es bastante rastrero e insufrible tras ello (yo lo soporto desde los once años).

El vagabundo, sucio, anónimo, intransferible, muerto.

Alguien como yo...

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